Perdidos en un tiempo de otro mundo. Lista (de listas) del 2016

Predecir tie­ne el en­can­to del equí­vo­co. Quien pre­di­ce creer te­ner cier­ta cer­te­za so­bre lo que ocu­rri­rá, ¿pe­ro quién pue­de sa­ber qué nos de­pa­ra­rá el ma­ña­na? Todos nues­tros pla­nes pue­den no ser­vir pa­ra na­da. Todo pue­de sa­lir del peor mo­do ima­gi­na­ble. Pero, con to­do, es im­po­si­ble vi­vir al día. Hay que ha­cer pla­nes. Hay que fa­bu­lar so­bre el fu­tu­ro. Es ne­ce­sa­rio vi­vir co­mo si, de he­cho, el fu­tu­ro fue­ra a alcanzarnos.

Porque aquí es­ta­mos. En el fu­tu­ro. Y si el año pa­sa­do de­cía­mos que fue un año ra­ro, de tran­si­ción, hoy ca­be ha­blar del año que de­ja­mos atrás co­mo uno de te­rror e in­cer­ti­dum­bre. El prin­ci­pio del rag­na­rök. Donald Trump nos sa­lu­da des­de la ata­la­ya alt right, eu­fe­mis­mo pa­ra de­no­mi­nar al reac­cio­na­rio de to­da la vi­da, mien­tras a los hu­mo­ris­tas se les con­ge­la la son­ri­sa iró­ni­ca. Porque tal vez David Foster Wallace te­nía ra­zón. Tal vez el úni­co mo­do de com­ba­tir lo que ya no es­tá por ve­nir, sino que lo te­ne­mos ya en ca­sa, sea la sin­ce­ri­dad. Pero no sin­ce­ri­dad co­mo si­nó­ni­mo de de­cir la ver­dad, sino de mos­trar­se abier­to y em­pa­tí­co. Ser ca­paz de es­cu­char al otro e in­ten­tar en­ten­der por­qué pien­sa co­mo pien­sa. Porqué ha­ce lo que ha­ce. Incluso si sus ac­tos nos re­sul­tan re­pug­nan­tes. Incluso si, co­mo en el ca­so de Donald Trump, más que un ser hu­mano lo que pa­re­ce es una ma­la pa­ro­dia de to­do lo que es­tá mal en es­te mundo.

Se nos mue­ren los hé­roes. Nos go­bier­nan mons­truos. Pero el ar­te in­sis­te en vi­vir en al­gún pun­to en­tre el op­ti­mis­mo com­ba­ti­vo y la ne­ce­si­dad de ar­ti­cu­lar len­gua­jes que nos ha­gan com­pren­der la reali­dad de otro mo­do di­fe­ren­te. Y no ha­bla­mos só­lo de Pokémon Go!. Pero to­do eso es lo que nos cuen­tan los co­la­bo­ra­do­res y ami­gos de es­te blog. Cada uno con tres ar­te­fac­tos, ca­da uno tram­pean­do más o me­nos las re­glas es­ta­ble­ci­das —¡y ben­di­tos sean por ha­cer­lo! — , han des­gra­na­do to­do lo que ha si­do el pa­sa­do que una vez fue fu­tu­ro en es­te pre­sen­te per­pe­tuo que son nues­tras vi­das. Porque al fi­nal lo úni­co que cuen­ta es la gen­te de la que nos ro­dea­mos. De si po­de­mos con­tar con los de­más cuan­do el fu­tu­ro no lle­gue del mo­do que es­pe­rá­ba­mos. Y, si esa es la cla­ve pa­ra la vi­da, en­ton­ces tal vez es­ta lis­ta du­ra­rá al me­nos otros sie­te años más.

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Andrés Abel

Turbo Killer, de Carpenter Brut y Seth Ickerman

El tre­men­do vi­deo­clip que los fran­ce­ses Seth Ickerman le en­tre­ga­ron a su com­pa­trio­ta Carpenter Brut a prin­ci­pios de año (aun­que la can­ción per­te­ne­ce a su EP III de 2015) es co­mo uno de esos trái­le­res alu­ci­nan­tes que te en­se­ñan lo me­jor de una pe­lí­cu­la, pe­ro sin la pe­lí­cu­la: por la acu­mu­la­ción de imá­ge­nes GIFeables —bá­si­ca­men­te, el uni­ver­so te­má­ti­co de Brut he­cho ví­deo, en­tre de­por­ti­vos su­per­só­ni­cos, na­ves es­pa­cia­les en for­ma de cruz y go­gós po­seí­das — , y por­que el te­ma­zo que sue­na mien­tras se su­ce­den en pan­ta­lla pa­re­ce ha­ber na­ci­do pa­ra acom­pa­ñar­las (aun­que en es­te ca­so se­pa­mos que ha si­do jus­to al re­vés). El gi­ro fi­nal es que esa pe­lí­cu­la po­dría lle­gar a ser una reali­dad: aho­ra mis­mo hay una cam­pa­ña de fi­nan­cia­ción abier­ta pa­ra lo que, de mo­men­to, es una se­cue­la de 30 mi­nu­tos ti­tu­la­da Blood Machines, can­di­da­ta des­de ya a mi lis­ta de lo me­jor de 2017.

La «gira retrospectiva» de John Carpenter

Ese era el nom­bre del tour, Live Retrospective, y por su­pues­to que so­na­ron mu­chos de los te­mas de sus clá­si­cos mien­tras a su es­pal­da se pro­yec­ta­ban es­ce­nas de ellos, pe­ro los con­cier­tos del Master of Horror en 2016 ofre­cían mu­cho más que un sim­ple ejer­ci­cio de nos­tal­gia (que por otro la­do ya ha­bría si­do 100% sa­tis­fac­to­rio), con una ban­da que atro­na­ba co­mo Los Tormentas y un re­per­to­rio de te­mas nue­vos tan fie­les a su es­ti­lo de siem­pre co­mo re­le­van­tes den­tro de la es­ce­na ac­tual (ver el an­te­rior pun­to). Añádele a eso lo que su­po­ne ver a un icono vi­vien­te dis­fru­tan­do co­mo un ni­ño y com­par­tien­do ese go­zo con sus fans, y el por­cen­ta­je de sa­tis­fac­ción se si­túa en torno al 666%.

Margot Robbie como Harley Quinn

Demasiado a me­nu­do esos trái­le­res de los que ha­bla­ba al prin­ci­pio re­sul­tan ser el avan­ce de una bos­ta humean­te, un re­vuel­to con lo úni­co sal­va­ble de una ca­tás­tro­fe de pro­por­cio­nes bí­bli­cas, pe­ro la cues­tión es: si La Gioconda hu­bie­se si­do el car­tel pro­mo­cio­nal de una de esas mier­das (y ni si­quie­ra soy de la opi­nión de que el Escuadrón Suicida lo sea), ¿ha­bría de­ja­do por ello de me­re­cer su pro­pio lu­gar de ho­nor en la Historia? Pues eso.

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Pablo Algaba

The Neon Demon, de Nicolas Widing Refn

Salí del ci­ne con la sen­sa­ción de que NWR ha­ce sus pe­lí­cu­las pen­san­do en mí, que co­no­ce me­jor que na­die to­do lo que me es­tre­me­ce y que es ca­paz de plas­mar en pan­ta­lla an­sie­da­des que ni yo mis­mo sa­bía ni que te­nía; co­mo si ca­da nue­va pe­lí­cu­la que rue­da se tra­ta­se de un re­ga­lo per­so­nal. «Toma, Pablo, pa­ra ti». Comento es­to pa­ra que os ha­gáis una idea de has­ta qué pun­to me han aca­ba­do chi­flan­do el co­co Only God Forgives y The Neon Demon, de la in­ten­si­dad de mi co­ne­xión con el uni­ver­so del di­rec­tor da­nés y por qué, lle­ga­dos a es­te pun­to, con­si­de­ro que sus pe­lí­cu­las es­tán más cer­ca de la ma­gia que del ci­ne. Hay aquí una fá­bu­la os­cu­ra y vis­co­sa so­bre la ti­ra­nía de la be­lle­za apo­lí­nea y cuen­ta con una de las es­ce­nas más des­lum­bran­tes de to­do el año: la del en­cuen­tro de Jesse (Elle Fanning) con el de­mo­nio de neón en una pa­sa­re­la de mo­da ubi­ca­da en la Dimensión‑X, flo­tan­do so­bre ma­res de plas­ma de co­lo­res ti­ti­lan­tes. No pue­do, sin em­bar­go, pre­su­mir de ha­ber en­ten­di­do bien The Neon Demon; de la mis­ma ma­ne­ra que, a pe­sar de los múl­ti­ples re­vi­sio­na­dos, nun­ca he lle­ga­do a asir bien Only God Forgives. Tampoco me im­por­ta. Mis pe­lí­cu­las fa­vo­ri­tas son las que no aca­bo de en­ten­der. O me­jor di­cho, las que nun­ca aca­bo de en­ten­der del to­do, aque­llas cu­yo sig­ni­fi­ca­do úl­ti­mo só­lo pue­do em­pe­zar a vis­lum­brar a tra­vés de un res­qui­cio muy pe­que­ñi­to, las que fun­cio­nan en rin­co­nes de mi ca­be­za don­de a la ra­zón no se le per­mi­te la entrada.

