En el arte no se puede confiar en mostrar las cosas de forma directa, debe existir siempre cierta belleza que procede de ocultar en las sombras parte de lo que intentamos transmitir. Permitir que el espectador trabaje en la construcción de la obra a través de la interpretación. Eso no significa que todos los artistas cumplan ese propósito. A veces, en la pretensión de hacer que una determinada obra tenga un carácter marcadamente político —errando ya desde la premisa, pues no existe forma estética que no tenga consecuencias políticas — , determinados autores obliteran la ambigüedad, las analogías, las metáforas, toda posible evocación poética que pueda llevar hacia malinterpretar su mensaje. Cuando se decide castrar la posibilidad de que el espectador se implique con su propio pensamiento en la obra, entonces dejamos de hacer arte, pues hemos reducido el papel de la obra al de mero panfleto ideológico. Ya no intentamos hacer trascender el pensamiento, sino convencer al otro.
En lo anterior suele generarse un grave equívoco. Partiendo del hecho de que describir no es lo mismo que narrar, cuando decimos que «el arte no debe ser político» lo que intentamos decir es que «el arte no debe caer en las formas expositivas propias de los tratados políticos». En otras palabras, si en el tratado político prima la interpretación del autor en el arte debe hacerlo la interpretación del receptor. Y si bien ambas son dos formas legítimas de abordar el pensamiento, también son formas antagónicas. De ese antagonismo nace la pregunta que cabe hacerse al pensar The Hateful Eight, ¿Quentin Taranfino ha firmado una película de orden expositivo-descriptiva, política, o expositivo-narrativa, artística?
Resumir la premisa de la película no podría ser más sencillo: poco después de acabar la guerra de secesión un caza recompensas lleva a una fugitiva hacia la justicia. El problema llegará cuando, a causa de una ventisca, tengan que pasar la noche encerrados en una cabaña de montaña aislada de todas partes. Con otras siete personas. Sabiendo que al menos uno de ellos está allí para liberar a la mujer que lleva ante la justicia.
Desgranar la película desde su premisa parece sencillo: aunque western de ambientación, en términos de género estaría más cerca del whodunit de que las clásicas historias del oeste. Salvo porque algo no encaja ahí. Al espectador no se le presenta ningún crimen hasta bien pasada la mitad del metraje, además de ser explicado automáticamente después en una decisión de guión que se ha criticado con fervor, haciendo dudoso que podamos considerar a la película de ese modo. Si dejamos de lado el whodunit para pensar todo desde el western histórico, la cosa no mejora: su crítica hacia EEUU es difusa, cuando no directamente rijosa —al más puro estilo Michael Moore, podríamos considerar que su mensaje es que EEUU está edificado sobre la mentira o que los hombres siempre aparcan sus diferencias para poner la soga al cuello de las mujeres— dando como resultado una película nihilista: todo caos y violencia desatada en su metraje es para demostrar el sinsentido que es EEUU.
Si aceptamos esa lectura tenemos que considerar The Hateful Eight una película fallida, un encantador (o abominable) ejemplo de incorrección política que intenta demostrar, con argumentos medio abortados en forma de un tedioso método expositivo-descriptivo con infinitas lagunas, cómo América está corrupta hasta el tuétano desde su misma fundación. Y si bien es legítimo considerar que Marquis Warren y Chris Mannix representan las dos américas, los unionistas y los confederados, en la metáfora menos trabajada de la historia del cine —hasta el punto de que los otros seis odiosos no pintan nada, salvo ser carne de cañón — , para ello tendríamos que obviar que, hasta el momento, Tarantino había hecho siete películas impecables en lo que respecta no sólo al trabajo narrativo, sino también en cómo la política empapa el conjunto sin acabar formando una costra de explicitud. Algo difícil de aceptar si existen posibles interpretaciones capaces de conjugar la totalidad del metraje, si el problema puede estar en el exegeta y no en el creador.
Partamos del hipotético nihilismo de la película. Si consideramos que es una película nihilista es porque 1) no demuestra ninguna clase de ideología, y por extensión 2) toda la violencia se desarrolla sin dirección ni sentido, salvo por el propósito mismo de la violencia. Y ambas cosas son ciertas. El problema es de extrapolación, no de lectura. Todo en la película es violencia absurda, desquiciada, más allá de cualquier razonamiento o ideología, pero siempre procede de un personaje específico: Marquis Warren. Él es el nihilista, no la película.
