No existe ningún límite objetivo sobre aquello que puede ser dicho. Pueden defenderse las atrocidades más insultantes o hacer recuento de las barbaridades más salvajes sin por ello caer en la blasfemia, el horror o el rechazo de la sociedad; en términos discursivos, la diferencia entre lo que se puede decir y lo que se debe callar no es su cualidad ética, sino su cualidad estética. Incluso el comentario más brutal puede ser tolerable si se le engalana de las mejores ropas. Tal vez nos llevaría tiempo aceptarlo, puede que no comulgáramos ideológicamente con él, pero acabaríamos llamándolo poesía. Porque la cualidad de las palabras no radica sólo en su verdad o en lo bien que encajan con nuestras normas sociales, sino también, y principalmente, en su capacidad para evocar algo más allá de la mera transmisión de información. Porque en ese «más allá» se encuentra la propia efectividad de esa transmisión.
Eso no significa que, al estilo de la Alemania nacionalsocialista —el caso más ampuloso de espectacularización de la política en la contemporaneidad — , toda forma estética sirva para banalizar el mal. Todo lo contrario. Las cualidades éticas de una herramienta no dependen de lo que puede hacer, sino del uso que se le den. Del mismo modo que podemos utilizar un arma para cometer un crimen, también podemos usarla para defendernos o cazar. Y para entender mejor lo que queremos decir, hemos traído al maestro de la ambigüedad estética: David Bowie.
Con su cuidado pop estilo 60’s, Valentine’s Day podría pasar por la clásica balada no-del-todo empalagosa que debe tener cualquier gran disco que aspire al mainstream. El problema llega cuando nos fijamos en la letra. Con un estilo en apariencia fragmentado e inconexo, más el balbucir de un loco que cualquier forma de narración coherente, algo resulta disonante ya desde el primer verso, que reza «Valentín me dijo quién tenía que irse». Si bien en principio eso puede tener infinidad de lecturas, la cosa se hace evidente cuando, hacia mitad de canción, se encadenan versos como «Teddy y Judy abatidos» o «Valentín me dijo como se sentiría si todo el mundo estuviera bajo su talón o tropezando por el centro comercial». Está hablando de un tiroteo: Valentín es San Valentín, santo del amor romántico, la causa principal que alegan los asesinos de instituto para haber iniciado un tiroteo —la felicidad de los demás, que nadie les quiera como si lo hacen con los otros — ; todos conocemos la clásica escena de tiroteo, con las personas tropezándose mientras intentan huir, arroyándose unos a otros; y, como canta otro de sus versos, es lógico que entre sus principales objetivos estén «los profesores y las estrellas de fútbol».
¿Estamos hablando entonces de una canción de amor? Por supuesto que no. Es la canción de un sociópata en mitad de un tiroteo.
El videoclip de la canción no hace sino confirmar todo lo anterior. Aquí vemos un Bowie desquiciado, en constante tensión, cargando la guitarra como si fuera un arma. Tampoco es casual que después de nombrar el centro comercial haya un largo silencio que incluya un primer plano de él mirando a cámara, con ademán psicótico, mientras la canción continúa sin él. Todo suma: enseñar los dientes, centrar la mirada en ojos y manos, rápidos cortes alternados con primeros planos, planos generales y planos ya no de la persona, sino de su sombra. Todo vale para transmitir no sólo desconcierto, sino también agresividad. No hace falta que aparezca ni una sola arma durante todo el metraje, aunque de hecho si salga disparada una bala, en tanto el mensaje está perfectamente claro sin necesidad de enseñar nada explícito, nada que pudiera considerarse «de mal gusto»: Bowie no sólo canta una masacre desde el punto de vista del que la perpetúa, sino que cede su imagen para representarlo en el mundo simbólico. No hace sólo de músico, sino también de actor, de su propia narración. Y de ese modo, poniéndonos de cara con el terror sin hacerlo, sin representarlo gráficamente, nos permite asimilar el horror asociado al hecho de un tiroteo.
Aunque no falla ni en lo musical ni en lo narrativo, ¿qué hay de su posible interpretación? Habla de una masacre, pero no hemos dicho hasta el momento si habla de forma positiva o negativa de la misma. Porque eso queda en el aire. Pensemos en el nombre de Valentín. Aunque es lógico dar por hecho que habla de San Valentín, eso no hace de la presunción algo verdadero. Bien podría estar hablando de Valentín como una persona física, alguien que le incita al asesinato; también de Valentín como figura del amor, representación de su propia frustración o fanatismo al respecto de sus ideas de lo que supone el romance; o, suponiendo como correcta nuestra primera impresión, puede hablar explícitamente de San Valentín, tanto el día como el santo, de forma figurativa o literal, en un caso extremo de nihilismo mal digerido o fuga psicogénica de catastróficas consecuencias.
En otras palabras, la canción es, al mismo tiempo, concreta (trata sobre un tiroteo visto desde la mente del que lo perpetúa) y abstracta (no conocemos la razón, situación o circunstancias exactas del tiroteo) sin que por ello ambos aspectos acaben por anularse mutuamente. Es esa ambigüedad la que permite que cada extraiga su propia conclusión sobre la canción, su visión favorita, si es que no la que más le horrorice: al no dar respuesta, no dejar claras las motivaciones de fondo, materializa la masacre del modo más verosímil posible para la mente de cada oyente. Y de ese modo se retrata el propio oyente, no el autor, al hacer su elección.
Eso es lo que diferencia a Bowie del artista medio. Podría haber escrito la enésima balada sobre el horror de las armas o la clásica reivindicación irónica del asesinato, pero elige tomar la ruta artística, aquella que no tiene la intención de expresar una idea de forma directa, sino crear las condiciones ideales a través de las cuales cada individuo en particular pueda extraer su propia conclusión; hace un alegato contra las armas, condenando enérgicamente los tiroteos, no cayendo en hacer política o trabajo social, sino arte. Permite que la estética domine sobre la ética, haciendo que el mensaje quede más claro no sólo para los convencidos, sino también para los que no lo están. De ahí los gestos agresivos, las balas, que todo esté grabado en lo que parece un sumidero. Allí donde va la mierda, todo aquello que nadie quiere dentro de su propio cuerpo. O siquiera cerca de sus vidas.
Aquí no hay manera de no acabar mirando a los ojos a la muerte. Ni tenemos la excusa de no soportar la visión de la sangre ni de que el problema no son las armas, sino las personas. Si David Bowie puede mirarnos con esos ojos de odio, esa sonrisa sádica como deleitándose de nuestro sufrimiento, cualquiera puede hacerlo. Cualquiera puede convertirse en un asesino. Y eso lo transmite mejor la cuidada narrativa abstracta de «Valentine’s Day» que todos los artículos contra la legalización de las armas que se hayan escrito alguna vez en la historia del ser humano.