The Witness, de Jonathan Blow y No Man’s Sky, de Hello Games

Hay dos jue­gos que he dis­fru­ta­do más que el res­to du­ran­te es­te año. Ambos, ca­da uno a su ma­ne­ra, ha­blan de lo mis­mo: de nues­tra re­la­ción con el cos­mos. El cos­mos en­ten­di­do en su sen­ti­do más am­plio, co­mo «to­do lo que ha si­do, to­do lo que es y to­do lo que se­rá». El rui­do y la fu­ria des­ata­do en torno a No Man’s Sky con­si­guió que mu­chos ana­lis­tas pa­sa­ran de lar­go por mu­chas de sus vir­tu­des, no vien­do más que te­dio y va­cío en un tí­tu­lo que, no obs­tan­te, su­po­nía una ex­pe­rien­cia con­tem­pla­ti­va de pri­mer or­den y re­ga­la­ba, a quien es­tu­vie­ra dis­pues­to a es­cu­char­le, to­do un dis­cur­so —her­mo­so, op­ti­mis­ta— so­bre nues­tra re­la­ción con la na­tu­ra­le­za y la in­sig­ni­fi­can­cia de nues­tro pa­pel en el gran es­que­ma de las co­sas. The Witness, por su la­do, no ne­ce­si­tó de to­do un uni­ver­so de­sa­rro­lla­do de ma­ne­ra pro­ce­du­ral, sino una úni­ca is­la aban­do­na­da lle­na de puzz­les. Blow pa­só sie­te años pen­san­do en cien­tos de pa­ne­les la­be­rín­ti­cos so­bre los que tra­zar lí­neas y los con­ci­bió co­mo un len­gua­je, uno nue­vo, uno que se po­día apren­der. Este pro­ce­so de apren­di­za­je va cam­bian­do po­co a po­co el ca­blea­do de nues­tra men­te has­ta que, acu­mu­la­dos los su­fi­cien­tes co­no­ci­mien­tos, nues­tra per­cep­ción de la reali­dad, de la na­tu­ra­le­za que nos ro­dea, cam­bia por com­ple­to. Ese mo­men­to de re­ve­la­ción es, tal vez, uno de los ins­tan­tes de asom­bro y ma­ra­vi­lla más po­de­ro­sos del 2016. Para mí lo fue. En el pe­que­ño ac­to de com­pren­der, de gol­pe, lo que an­tes era os­cu­ro, na­ce una chis­pi­ta que, por unos ins­tan­tes, nos ha­ce sen­tir (¡glups!) la re­la­ción en­tre Todas-las-Cosas y nues­tro mo­des­to víncu­lo con el cos­mos. Encuentro que lo con­se­gui­do por am­bos jue­gos son lo­gros ma­yúscu­los, dig­nos que le can­te­mos ala­ban­zas en to­das las lis­tas de fi­nal de año que ha­gan faltan.

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Álvaro Arbonés

Adiós a la masculinidad normativa

Es di­fí­cil no ver el año que de­ja­mos atrás co­mo aquel en que des­per­ta­mos de la pe­sa­di­lla de la mas­cu­li­ni­dad. En el que he­mos vis­to de for­ma más cla­ra las con­se­cuen­cias de la idea clá­si­ca de que sig­ni­fi­ca ser un hom­bre. Donald Trump. Posverdad. Eufemismos, si­len­cio, ha­cer­lo to­do «por mis co­jo­nes». Incluida la geo­po­lí­ti­ca in­ter­na­cio­nal. Pero en cier­to mo­do, la cul­tu­ra, y Japón en es­pe­cí­fi­co, han to­ma­do no­ta pa­ra ju­gar a la con­tra de esa ten­den­cia. Shōwa Genroku Rakugo Shinjū es un pro­di­gio na­rra­ti­vo so­bre dos hom­bres de­ma­sia­do en­ve­ne­na­dos de mas­cu­li­ni­dad co­mo pa­ra ad­mi­tir que no pue­den vi­vir el uno sin el otro. Final Fantasy XV es la his­to­ria de có­mo un prín­ci­pe mi­ma­do y con­sen­ti­do des­cu­bre que ser rey, con­ver­tir­se en hom­bre, pa­sa por sa­cri­fi­car to­do aque­llo que ama en fa­vor de un ideal abs­trac­to, su rei­no, su po­der, que nun­ca ha pe­di­do ni de­sea­do. Yuri!!! On Ice es una gran his­to­ria so­bre el amor y la em­pa­tía, so­bre có­mo el es­pí­ri­tu com­pe­ti­ti­vo pue­de ir acom­pa­ña­do del de­seo ge­nuino de que nues­tros ri­va­les tam­bién triun­fen, in­clu­so si no por ello les va­mos a de­jar ga­nar. Mobile Suit Gundam: Iron-Blooded Orphans nos mues­tra qué ocu­rre cuan­do se cría a un gru­po de ni­ños en la idea del tra­ba­jo du­ro, ne­gán­do­les to­do co­no­ci­mien­to del amor o la em­pa­tía, has­ta con­ver­tir­los en en­tes va­cíos in­ca­pa­ces de vi­vir de otro mo­do que no sea ma­tan­do. Mob Psycho 100 se re­su­me en un pro­ta­go­nis­ta de po­der ili­mi­ta­do que no quie­re ha­cer uso de lo que tie­ne, por­que lo úni­co que de­sea es po­der lle­var una vi­da pa­cí­fi­ca jun­to a las per­so­nas que quie­re. Todas es­tas pro­duc­cio­nes tie­nen al­go en co­mún. La de­pre­sión, la psi­co­pa­tía, el sin sen­ti­do. El ca­mino al que nos lle­va «ser un hom­bre» se­gún los cá­no­nes clá­si­cos. Porque la vic­to­ria de Trump no es una de­rro­ta de la mas­cu­li­ni­dad no-tóxica, sino la de­mos­tra­ción de que due­le ver­se re­pre­sen­ta­do de ese mo­do: el au­to­de­no­mi­na­do hombre-hombre se sien­te tan ame­na­za­do que tie­ne que po­ner al man­do a una ver­sión hi­per­tro­fia­da de sí mis­mo. Incluso si eso im­pli­ca se­guir de­mos­tran­do has­ta que pun­to te­ne­mos un pro­ble­ma con la idea clá­si­ca de masculinidad.

The Handmaiden, de Park Chan-wook

A ve­ces to­do es cues­tión de rit­mo. De sa­ber ar­ti­cu­lar el pa­so del tiem­po. Porque si el ci­ne es el ac­to de es­cul­pir el tiem­po, en­ton­ces Park Chan-wook ha en­ten­di­do que la so­lu­ción pa­ra es­cul­pir me­jor pa­sa por ig­no­rar las con­ven­cio­nes que aten­ten con­tra el rit­mo. Contra la po­si­bi­li­dad de lle­gar en el mo­men­to exac­to. Es de ese mo­do co­mo The Handmaiden ha­ce al­go muy di­fí­cil de ver en el ci­ne con­tem­po­rá­neo: sa­cri­fi­car las ex­pec­ta­ti­vas en fa­vor de la his­to­ria que es­tá con­tan­do. En to­dos los sen­ti­dos po­si­bles. No le im­por­ta que el es­pec­ta­dor vea ve­nir al­guno de sus gi­ros. Tampoco que se sien­ta des­con­cer­ta­do por su cru­ce en­tre mo­men­tos ca­tár­ti­cos y hu­mor de bro­cha gor­da. Ni mu­cho me­nos que el ero­tis­mo, tan apa­ren­te­men­te en­fo­ca­do al gus­to mas­cu­lino, sea in­có­mo­do y ex­tra­ño. O que, co­mo en Shōwa Genroku Rakugo Shinjū, en oca­sio­nes sea más im­pac­tan­te un in­di­vi­duo in­ter­pre­tan­do un pa­pel sin mo­ver­se del si­tio que to­da una exhi­bi­ción de po­de­río ac­to­ral. Porque en su­ma, ahí ra­di­ca el ci­ne. En es­cul­pir el tiem­po. Y si la cues­tión es el tiem­po, no las imá­ge­nes ni las pa­la­bras ni los sen­ti­mien­tos, to­do lo que ne­ce­si­ta­mos es sa­ber lle­gar en el mo­men­to exac­to. Algo que el di­rec­tor co­reano con­si­gue por la pu­ra fuer­za de su narrativa.