Aunque haya ocho personajes con papel de peso en la película, a partir de Warren es de quien los otros siete acaban definiéndose en términos de antagonismo. Es un cazarrecompensas (siendo que Daisy Domergue tiene precio por su cabeza) que asesina a todas sus presas (a diferencia de John «La Horca» Ruth, que siempre los lleva vivos ante la autoridad) y por extensión cree que la justicia viene de su mano (a diferencia de Oswaldo Mobray, verdugo que cree que él hace la diferencia entre justicia y asesinato), unionista (con Chris Mannix en el bando confederado) que combatió en la batalla de Baton Rouge (al igual que Sanford Smithers en el lado confederado), también el único que conoce a los dueños de la cabaña en la que están encerrados desde hace años (no como Bob, que afirma llevar meses cuando sólo llevaba horas) y hombre que representa el presente (en contraste con el anacrónico vaquero Joe Gage).
A partir de aquí sólo cabe deconstruir. Ideológicamente podríamos decir que es unionista, pero existen dos problemas esenciales en esa declaración: la falsa correspondencia con Abraham Lincoln, la cual viene acompañada de la declaración «no tienes idea de lo que es ser un hombre negro contra América: la única manera de estar a salvo es cuando el blanco está desarmado. Y esta carta tiene el efecto de desarmar a los blancos», y su huida de prisión en Willenburg, donde mató a 47 confederados y 37 unionistas prendiendo fuego al campo de concentración. Dado que el respeto por sus compañeros es nulo, podríamos decir que su filiación unionista no se la toma demasiado en serio, que sólo se rige por los preceptos del black power. Algo consistente, por otra parte, siendo que la anterior obra de su director fue Django Unchained.
Eso también sería discutible. Aunque la ausencia de otros negros compartiendo espacio con él nos impide saber cómo se comportaría en ese caso, durante toda la película existe un mensaje que se nos recalca de forma flagrante: es un embustero. Es Mannix quien lo afirma primero, pero es el propio Warren quien lo confirma después. Si además le sumamos que se declara «un hombre negro contra América» o «el negro más asesino que existe», es probable que sus intenciones tengan menos que ver con la raza que son su necesidad compulsiva de asesinar al prójimo. Si además le sumamos que su último aliado lo encuentra en el propio Mannix, su activismo negro se desmorona: para cumplir sus intereses no tiene problema en aliarse con los confederados. En sus mentiras, o en sus silencios —si consideramos la omisión otra forma de mentira — , anida también el whodunit: ha ocurrido algo inusual en la casa, él sabe quién es al menos uno de los culpables, pero se pasa toda la película buscando pistas. Algo que no podemos comprender hasta un segundo visionado, cuando nos percatamos que cuando la cámara se dirige hacia determinado sillón o hacia los botes de golosinas no es obsesión por el detalle, sino Warren cosechando pistas.
Entonces, ¿cómo casa que lo ocurrido en la cabaña se nos cuente antes de que averigüe lo ocurrido? Porque si bien hay whodunit, no es un whodunit. Es una película de terror ambientada en el oeste.
Si se nos cuenta es para hacernos entender cómo se ha llegado hasta esa situación, cómo esa bestia negra ha estado controlando desde dentro una trampa mortal. Todo lo que tenía que hacer la banda de Domergue era tener paciencia, esperar al momento oportuno para acabar todo de un sólo golpe sin riesgo alguno. El problema es que él no quiere pasar allí más tiempo del necesario, permitir que otros tomen la iniciativa, buscando activamente dominar la situación: crea crispación con la firme intención de hacer que todo estalle lo antes posible. Y en Smithers encuentra su detonador. Si le toca las narices, si busca provocarlo hasta la ira homicida, es para que alguien haga algo; todo se había quedado en calma, ya había recopilado todas las pistas posibles, por lo cual necesita que alguien haga algo. Y entonces mucha gente hace cosas.
Si existe tesis política en la película, esa es la que nos previene contra el cinismo de pensar que América está corrupta por definición. O que ciertas formas ideológicas lo están. Es posible que el personaje interpretado por Samuel L. Jackson sea un psicópata, un monstruo hambriento de muerte, y un defensor del black power, pero eso no deslegitima la lucha del poder negro; de igual modo, el personaje de Walton Goggins es un sociópata, alguien que sólo mira por su propio bien, y también sheriff de Red Rock, pero eso no significa que todos los agentes de la ley sean sociópatas. Que alguien falsifique una carta de Lincoln para hacer legítimos sus asesinatos no hace asesino al decimosexto presidente de EEUU.
Tarantino apunta en dirección contraria hacia donde lo hacen sus personajes. Y lo hace de forma tan sutil, tan alejada del panfleto contestatario, que sus formas sólo se pueden interpretar desde la narrativa, desde su condición artística: se puede malinterpretar, pero eso es porque está abierto a que aportemos nuestro entendimiento al texto. Y eso también abre su interpretación al futuro. EEUU algún día dejará de existir, pero siempre existirán cínicos que utilicen ideologías ajenas en su propio beneficio.
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