Be normal. Raw, antropofagia y el terror de la palabra «normal»

Toda so­cie­dad tie­ne su pro­pia con­cep­ción de lo nor­mal. En la nues­tra, ser nor­mal sig­ni­fi­ca ser me­dio­cre. En la me­dia. Esforzarse lo su­fi­cien­te pa­ra dar la sen­sa­ción de ha­ber­lo da­do to­do, pe­ro no lo su­fi­cien­te co­mo pa­ra que cam­bie al­go en no­so­tros o en nues­tro en­torno. Bajo esa dis­tor­sión si­nies­tra del jus­to me­dio aris­to­té­li­co, ser nor­mal sig­ni­fi­ca anu­lar la di­fe­ren­cia. Borrar to­do lo que no es­té so­cial­men­te san­cio­na­do. Y si pa­ra eso es ne­ce­sa­rio re­cu­rrir a la mu­ti­la­ción, de­jan­do par­te de nues­tra iden­ti­dad por el ca­mino, que así sea.

Normal no es la pa­la­bra que ele­gi­ría el crí­ti­co me­dio pa­ra des­cri­bir Raw. Ni si­quie­ra co­mo nor­mal en tér­mi­nos ci­ne­ma­to­grá­fi­cos o de gé­ne­ro. Con to­do el én­fa­sis que po­ne en sus imá­ge­nes, no per­mi­tién­do­se ni un se­gun­do de me­tra­je sin fun­ción, su ob­se­sión na­rra­ti­va re­sul­ta anor­mal en un tiem­po en que las pe­lí­cu­las de­ben du­rar más de dos ho­ras só­lo por el me­ro he­cho de que es lo nor­mal. Pero ese no es el úni­co sen­ti­do en el que es anor­mal. Su es­té­ti­ca, al­ter­nan­do en­tre los to­nos fríos (pa­ra los ani­ma­les) y los ca­lien­tes (pa­ra los hu­ma­nos) pe­ro siem­pre con una fo­to­gra­fía asép­ti­ca, su na­rra­ti­va, con su­ce­sión rá­pi­da y lim­pia de es­ce­nas, y su am­bien­ta­ción, trans­cu­rrien­do to­do en­tre la uni­ver­si­dad y sus al­re­de­do­res, no só­lo re­bo­san per­so­na­li­dad, sino que se des­mar­can abier­ta­men­te del es­ti­lo ge­né­ri­co del ci­ne de terror.

Porque, in­clu­so es­tan­do fue­ra de la nor­ma del gé­ne­ro, Raw es te­rror. Y un ejem­plo par­ti­cu­lar­men­te virtuoso.

¿Cómo pue­de ser te­rror sal­tán­do­se to­das las con­ven­cio­nes del gé­ne­ro? No ha­cién­do­lo. No res­pe­tan­do sus ras­gos más su­per­fi­cia­les, pe­ro sí acep­tan­do sus cla­ves pri­mor­dia­les: el sim­bo­lis­mo, la re­ve­la­ción fi­nal, la exis­ten­cia del mal in­ven­ci­ble. Dejando atrás la es­té­ti­ca cló­ni­ca y los Siete Pasos Para La Película de Terror Perfecta y abra­zan­do lo que su pro­pia na­rra­ti­va le exi­ge. Retratar con igual asep­sia lo nor­mal y lo anormal.

En Raw se re­tra­ta con la mis­ma frui­ción la de­pi­la­ción de unas in­glés o el pro­ce­so de co­mer­se un de­do re­cién sec­cio­na­do. No se je­rar­qui­za. Y no se ha­ce, por­que am­bas co­sas son, igual­men­te, nor­ma­les y anor­ma­les: nor­ma­les en el con­tex­to en el que ocu­rren, anor­ma­les pa­ra Justine, la pro­ta­go­nis­ta de la historia.

Aquí Justine es la cla­ve. Comenzando la pe­lí­cu­la co­mo una es­tu­dian­te de cua­dro de ho­nor, ve­ge­ta­ria­na y con la fir­me creen­cia de que ani­ma­les y hu­ma­nos de­be­rían te­ner los mis­mos de­re­chos, ra­zón por la cual se de­ci­de a es­tu­diar ve­te­ri­na­ria, aca­ba la mis­ma des­cu­brien­do que to­do lo que siem­pre ha­bía pen­sa­do co­mo fru­to de una elec­ción éti­ca era más bien la im­po­si­ción que le pu­sie­ron sus pa­dres pa­ra que pu­die­ra evi­tar te­ner que li­diar con una per­ver­sa ten­den­cia biológica.

Puede que ani­ma­les y hu­ma­nos de­ba­mos te­ner los mis­mos de­re­chos. Pero tal vez sea só­lo por­que to­dos es­ta­mos igual­men­te su­je­tos a la ca­de­na trófica.

Llegados es­te pun­to, ca­be pre­gun­tar­se dón­de que­da aquí la nor­ma­li­dad. Si Justine es ve­ge­ta­ria­na, que co­ma car­ne, es un he­cho anor­mal: si co­me car­ne, no es ve­ge­ta­ria­na. Ha trai­cio­na­do su iden­ti­dad. Justine no es quien creía ser, sino otra per­so­na. Pero, ¿y si ese no fue­ra el ca­so? ¿Y si, de he­cho, el des­cu­brir la an­tro­po­fa­gia co­mo un sa­lu­da­ble mo­do de vi­da no só­lo con­tra­vie­ne su iden­ti­dad co­mo ve­ge­ta­ria­na, sino que la refuerza?