Tokyo Ghoul, de Sui Ishida

En tér­mi­nos na­rra­ti­vos lo más in­tere­san­te es siem­pre lo que no se cuen­ta. El hue­co de­ja­do por la omi­sión. Es ahí, en ese es­pa­cio en blan­co, don­de el lec­tor pue­de pro­yec­tar­se den­tro de la his­to­ria. Sentir que hay en ella al­go que le in­ter­pe­la. Sólo en ese sen­ti­do es po­si­ble en­ten­der el éxi­to de Tokyo Ghoul. Siendo que ocu­rre to­do en­tre bam­ba­li­nas, que los acon­te­ci­mien­tos ge­ne­ra­les que­dan siem­pre des­di­bu­ja­dos, su tra­ma avan­za en­tre su­po­si­cio­nes de per­so­na­jes que se mien­ten en­tre sí ni si­quie­ra la mi­tad de lo que se mien­ten a sí mis­mos. Y así es­tá bien. Porque ha­ce que se sien­tan hu­ma­nos. Reales. Y si bien es po­si­ble que no se­pa­mos el pro­pó­si­to de la ma­yo­ría de or­ga­ni­za­cio­nes co­mo no sa­be­mos la fi­lia­ción de la ma­yo­ría de sus per­so­na­jes, ¿pa­ra qué ne­ce­si­ta­ría­mos sa­ber­lo? Nuestras vi­das se con­fi­gu­ran a tra­vés de ac­tos de fe. De dar por he­cho las (bue­nas) in­ten­cio­nes de los otros. A fin de cuen­tas, nun­ca sa­be­mos na­da con se­gu­ri­dad. Ni si­quie­ra as­pec­tos con­cre­tos de nues­tras pro­pias vi­das. Por eso, en la fic­ción, cuan­to más hue­co se de­ja, cuan­ta más in­cer­ti­dum­bre exis­te en los he­chos no con­cre­tos, más in­tere­san­tes son sus acon­te­ci­mien­tos. Y en ese sen­ti­do, la la­bor de Sui Ishida es la de un maes­tro indiscutible.

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Óscar Brox

Horace and Pete (Louis C.K., 2016)

Ahora que en Youtube es po­si­ble ac­ce­der al tea­tro de Romeo Castellucci, que la me­dia­te­ca de TVE nos abas­te­ce con lo me­jor de en­tre los Estudio 1 y que ya no es di­fí­cil ac­ce­der al tex­to es­cri­to de dra­ma­tur­gos co­mo Juan Mayorga o Angélica Liddell (pu­bli­ca­dos am­bos por La uÑa RoTa), Louis C.K. se mar­ca, qui­zá, el me­jor tea­tro nor­te­ame­ri­cano con­tem­po­rá­neo. Teatro en for­ma de se­rie au­to­fi­nan­cia­da y dis­tri­bui­da vía pá­gi­na web, de per­de­do­res y ven­ci­dos, con fan­tas­mas del pa­sa­do, he­ri­das, ci­ca­tri­ces y un elen­co irre­pe­ti­ble de ac­to­res. Pero, so­bre to­do, con una de­li­ca­de­za es­pe­cial a la ho­ra de re­tra­tar la pu­ra cos­tum­bre, las pe­que­ñas vi­das que no dan pa­ra más, el amor más sen­ci­llo, la lo­cu­ra de­ma­sia­do or­di­na­ria y las co­sas que, apa­ren­te­men­te, no de­jan huella.

Steve Erickson

O que vi­va el avant­pop y las no­ve­las co­mo Días en­tre es­ta­cio­nes. Y, ya pues­tos, brin­de­mos por un 2016 en el que es po­si­ble en­con­trar en la es­tan­te­ría a Robert Coover, William Gaddis o Ishmael Reed.

Explosions in the Sky

Tal vez Sloboda Narodu, de The Radio Dept., sea uno de los te­mas más bo­ni­tos de 2016. O que el me­lo­so úl­ti­mo dis­co de M83 con­ten­ga las me­jo­res vo­ces fe­me­ni­nas del pop. O que, ya que ha­bla­mos de pop, Tegan and Sara ha­yan fac­tu­ra­do el dis­co más ma­du­ro de su ca­rre­ra. Pero, en fin, con el so­ni­do de Explosions in the Sky nun­ca de­jas de evo­car un pai­sa­je, unas pa­la­bras, un mo­men­to, un re­cuer­do, una emo­ción. En de­fi­ni­ti­va, una vi­da. Y ahí es don­de em­pie­za todo.

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Xabier Cortés

Marked By Death, de Emma Ruth Rundle

En un año com­pli­ca­do y con­vul­so co­mo es­te 2016 que ya­ce mo­ri­bun­do en la ori­lla —y me­nos mal — , el úl­ti­mo ál­bum de Emma Ruth Rundle pa­re­ce ha­ber en­con­tra­do el so­ni­do per­fec­to con el que ru­bri­car es­tos 365 días. Devastador y so­lem­ne. Oscuro y per­tur­ba­dor. Emma Ruth Rundle es ca­paz de ro­dear­se de la más sór­di­da y os­cu­ra at­mós­fe­ra ima­gi­na­ble pa­ra con­ver­tir­la en un pro­yec­til lan­za­do a la ve­lo­ci­dad de la luz con­tra nues­tra in­de­fen­sa ca­be­ci­ta. Su folk áci­do, psi­co­dé­li­co, con vo­ca­ción rui­dis­ta y con pro­fun­da rai­gam­bre doom nos in­vi­ta a abra­zar la de­ca­den­cia y la de­ses­pe­ra­ción; nos ins­ta a ser uno con la de­vas­ta­ción. Composiciones que se mue­ven, ági­les, so­bre una ma­ra­vi­llo­sa co­lec­ción de dis­tor­sio­nes bru­mo­sas y su im­pre­sio­nan­te ca­tá­lo­go de dro­nes den­sos e in­ter­mi­na­bles des­can­sa una voz —la de Emma— a la que ha­ría­mos bien en em­pe­zar a de­di­car mo­nu­men­tos y sa­cri­fi­cios hu­ma­nos en las pla­zas de pue­blos y ciu­da­des. Una voz hip­nó­ti­ca que lo mis­mo nos su­su­rra que nos re­pro­cha; nos en­vuel­ve o nos apu­ña­la; nos abra­za o nos aban­do­na en el frío. Adictivo. Se atre­ve a ju­gar con pe­que­ños ra­yos de es­pe­ran­za aquí y allá —en Medusa, por ejem­plo— pa­ra zam­bu­llir­nos rá­pi­da­men­te, y sin que ten­ga­mos tiem­po a reac­cio­nar, en esa cá­li­da os­cu­ri­dad en la que Marked By Death se des­ta­ca co­mo uno de los ar­te­fac­tos mu­si­ca­les más bri­llan­tes de es­te año.

False Highs, True Lows, de Plebeian Grandstand

De en­tre to­da la ma­ra­vi­llo­sa vo­rá­gi­ne me­tá­li­ca que ha in­fec­ta­do es­te 2016 me atre­vo a afir­mar que es­te ter­cer ál­bum de los fran­ce­ses Plebeian Grandstand reúne to­do aque­llo por lo que me­re­ce la pe­na vi­vir. Plebeian Grandstand se mue­ve en la di­so­nan­cia y en la vio­len­cia; en el te­rror só­ni­co y en ab­so­lu­to des­ape­go por cual­quier for­ma de vi­da. En un año en el que Ulcerate nos hi­zo vo­lar­nos la ta­pa de los se­sos con su Shrines Of Paralysis, en un año en el que Deathspell Omega vol­vió a des­ce­rra­jar­nos un ti­ro en mi­tad del pe­cho, en el mis­mo año en el que Cult Of Fire nos ha des­cu­bier­to que pa­ra que un via­je a la India te cam­bie la vi­da —de ver­dad— te tie­ne que arran­car el co­ra­zón del pe­cho y ha­cér­te­lo co­mer mien­tras te obli­ga a mi­rar­le a los ojos; un año en el que Altarage y Wormed han he­cho ex­plo­tar al­gu­na que otra ga­la­xia y gen­te co­mo Zhrine, Mizmor, Urfaust y Gevurah nos han de­mos­tra­do que la co­sa ex­tre­ma si­gue en su ex­cel­sa la­bor de con­quis­tar nues­tros co­ra­zo­nes con ale­gres to­na­das y gol­pes se­cos en la ce­pa de la nu­ca con una ba­rra de hie­rro, es False Highs, True Lows el que con­den­sa los ele­men­tos por los que con­si­de­ra­mos al black me­tal co­mo una van­guar­dia ar­tís­ti­ca de pleno de­re­cho. No es la di­so­nan­cia, no es la bru­ta­li­dad, no es la vio­len­cia des­ata­da, no es la in­ter­sec­ción en­tre el black me­tal, el crust y el grind, tam­po­co es la at­mós­fe­ra pon­zo­ño­sa y sór­di­da, no es Lo Maligno® —que cam­pa a sus an­chas en el ál­bum — , tam­po­co es Lo Occvult®; es to­do eso y mu­cho más.

Guidance, de Russian Circles

Afirmar que el post-metal lle­va años re­ga­lán­do­nos ma­ra­vi­llo­sas ale­grías no de­be­ría sor­pren­der a na­die co­mo tam­po­co de­be­ría sor­pren­der­nos afir­mar que Russian Circles es un de esos pro­yec­to mu­si­ca­les que me­jor sa­be mo­ver­se en esa lí­nea di­fu­sa que se­pa­ra el post-rock del post-metal. Maestros de los cres­cen­dos, due­ños de las ca­pas so­no­ras y ar­te­sa­nos de los es­ta­lli­dos gui­ta­rre­ros más bo­ni­tos que ver mo­rir al Sol, es­te trío chica­gota­rra ha con­se­gui­do con es­te Guidance no so­la­men­te man­te­ner el lis­tón allá don­de lo de­ja­ran en su an­te­rior tra­ba­jo —el im­pres­cin­di­ble Memorial, de 2013 — ; le han da­do una pa­ta­da y ha ate­rri­za­do allí don­de so­la­men­te ellos pue­den ver­lo. Guidance es agre­si­vo, ás­pe­ro, abra­si­vo y con­tun­den­te, pe­ro tam­bién es trans­pa­ren­te, cris­ta­lino. No es­con­de fue­gos ar­ti­fi­cia­les, no se guar­da un as en la man­ga ni nos se­du­ce con sub­ter­fu­gios. Los ci­mien­tos de es­te ál­bum —y de Russian Circles, por su­pues­to— son fir­mes y no acer­ta­mos a ver fi­su­ras: Dave Turncratz y Brian Cook te­jen y cons­tru­yen la con­tun­den­te ba­se rít­mi­ca so­bre la que se apo­yan las gui­ta­rras de Mike Sullivan. Punto. Frenético por mo­men­tos, den­so la ma­yor par­te del tiem­po, lu­mi­no­so cuan­do lo ne­ce­si­ta y ab­so­lu­ta­men­te abru­ma­dor y opre­si­vo cuan­do lo re­quie­re, Guidance mu­ta a lo lar­go de las can­cio­nes que lo com­po­nen: se ele­va y des­cien­de con la mis­ma fa­ci­li­dad con la que se re­tuer­ce o en­mu­de­ce. Nos gol­pea y nos ago­ta, nos ha­ce su­dar y nos pre­sio­na. Nos exi­ge es­tar aten­tos, no da pis­tas, pe­ro sa­be­mos que la re­com­pen­sa me­re­ce­rá la pe­na. Es, en de­fi­ni­ti­va, uno de los ar­te­fac­tos so­no­ros más bri­llan­tes de es­te 2016.

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Jaime Delgado

Shōwa Genroku Rakugo Shinjū, de Studio Deen

Hay va­rias for­mas de en­ten­der el for­ma­to epi­só­di­co de una se­rie y no se­ré yo el que di­ga que so­lo una de ellas es la co­rrec­ta (aun­que sí hay for­mas más y me­nos co­rrec­tas de afron­tar ca­da uno de sus en­fo­ques). Puede apro­ve­char­se pa­ra re­la­tar una his­to­ria lar­ga y com­ple­ja que, en una me­nor du­ra­ción com­pri­mi­da, no po­dría de­sa­rro­llar su po­ten­cial del mis­mo mo­do (muy pro­pio de los dra­mas); pue­de abor­dar­se una tra­ma in­de­pen­dien­te en ca­da epi­so­dio, pe­ro man­te­nien­do co­mo ba­se y ele­men­to cohe­sio­na­dor las lo­ca­li­za­cio­nes y per­so­na­jes —que pue­den evo­lu­cio­nar o no pa­ra ma­yor in­te­rés del con­jun­to— (muy pro­pio de las co­me­dias); es­tá el for­ma­to in­glés más cer­cano a la pro­duc­ción de una sa­ga de pe­lí­cu­las y tan­tas otras po­si­bi­li­da­des cru­zan­do y mo­di­fi­can­do va­ria­bles de los an­te­rio­res ca­sos. Una de esas mo­di­fi­ca­cio­nes, que no se ve muy a me­nu­do, es la de la se­rie con epi­so­dios don­de se na­rran his­to­rias in­de­pen­dien­tes con per­so­na­jes di­fe­ren­tes ca­da vez. Como he co­men­ta­do al prin­ci­pio, no hay una for­ma me­jor que otra de en­ca­rar una se­rie, pe­ro sí que es po­si­ble des­ta­car la di­fi­cul­tad que en­vuel­ve es­te úl­ti­mo for­ma­to: mien­tras que en los otros, bien sea por te­ner ya ro­dan­do una tra­ma que nos in­tere­sa o por co­no­cer de va­rios epi­so­dios a los per­so­na­jes, te­ne­mos par­te del tra­ba­jo he­cho y la di­fi­cul­tad se en­cuen­tra en ha­cer que los pla­tos chi­nos si­gan gi­ran­do; an­te nue­vas tra­mas y nue­vos per­so­na­jes so­lo que­da em­pe­zar de ce­ro, y ca­da epi­so­dio se pre­sen­ta co­mo te­rreno des­co­no­ci­do en el que aden­trar­nos con cau­te­la, mi­dién­do­le el pul­so y las res­pi­ra­cio­nes. Ante es­ta di­fi­cul­tad hay un tru­co, cla­ro, uno que co­no­ce per­fec­ta­men­te Jim Jarmusch, por ejem­plo, cuan­do las on­ce con­ver­sa­cio­nes que com­po­nen Coffee & Cigarettes par­ten de los ele­men­tos que dan tí­tu­lo a la pe­lí­cu­la y es­tán ba­ña­das en la mis­ma de­ca­den­cia en blan­co y ne­gro; o cuan­do en Night on Earth, no im­por­ta lo dis­tan­tes en el glo­bo que es­tén sus cin­co his­to­rias, to­das ellas se en­mar­can en el in­te­rior de un ta­xi, uno di­fe­ren­te en ca­da oca­sión pe­ro que ter­mi­na­mos sin­tien­do co­mo pro­pio y el mis­mo. Este es el pá­rra­fo de Shōwa Genroku Rakugo Shinjū, pe­ro de ella es me­jor no de­cir na­da más allá de que es im­pres­cin­di­ble: su for­ma­to es más tra­di­cio­nal, pe­ro su pe­so y pre­ci­sión in­me­jo­ra­ble ya des­de el pri­mer ca­pí­tu­lo. He pre­fe­ri­do en­ton­ces re­fe­rir­me a Midnight Dinner: Tokyo Stories: diez his­to­rias in­de­pen­dien­tes cu­yos pun­tos en co­mún son un pe­que­ño res­tau­ran­te que so­lo abre a me­dia­no­che y el emo­ti­vo aro­ma ta­ci­turno que im­preg­na to­das ellas, ha­cién­do­nos via­jar en ca­da epi­so­dio de lo me­lan­có­li­co a lo vi­vi­fi­can­te de la mano de in­di­vi­duos a cuál más en­tra­ña­ble. A ni­vel per­so­nal des­cu­brí ha­ce un tiem­po lo mu­cho que dis­fru­to con la sen­ci­llez de es­tas pe­que­ñas his­to­rias, con lo hip­nó­ti­co de un buen ora­dor en plano fi­jo o la con­ver­sa­ción or­gá­ni­ca de un par de ellos, pe­ro con­den­sar en vein­te mi­nu­tos dia­tri­bas de to­do ti­po, abor­dan­do pro­ble­má­ti­cas de Japón que, en úl­ti­mo tér­mino, sim­ple­men­te es­tán re­la­cio­na­das con la con­di­ción hu­ma­na, y en­vol­ver­las en ese en­can­to y fa­mi­lia­ri­dad que las con­vier­te en aco­ge­do­ras, en lu­gar pa­ra de­te­ner­se de ca­mino a ca­sa, me pa­re­ce su­fi­cien­te pa­ra re­co­men­dar­la a to­do el mundo.