A fin de cuen­tas, no es anor­mal que al­guien que cree que ani­ma­les y hu­ma­nos son igua­les pue­da de­vo­rar a am­bos por igual.

Es ahí don­de ve­mos el re­tor­ci­do sen­ti­do del hu­mor de Raw. Su al­ma de te­rror. A fin de cuen­tas, en­tre el hu­mor y el te­rror la úni­ca dis­tan­cia exis­ten­te son las con­se­cuen­cias: si no hay con­se­cuen­cias, o son mí­ni­mas, es co­me­dia; si hay con­se­cuen­cias gra­ves, o in­clu­so mor­ta­les, es te­rror. Por eso, si Raw no re­sul­ta (más) có­mi­ca, es por lo te­rri­ble de to­do cuan­to ocurre.

¿Y qué ocu­rre? Que to­dos los per­so­na­jes bus­can lo mis­mo. Ser nor­ma­les. Incluso si, en el pro­ce­so, su iden­ti­dad se in­ter­po­ne por el camino.

Veamos eso de for­ma pormenorizada.

Adrien, el com­pa­ñe­ro de cuar­to de Justine, se de­fi­ne co­mo gay, pe­ro le per­tur­ba ha­ber­se acos­ta­do con ella —por­que ha de­fi­ni­do su iden­ti­dad en la nor­ma­li­dad de lo gay; si se acues­ta con una chi­ca, ya no es gay, por tan­to no es nor­mal — ; Alexia, la her­ma­na de Justine, tra­ta a su her­ma­na co­mo si fue­ra una ma­dre, pe­ro lue­go la hu­mi­lla pú­bli­ca­men­te por esos mis­mos ins­tin­tos que azu­za en ella —por­que en­tran en con­flic­to su iden­ti­dad de car­ní­vo­ra con ha­ber si­do edu­ca­da co­mo ve­ge­ta­ria­na; la nor­ma aquí se­ría que pro­te­gie­ra y en­se­ña­ra a su her­ma­na, pe­ro su ins­tin­to es ata­car­la — ; y la pro­pia Justine, pro­ta­go­nis­ta de la his­to­ria, se de­fi­ne co­mo ve­ge­ta­ria­na, pe­ro co­me carne.

Aquí nor­mal no sig­ni­fi­ca «en la nor­ma so­cial». Significa «en la nor­ma de su pro­pia ta­xo­no­mía». Adrien no es nor­mal en tér­mi­nos de un hom­bre gay, Alexia no es nor­mal en tér­mi­nos de fi­gu­ra ma­ter­nal her­bí­vo­ra y Justine no es nor­mal co­mo ve­ge­ta­ria­na. Ninguno de ellos es nor­mal, de ba­se, so­cial­men­te ha­blan­do. Pero la pe­lí­cu­la nos da la cla­ve de to­do en for­ma de la mé­di­co que tra­ta a Justine por su alergia.

«Encuentra tu pe­que­ño rin­cón don­de ser tú misma».

Ser nor­mal pue­de sig­ni­fi­car tam­bién ser nor­mal den­tro de un ni­cho. En un rin­cón. Pero el con­cep­to de nor­ma­li­dad es tan es­tre­cho, y to­da iden­ti­dad tan com­ple­ja, que to­dos ne­ce­si­tan ir más allá de ese rin­cón. Y al ha­cer­lo, se des­ata la tra­ge­dia. Porque no só­lo no son nor­ma­les pa­ra lo que la so­cie­dad con­si­de­ra nor­mal, es que tam­po­co son nor­ma­les pa­ra lo que la so­cie­dad con­si­de­ra anormales.

Son anor­ma­les in­clu­so pa­ra los ano­mar­les. Son los mons­truos in­clu­so de los monstruos.

Eso es Raw. El te­rror de­trás de la nor­ma­li­dad, de la opre­sión, de có­mo las ca­te­go­rías só­lo sir­ven pa­ra re­du­cir com­ple­jos sis­te­mas de iden­ti­dad en pa­la­bras sim­ples que ape­nas sí son dos tra­zos de al­go más com­ple­jo. Gay. Madre. Vegetariana. O an­tro­pó­fa­ga. Como si la iden­ti­dad pu­die­ra re­du­cir­se, en­cap­su­lar­se y de­fi­nir­se en un úni­co ras­go que pue­de cam­biar, trans­for­mar­se o te­ner un ori­gen di­fe­ren­te al he­cho de ser un con­ve­nien­te ata­jo men­tal pa­ra quie­nes no quie­ren mo­les­tar­se en co­no­cer a las personas.

Raw es cruel. Es cruel por­que es nor­mal. Porque se de­pi­la, fo­lla y co­me car­ne hu­ma­na del mis­mo mo­do que me­te el bra­zo has­ta el co­do en el cu­lo de una va­ca o ha­ce una prue­ba de re­sis­ten­cia a un ca­ba­llo. Con asep­sia. Con na­tu­ra­li­dad. Con nor­ma­li­dad. Y por eso es im­por­tan­te su fi­nal. Porque en ese pe­cho des­cu­bier­to lleno de he­ri­das, no se re­ve­la­da na­da que no se­pa­mos ya: só­lo se re­cal­ca lo que ya sa­be­mos: que no hay na­da de anor­mal en Alexia y Justine. Que son, na­da más y na­da me­nos, que al­go que se es­ca­pa de la ta­xo­no­mía hu­ma­na clásica.

Algo tan te­rro­rí­fi­co, que de­be­ría ha­cer­nos tem­blar la pró­xi­ma vez que al­guien use la pa­la­bra nor­mal.

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