The Witness, de Jonathan Blow

Siempre he si­do fir­me de­fen­sor de la sim­bio­sis narrativa-mecánica (o al con­tra­rio, por aque­llo de «sim­bio­sis») co­mo par­te im­pres­cin­di­ble pa­ra que un vi­deo­jue­go pue­da ser lla­ma­do tal. Esta re­la­ción pue­de ser más o me­nos con­sis­ten­te, pe­ro si no se em­plea co­mo ba­se o al me­nos co­mo ele­men­to cohe­sio­na­dor, so­lo ten­dre­mos co­mo re­sul­ta­do un ex­pe­ri­men­to me­cá­ni­co o un ex­pe­ri­men­to na­rra­ti­vo (en el me­jor de los ca­sos am­bos co­rrien­do de for­ma pa­ra­le­la). La otra ca­rac­te­rís­ti­ca prin­ci­pal del vi­deo­jue­go es su na­tu­ra­le­za de si­mu­la­cro, crea­do­ra de reali­da­des in­exis­ten­tes en las que po­de­mos se­guir sien­do no­so­tros sien­do otros. Tras The Witness —el jue­go crea­do por Jonathan Blow ocho años des­pués de que mar­ca­ra ca­mino con Braid y pu­sie­ra al­go de or­den en el caos de ex­pe­ri­men­tos in­die que es­ta­ba te­nien­do lu­gar en el se­gun­do lus­tro de los 2000 — , he si­do cons­cien­te de un ma­tiz que de al­gu­na ma­ne­ra ya me afec­ta­ba más o me­nos tras ju­gar a un vi­deo­jue­go, pe­ro que nun­ca ha­bía lle­ga­do a ver­ba­li­zar. Al igual que la aso­cia­ción mecánica-narrativa es bi­di­rec­cio­nal, ali­men­tán­do­se una de otra, tam­bién pue­de y de­be ser­lo la re­la­ción realidad-simulación. Es de­cir, em­bar­car­se en un vi­deo­jue­go no es so­lo la pér­di­da de una pa­ra arro­jar­se en los bra­zos de la otra (co­mo vía de es­ca­pe), sino tam­bién que esa nue­va co­ne­xión ex­ce­da los lí­mi­tes de su mun­do, del con­te­ne­dor vir­tual en el que fue con­ce­bi­da, has­ta con­quis­tar nues­tra reali­dad y des­di­bu­jar las lí­neas de la ver­dad. Suficientes (y ex­ce­si­vas) ho­ras ju­gan­do a Tetris ha­rán que en­ten­da­mos el mun­do tan so­lo en tér­mi­nos geo­mé­tri­cos, de án­gu­los rec­tos, en el que las co­sas de­ben en­ca­jar. Eso es me­cá­ni­ca in­va­dien­do la reali­dad; al me­nos mien­tras du­ren los efec­tos se­cun­da­rios. Una ex­pe­rien­cia lo su­fi­cien­te­men­te in­ten­sa en Specs Ops: The Line y, a no ser que pre­fi­ra­mos ju­gar la más có­mo­da ba­za de des­me­mo­ria­dos, la na­rra­ti­va del jue­go que­da­rá adhe­ri­da pa­ra siem­pre a la for­ma que te­ne­mos de mi­rar lo que si­mu­la. Después de ju­gar a The Witness, si su pro­pues­ta ha lo­gra­do cau­ti­var­nos has­ta con­ver­tir­se en ob­se­si­va, su­fri­re­mos to­dos los sín­to­mas del sín­dro­me de abs­ti­nen­cia, y una me­cá­ni­ca con­cre­ta (que ya sub­vier­te los lí­mi­tes de lo real den­tro de su pro­pio si­mu­la­cro) nos per­se­gui­rá allá don­de va­ya­mos va­rias se­ma­nas des­pués de ha­ber des­co­nec­ta­do del jue­go. Pero de to­do se sa­le. Esta for­ma fí­si­ca de ver el mun­do se irá des­va­ne­cien­do con los días, aun­que no así las cues­tio­nes epis­te­mo­ló­gi­cas que ha arro­ja­do de for­ma na­rra­ti­va mien­tras ju­gá­ba­mos. Y de eso pre­ci­sa­men­te tra­ta The Witness, de có­mo cuan­do ob­te­ne­mos y asi­mi­la­mos una nue­va in­for­ma­ción, cuan­do nos sa­cu­de una epi­fa­nía, ya so­mos y no so­mos los mis­mos, ca­pa­ces de ver con nue­vos ojos so­bre la an­ti­gua ex­pe­rien­cia, un pa­so más cer­ca de una ver­dad in­exis­ten­te. En El sép­ti­mo se­llo, el clá­si­co de Bergman en el que un ca­ba­lle­ro cru­za­do em­pren­de un via­je li­te­ral y me­ta­fó­ri­co por la fe re­li­gio­sa mien­tras jue­ga una par­ti­da de aje­drez li­te­ral y me­ta­fó­ri­ca con la Muerte, se arro­jan pre­gun­tas, cues­tio­na lo an­te­rior y siem­bran du­das a ca­da nue­vo per­so­na­je in­tro­du­ci­do, pe­ro la bús­que­da de res­pues­tas es siem­pre in­cier­ta por no mos­trar­se en nin­gún mo­men­to la fi­gu­ra de Dios, del crea­dor, del de­sa­rro­lla­dor de mun­dos, con­fir­man­do o des­min­tien­do las creen­cias. El úni­co pun­to de apo­yo, la úni­ca cer­te­za a la que pue­den afe­rrar­se los per­so­na­jes mien­tras tra­tan de ex­plo­rar el sen­ti­do de la vi­da, mien­tras cre­cen, se re­la­cio­nan, se ena­mo­ran, se di­vier­ten, se pe­lean, con­tem­plan, su­fren y ríen, es la de que ha­brá un fi­nal. The Witness ni si­quie­ra tie­ne un fi­nal, sino más un des­per­tar en nues­tro mundo.

Blackstar, de David Bowie

Si de nú­me­ro de es­cu­chas se tra­ta­ra, To Pimp A Butterfly de­be­ría ser in­dis­cu­ti­ble­men­te mi hi­to cul­tu­ral del año, pe­ro el ál­bum vio la luz en 2015. Como a cier­tos lan­za­mien­tos es in­evi­ta­ble lle­gar tar­de y so­lo que­da ha­cer­les gui­ño al año pró­xi­mo, na­da me­jor que apro­ve­char las pa­la­bras de Tony Visconti en las que men­cio­na­ba la in­fluen­cia de Kendrick Lamar, su vi­sión sin lí­mi­tes y dis­po­si­ción a arries­gar­lo to­do a tra­vés de la mez­cla de ele­men­tos, pa­ra la con­cep­ción de Blackstar. No es anec­dó­ti­co, no es ca­sual: si al­go ha de­fi­ni­do a Bowie a lo lar­go de sus 25 ál­bu­mes de es­tu­dio es la ca­pa­ci­dad pa­ra me­dir las pul­sio­nes de la épo­ca, fa­go­ci­tar­las has­ta in­cluir­las en su ADN, y trans­for­mar­las en una fle­cha ha­cia el fu­tu­ro. Con su au­sen­cia, aho­ra, la lí­nea tem­po­ral pa­re­ce ha­ber que­da­do huér­fa­na. Pero por anhe­lan­tes que es­te­mos de re­la­cio­nar su úl­ti­mo ál­bum con su úl­ti­mo ál­bum, lo cier­to es que Blackstar, pe­se a su ca­rác­ter os­cu­ro, tie­ne más de ce­le­bra­ción que de ele­gía; tie­ne la ele­gan­cia de un Bowie adul­to con una com­pren­sión di­vi­na del es­pa­cio y del tiem­po, co­no­ce­dor de los mis­te­rios del mun­do, de que pa­ra mo­rir pri­me­ro hay que es­tar vi­vo, y con­ven­ci­do de que tras caer la no­che, cuan­do es­tá por ve­nir el mo­men­to de ma­yor de­so­la­ción, uno siem­pre pue­de re­con­for­tar­se con el ama­ne­cer de un nue­vo día. Blackstar es ese mo­men­to di­so­nan­te, ese ins­tan­te sus­pen­di­do en el ai­re don­de el anun­cio del fin de un pre­sen­te en el que es­ta­mos có­mo­dos con­ver­ge en las po­si­bi­li­da­des del fu­tu­ro. Esa eter­ni­dad en­cap­su­la­da. Pero eso no evi­ta que lle­gar a I Can’t Give Everything Away, y con ello al fi­nal del dis­co, sig­ni­fi­que una des­pe­di­da. Ya sea con un ele­men­to de mis­te­rio que se pier­de gra­dual­men­te en el cie­lo, nues­tro in­vi­ta­do de ho­nor se ha ido. La no­che ter­mi­na. Y la úni­ca for­ma de ha­cer­le vol­ver es co­men­zar de nue­vo el dis­co. Pero an­tes de dar­nos cuen­ta se ha ido de nue­vo. Y lue­go una vez más. Porque los se­res in­mor­ta­les tam­bién tie­nen de­re­cho a asun­tos pro­pios. Solo que­da se­guir ade­lan­te y, cuan­do nos fa­llen las fuer­zas, sa­ber que po­dre­mos en­ce­rrar­nos en ese má­gi­co oa­sis don­de na­da más hay lu­gar pa­ra la vi­go­ri­zan­te ilu­sión por la vi­da, don­de no se arro­jan res­pues­tas por­que, du­ran­te cua­ren­ta mi­nu­tos, no ha­ce fal­ta en­ten­der nada.

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Mariano Hortal

Este año ha si­do ar­duo, di­fi­cul­to­so y re­ta­dor. Al prin­ci­pio del mis­mo, de­ci­dí cam­biar mi for­ma de ele­gir lec­tu­ras adop­tan­do un ses­go con­tra­rio al ha­bi­tual: leer mu­je­res, más que hom­bres, to­das las que pu­die­ra. No pue­do en­ga­ñar a na­die, en cuan­to me des­cui­do, la dic­ta­du­ra de la no­ve­dad y mi tra­di­cio­nal elec­ción por es­cri­to­res me lo po­nía di­fí­cil. Estaba ten­ta­do por es­co­ger tres gran­des au­to­ras que ha­ya des­cu­bier­to es­te año pe­ro, al mis­mo tiem­po, he si­do más cons­cien­te de que, si la vi­si­bi­li­dad es po­ca en el ca­so de los li­bros, en el de los có­mics es ca­si in­exis­ten­te, por lo tan­to, en­tre lo me­jor del año me he de­can­ta­do por có­mics o (li­bros so­bre có­mics) que ten­gan co­mo pro­ta­go­nis­tas a autoras.

CBLDF Presents: She Changed comics

Con es­te con­tex­to mi pri­me­ra elec­ción se pre­sen­ta co­mo im­pres­cin­di­ble por ser la ba­se pa­ra em­pe­zar a vi­si­bi­li­zar su pa­pel; CBLDF Presents: She Changed co­mics es mu­cho más am­bi­cio­sa que es­to ya que no se con­for­ma con pre­sen­tar­nos a aque­llas mu­je­res que, de al­gu­na ma­ne­ra han es­ta­do des­de el prin­ci­pio en el me­dio sino que nos mues­tra, ade­más, có­mo ellas lu­cha­ron por­que se con­si­guie­ra la li­bre ex­pre­sión, al fin y al ca­bo ellas cam­bia­ron los có­mics. Lo que em­pe­zó co­mo un kicks­tar­ter or­ga­ni­za­do por la Comic Book Legal Defense Fund fue fi­nal­men­te pu­bli­ca­do por Image y, a pe­sar de su es­ca­sa ex­ten­sión, con­si­gue cu­brir un pe­río­do que abar­ca des­de prin­ci­pios del si­glo XX has­ta nues­tros días. Más de se­sen­ta mu­je­res que trans­for­ma­ron for­mas an­ti­guas y ex­pan­die­ron sus po­si­bi­li­da­des, fi­chas pe­que­ñas, con­cre­tas, que fun­cio­nan co­mo guía de prin­ci­pian­tes, pa­ra ter­mi­nar in­clu­so con en­tre­vis­tas a al­gu­nas de las más co­no­ci­das (e in­clu­so per­se­gui­das) en la ac­tua­li­dad. Un com­pen­dio tre­men­da­men­te in­tere­san­te ya que in­ci­ta a se­guir in­ves­ti­gan­do su la­bor. Como bien di­jo Betsy Gomez, di­rec­to­ra edi­to­rial de CBLDF, «ca­da vez hay más mu­je­res que leen y ha­cen có­mics, y que­ría­mos ex­plo­rar las mu­je­res que con­si­guie­ron la tran­si­ción ha­cia es­te nue­vo or­den en She Changed Comics».

Ms Marvel de G. Willow Wilson y Adrian Alphona

Naturalmente, mi se­gun­da elec­ción te­nía que ser un có­mic de su­per­hé­roes es­cri­to por una mu­jer y, a es­tas al­tu­ras, no hay me­jor po­si­bi­li­dad que la fan­tás­ti­ca se­rie re­gu­lar crea­da por G. Willow Wilson y por el di­bu­jan­te Adrian Alphona; la es­cri­to­ra mu­sul­ma­na ha rea­li­za­do la más que di­fi­cul­to­sa ta­rea de crear una su­per­he­roi­na mu­sul­ma­na, la en­can­ta­do­ra Kamala Khan, una jo­ven­ci­ta pa­kis­ta­ní afin­ca­da en New Jersey con po­de­res pa­ra cam­biar de for­ma gra­cias a ge­nes in­hu­ma­nos y que co­ge el nom­bre en cla­ve de su ído­lo Carol Danvers. Tener una ca­be­ce­ra de una co­lec­ción re­gu­lar con un per­so­na­je de es­tas ca­rac­te­rís­ti­cas es, co­mo po­co, arries­ga­do, más te­nien­do en cuen­ta el in­du­da­ble am­bien­te an­ta­go­nis­ta por su­ce­sos que to­dos co­no­ce­mos, y lo rea­li­za con mu­cho in­ge­nio ya que apro­ve­cha to­da la di­ver­si­dad del per­so­na­je: tan­to lo re­la­ti­vo a lo mu­sul­mán (su fa­mi­lia lo es) co­mo al pa­pel de la mu­jer ado­les­cen­te en la so­cie­dad, mos­tran­do un co­ming of age su­per­he­roi­co y de cre­ci­mien­to per­so­nal. Todo ello sin per­der de vis­ta que las his­to­rias sean in­tere­san­tes tan­to pa­ra chi­cos co­mo pa­ra chi­cas, Willow Wilson es tan in­te­li­gen­te que to­ca to­dos es­tos te­mas con mu­cha su­ti­le­za y no de­ja de pre­sen­tar his­to­rias tre­men­da­men­te en­tre­te­ni­das don­de no fal­ta el buen hu­mor y que con­si­gue in­te­grar con el uni­ver­so Marvel. Odio uti­li­zar el ad­je­ti­vo «fres­co», pe­ro si se lo tu­vie­ra que po­ner a al­gu­na pu­bli­ca­ción, es­ta po­dría acer­car­se a su sig­ni­fi­ca­do más positivo.

Sarah Andersen

Mi ter­ce­ra elec­ción va por las ti­ras có­mi­cas y tie­ne co­mo pro­ta­go­nis­ta a la au­to­ra Sarah Andersen, au­to­ra del tumblr Sarah’s Scribbles; en es­te mis­mo año he­mos po­di­do ver pu­bli­ca­do Sarah’s Scribbles: Crecer es un mi­to, que no es, ni más ni me­nos que una re­co­pi­la­ción de va­rias de las ti­ras que ha pu­bli­ca­do en su web; la sen­ci­llez de su pro­pues­ta es en­ter­ne­ce­do­ra: uso del blan­co y ne­gro y una pro­ta­go­nis­ta de ojos gi­gan­tes­cos que en cua­tro o cin­co vi­ñe­tas nos mues­tra de ma­ne­ra di­ver­ti­da un as­pec­to de nues­tra vi­da. Indudablemente, la au­to­ra uti­li­za ele­men­tos au­to­bio­grá­fi­cos pa­ra trans­mi­tir­lo pe­ro siem­pre re­sul­tan ade­cua­dos, fun­cio­nan a la per­fec­ción y no re­sul­tan can­si­nos (por no ser re­pe­ti­ti­vos). Porque, al fin y al ca­bo, la ma­gia de es­te per­so­na­je es que, en su apa­ren­te fra­gi­li­dad e in­fan­ti­li­dad, es ca­paz de abs­traer con­cep­tos más o me­nos com­ple­jos y de­mos­trar­nos que la vi­da mo­der­na, esa que nos pa­re­ce tan di­fí­cil de en­ten­der, en los ojos de su pro­ta­go­nis­ta, pue­de re­sul­tar, por lo me­nos, con­mo­ve­do­ra y, ¿por qué no?, un po­co triste.

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Peter Hostile

Rad Grrrrls

Afortunadamente la in­dus­tria del en­tre­te­ni­mien­to, aun­que re­ti­cen­te, em­pie­za a asu­mir que su po­lí­ti­ca de club pri­va­do sólo-para-chicos es un in­sul­to ha­cia la mi­tad de la po­bla­ción y un tram­pan­to­jo pa­ra la otra. Este año han con­se­gui­do pu­bli­ca­ción en España co­sas tan in­tere­san­tes co­mo Paper Girls que, aún con equi­po crea­ti­vo mas­cu­lino, ofre­ce una aventura-todo-chicas que me­re­ce mu­cho más la pe­na leer que la enési­ma ite­ra­ción de ese su­per­hé­roe que tan­to te gus­ta. Leñadoras es otro ejem­plo de lo ma­ra­vi­llo­so que es leer so­bre chi­cas en un me­dio que sis­te­má­ti­ca­men­te re­nie­ga de ellas o las re­le­ga a com­par­sas; un gru­po de ami­gas ex­plo­ra­do­ras des­cu­bren los mis­te­rios que ro­dean los bos­ques al­re­de­dor de su cam­pa­men­to. Con un po­co de suer­te ve­re­mos li­cen­cia­das Nimona o Jonesy, se­ries que ig­no­ran el (fal­so) man­tra de que los có­mics son pa­ra chi­cos. Otra no­ve­dad que me pa­re­ce dig­na de te­ner en el ra­dar es la re­co­pi­la­ción de los web­co­mics de Sarah Andersen, Crecer es un mi­to. Posiblemente en la es­ce­na del yo-me-lo-guiso es don­de más se apre­cie la bre­cha en­tre la can­ti­dad de au­to­ras que exis­ten y las po­cas que con­si­guen pu­bli­ca­ción. Sad Ghost Club, Girl Town, On A Sunbeam, My Pretty Vampire; to­dos to­pan con el te­cho de cris­tal pe­ro Internet pro­vee un DIY del que po­de­mos be­ne­fi­ciar­nos pa­ra cam­biar el abu­rri­do pa­no­ra­ma que se nos im­po­ne des­de las ca­sas edi­to­ras. PD. ¿No ha­ce fal­ta re­cor­dar que la me­jor se­rie de ani­ma­ción del mo­men­to es Steven Universe de Rebecca Sugar, no?

Memecracia

Si USA es el fa­ro de la de­mo­cra­cia ha­ría­mos bien en ti­rar­nos de los pe­los. No ten­go cla­ro si es­tas han si­do las pri­me­ras elec­cio­nes ga­na­das a gol­pe de click­bait pe­ro es­toy se­gu­ro que no se­rán las úl­ti­mas. La nue­va po­lí­ti­ca al fin y al ca­bo só­lo es vie­ja po­lí­ti­ca con un re­no­va­do de­par­ta­men­to de mar­ke­ting. Miles de no­ti­cias fal­sas, pos­ver­da­des, de­ce­nas de cons­pi­ra­cio­nis­tas lo­cos sem­bran­do las re­des so­cia­les de ata­ques (des­de co­ne­xio­nes sa­tá­ni­cas al piz­za­ga­te), Wikileaks co­mo com­bus­ti­ble de to­do es­to y me­mes, me­mes a man­sal­va. Es ló­gi­co que en el año de Nihilist Memes y la glo­ba­li­za­ción del todo-da-igual por los lo­les al fi­nal sí que ha­ya en­tra­do de ca­be­za la so­cie­dad en­te­ra en el equi­va­len­te a la sa­la de es­pe­ra de un hos­pi­tal psi­quiá­tri­co. No ju­guéis con los es­ta­dos de­pre­si­vos, po­drías es­tar en uno y no sa­ber có­mo sa­lir. Después de su pri­mer pre­si­den­te no-caucásico to­do apun­ta­ba a que ten­drían a la pri­me­ra mu­jer en el car­go. Pero no. En vez de eso te­ne­mos al hom­bre más abier­ta­men­te mi­só­gino, ho­mó­fo­bo, ra­cis­ta y li­be­ral que se ha sen­ta­do en el des­pa­cho oval. No con­ta­mos con el pén­du­lo vol­vien­do a des­an­dar bru­tal­men­te to­do el ca­mino co­mo una bo­la de de­mo­li­ción. El, oja­lá, úl­ti­mo llan­to de esa gran mi­no­ría de hom­bres blan­cos llo­ri­cas que ven có­mo se les es­ca­pa el po­der de las ma­nos ha si­do vo­tar por es­te me­me con pa­tas. Este es el mun­do que te­ne­mos por­que les da mie­do cual­quier otra po­si­bi­li­dad. Confiemos en que el círcu­lo de pre­si­den­tes se ha­ya ce­rra­do y fi­jé­mo­nos en un da­to que en­la­za a Washington y a Donald Trump: am­bos eran mag­na­tes an­tes de lle­gar a pre­si­den­tes. El sue­ño ame­ri­cano per­fec­ta­men­te en­car­na­do. Del «Make America» del pri­me­ro só­lo ha­bía un pa­so al «Great Again» del se­gun­do. ¿Verdad o posverdad?

Trve Grrrrls

Oathbreaker han da­do con Rheia un pu­ñe­ta­zo en la me­sa del black­ga­ze y de­ri­va­dos. Un pa­so de gi­gan­te en su dis­co­gra­fía que es­tá pa­san­do des­aper­ci­bi­do por la mis­ma ra­zón de siem­pre: hay una chi­ca al fren­te. Que las chi­cas can­ten de amor, bai­len, sean ico­nos pop o la no­via de al­guien, pe­ro que no se me­tan en te­rre­nos ex­tre­mos, eso es te­rri­to­rio de chi­cos. Pues a ver có­mo con­se­gui­mos me­ter­les en las ca­be­ci­tas a to­dos esos que no só­lo no es así si no que pre­ci­sa­men­te por ha­ber si­do ex­clui­das y nin­gu­nea­das du­ran­te dé­ca­das aho­ra lo más in­tere­san­te que se pue­de en­con­trar par­te de ellas. Todos los años vuel­ve a ha­ber po­lé­mi­ca al res­pec­to des­de cual­quier gé­ne­ro que se te pue­da ocu­rrir, black me­tal, hard rock, noi­se, in­dus­trial, po­wer elec­tro­nics, death, grind. Hombres Ofendidos™ suel­tan bi­lis y lá­gri­mas por Internet de­ján­do­lo to­do per­di­do de mas­cu­li­ni­dad ame­na­za­da. Myrkur, Sortilegia, Pharmakon, Puce Mary, King Woman, SubRosa, son pro­yec­tos que bus­can ofre­cer al­go dis­tin­to y que se to­pan una y otra vez con las mis­mas ton­te­rías. No cai­gáis en ese error nun­ca. El ar­te es ex­pre­sión, la ex­pre­sión par­te de la ex­pe­rien­cia in­di­vi­dual y lo in­di­vi­dual se per­ci­be co­mo la di­fe­ren­cia en­tre lo pro­pio y lo co­mún. En vez de ge­ne­rar re­cha­zo hay que abrir­se to­tal­men­te, su­mer­gir­se en vo­ces dis­tin­tas a la nues­tra. Es eso o ser una ba­su­ra de persona.

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Jesús Játiva

¿Quién es el 11º pasajero?

El año pa­sa­do des­ta­qué que el mer­ca­do del man­ga en España es­ta­ba en un mo­men­to de au­ge ab­so­lu­to. Se ha­bía em­pe­za­do a am­pliar la va­rie­dad de ofer­ta has­ta un ni­vel des­co­mu­nal, de ma­ne­ra que ca­si to­do ti­po de lec­tor po­día en­con­trar una obra o un au­tor acor­de a sus gus­tos. Este año la tó­ni­ca ha si­do si­mi­lar y hay más man­ga, más va­rie­dad y, más im­por­tan­te, más edi­to­ria­les que prue­ban suer­te con el có­mic ja­po­nés. Mi re­co­men­da­ción es­ta vez va a ser muy es­pe­cí­fi­ca ya que va en for­ma de nom­bre pro­pio: Moto Hagio. Autora per­te­ne­cien­te al Grupo del 24 (au­to­ras na­ci­das en año 24 de la era Shôwa) y que re­vo­lu­cio­na­ron el mer­ca­do del man­ga pa­ra chi­cas en los años se­ten­ta. No exa­ge­ro di­cien­do que Hagio es una au­to­ra vi­tal en la his­to­ria del man­ga y una de las au­to­ras más in­flu­yen­tes de su ge­ne­ra­ción, y que Ediciones Tomodomo ha­ya pu­bli­ca­do por pri­me­ra vez a es­ta au­to­ra en es­pa­ñol es sin du­da al­go más que digno de co­lo­car en una lis­ta de lo me­jor del año. ¿La obra en con­cre­to? Probablemente una de sus mu­chas obras maestras.

La familia real

Este sú­per to­cho de más de mil pá­gi­nas me ha cos­ta­do mis do­lo­res de car­te­ra, es­pal­da y ca­be­za, pe­ro el es­fuer­zo ti­tá­ni­co de la edi­to­rial ma­la­gue­ña por pu­bli­car tal li­bra­co en es­pa­ñol tie­ne que en­trar en es­ta mi­ni lis­ta, y es que no se tra­ta so­lo de la im­por­tan­cia edi­to­rial del li­bro, sino del li­bro en sí. Lo cier­to es que an­tes ten­go dos co­sas que ad­mi­tir: ni lo he aca­ba­do ni es mi no­ve­la fa­vo­ri­ta de es­te año, pe­ro es un re­la­to cu­ya con­tun­den­cia ha ge­ne­ra­do un po­so que po­cas, muy po­cas his­to­rias de fic­ción han crea­do en mí. La ma­ne­ra en la que in­tro­du­ce el am­bien­te to­tal­men­te co­rrup­to y deses­pe­ra­do de la es­ce­na de pros­ti­tu­ción de San Francisco y la em­pa­tía que crea ha­cia gen­te muer­ta de ham­bre, aban­do­na­da a su ma­la suer­te y su pro­pia in­com­pe­ten­cia pro­du­ce ecos que no pa­ran de re­ver­be­rar den­tro de mi ca­be­za. Ni me en­tu­sias­ma el es­ti­lo de William Vollmann ni es mi li­bro fa­vo­ri­to, pe­ro el in­te­rés del au­tor en ha­blar so­bre lo más in­có­mo­do me sa­cu­de de una ma­ne­ra que creo que es to­tal­men­te necesaria.

Horace and Pete

Miremos so­lo el re­par­to: Steve Buscemi, Jessica Lange, Edie Falco, Louis C.K., Alan Alda. Si con eso no es su­fi­cien­te co­mo pa­ra que­rer echar­le aun­que sea un vis­ta­zo, y si ya has ig­no­ra­do el he­cho de que es­tá crea­da por Louis C.K., bus­ca la es­ce­na en la que dis­cu­ten so­bre po­lí­ti­ca, en uno de los pri­me­ros epi­so­dios, y si eso tam­po­co te con­ven­ce… No creo que no te con­ven­za. Esta ha si­do sin du­da al­gu­na mi se­rie fa­vo­ri­ta de 2016. Louis C.K. es, en mi opi­nión, un ac­tor ex­cep­cio­nal, un gran hu­mo­ris­ta y un guio­nis­ta de ge­nio ab­so­lu­to. Horace and Pete es una se­rie tris­te y du­ra, y lo cier­to es que no es una tris­te­za que mues­tre un po­qui­to de luz al fi­nal, sino que es una his­to­ria que se im­preg­na de lo más ne­gro de la exis­ten­cia, las con­tra­dic­cio­nes ba­jo las que vi­vi­mos, lo ab­sur­do de nues­tras con­vic­cio­nes y lo di­fí­cil que es, mu­chas ve­ces, se­guir respirando.

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Henrique Lage

Mob Psycho 100

Que ONE era un au­tor es­pe­cial que­dó cla­ro con One Punch Man, una his­to­ria que se si­tua­ba en los már­ge­nes de la pa­ro­dia de los su­per­hé­roes con su par­ti­cu­lar en­nui. Mob Psycho 100 es tam­bién la his­to­ria de un per­so­na­je de po­der ca­si in­fi­ni­to con una sal­ve­dad: la ne­ga­ti­va a usar­lo. Las par­ti­cu­la­ri­da­des psí­qui­cas de Mob no le ha­cen me­jor que los de­más y pa­ra él su­po­ne un ata­jo que no pien­sa co­ger. Si One Punch Man te­nía un pro­ta­go­nis­ta mo­vi­do pri­me­ro por la pa­sión de de­fen­der a los de­más (y pron­to abu­rri­do de su pro­pia su­pe­rio­ri­dad), Mob Psycho 100 ni tan si­quie­ra pre­ten­de ha­cer uso de sus po­de­res o en­tre­nar­los: pre­fie­re unir­se a un gru­po de fi­sio­cul­tu­ris­mo, cen­trar­se en los es­tu­dios y pa­re­cer­se más a su her­mano. Decía Foster Wallace: «Atesoro mi re­gu­la­ri­dad. He em­pe­za­do a pen­sar que es mi ma­yor ac­ti­vo co­mo es­cri­tor. Que soy ca­si co­mo to­dos los de­más». El es­tu­dio Bones no ha te­ni­do aquí la suer­te de par­tir de una obra tan de­fi­ni­da co­mo la de Yusuke Murata sino que ha cu­bier­to la pan­ta­lla de tra­zos irre­gu­la­res, ner­vio­sos y lu­mi­no­sos pa­ra la ac­ción y di­se­ños sen­ci­llos pa­ra los mo­men­tos más co­ti­dia­nos. El re­sul­ta­do es una se­rie con mu­chas ga­nas de gi­rar el dial al 11 pe­ro con un re­no­va­do op­ti­mis­mo y al­gu­nos de los per­so­na­jes más di­ver­ti­dos del año.

Hamilton: the musical

Aunque bien po­dría en­trar co­mo lo me­jor del pa­sa­do año, ha si­do es­te don­de he en­con­tra­do tiem­po pa­ra es­cu­char (¡múl­ti­ples ve­ces!) el ál­bum que ha se ha pro­pa­ga­do a lo lar­go de la cul­tu­ra po­pu­lar tan rá­pi­do que ya bien po­dría ser una ob­vie­dad. Referencias cru­za­das en­tre ra­pe­ros, he­chos his­tó­ri­cos, una plan­ti­lla pa­ra en­ten­der el jue­go po­lí­ti­co (am­bi­cio­nes, te­mo­res, pe­li­gros) y ju­gue­to­nas ideas dra­má­ti­cas se dan ci­ta en un pro­yec­to de pa­sión. Sea es­cu­chan­do la ban­da so­no­ra que na­rra la his­to­ria de prin­ci­pio a fin, sea la nue­va Mixtape, la esen­cia es la mis­ma. Una his­to­ria de in­mi­gran­tes am­bi­cio­sos, so­bre es­tar a la al­tu­ra de las cir­cuns­tan­cias y so­bre qué cla­se de le­ga­do que­re­mos de­jar al mun­do. Un pe­que­ño ra­yo de es­pe­ran­za en tiem­pos aciagos.

Stephen Colbert’s Live Election Night Democracy’s Series Finale: Who’s Going to Clean Up This Sh*t?

Si ha ha­bi­do un mo­men­to es­te año que ha re­pre­sen­ta­do el re­ven­tón de una bur­bu­ja de reali­dad te­nía que ha­ber si­do en di­rec­to y te­nía que in­cluir a Trump. Stephen Colbert anun­ció su pro­gra­ma es­pe­cial pa­ra la no­che de las elec­cio­nes con el nom­bre de Who’s Going To Clean Up This Sh*t?, dan­do por sen­ta­do que, cual fue­ra el re­sul­ta­do, la cam­pa­ña elec­to­ral ha­bía abier­to mu­chos fren­tes so­cia­les y da­ña­do al­gu­nos de las ga­ran­tías de su sis­te­ma. En el mo­men­to en que Colbert re­ci­be por pin­ga­ni­llo la no­ti­cia de que Trump ha ga­na­do Florida, el pro­gra­ma em­pie­za a ir­se al tras­te. Ante una au­dien­cia de uni­ver­si­ta­rios de Columbia ca­da vez más ten­sa, Colbert en­tre­vis­ta­ba a los co-editores de Bloomberg Politics, Mark Halperin y John Heilemann, en bus­ca de res­pues­tas a lo que es­ta­ba pa­san­do. Halperin con­tes­ta­ría con alar­man­te se­rie­dad: «Aparte de la Guerra Civil, la Segunda Guerra Mundial, e in­clu­yen­do el 11‑S, és­te pue­de ser el acon­te­ci­mien­to más ca­tas­tró­fi­co que el mun­do ha vis­to nun­ca». En el cie­rre del pro­gra­ma, la có­mi­ca Jena Friedman con­fie­sa sen­tir­se «co­mo si fue­ra a dar a luz a un be­bé que ya es­tá muer­to». Un pro­gra­ma de hu­mor po­lí­ti­co don­de a to­dos se les que­da la son­ri­sa con­ge­la­da. Eso ha si­do 2016.

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Chiconuclear

Nonagon Infinity, de King Gizzard & The Lizard Wizard

Encuentro al­go irre­sis­ti­ble en el he­cho de que el oc­ta­vo dis­co de King Gizzard, el dis­co nú­me­ro 8, sea un blo­que de so­ni­do pen­sa­do pa­ra ser re­pro­du­ci­do en bu­cle: el in­fi­ni­to del tí­tu­lo, el ocho tum­ba­do, se re­fle­ja en la ma­ne­ra en que las can­cio­nes se su­ce­den sin pau­sa, li­ga­das unas con las otras, has­ta que lle­ga la úl­ti­ma y, re­pro­duc­ción di­gi­tal me­dian­te, el dis­co con­ti­núa don­de em­pe­zó. La se­gun­da can­ción es una ex­ten­sión de la pri­me­ra igual que la pri­me­ra es una ex­ten­sión de la úl­ti­ma. Es una idea, ca­si una bro­ma, tan sim­ple que es có­mi­co que ha­ya si­do un gru­po co­mo King Gizzard, tan fá­cil de aso­ciar con sus re­fe­ren­cias ana­cró­ni­cas (el ga­ra­ge, la psi­co­de­lia, el folk, el jazz), el pri­me­ro que ha­ya gra­ba­do un dis­co co­mo es­te, que le da un uso sor­pren­den­te a una fun­ción co­mún a to­dos los re­pro­duc­to­res de CD y de mp3 del mun­do. Me gus­ta la ma­ne­ra en que King Gizzard con­vier­te es­tas ocu­rren­cias en dis­cos con­cep­tua­les: cua­tro can­cio­nes de on­ce mi­nu­tos y on­ce se­gun­dos, una co­lec­ción ol­vi­da­da de can­cio­nes pop gra­ba­das con ins­tru­men­tos acús­ti­cos, la ban­da so­no­ra de una ra­dio­no­ve­la del oes­te. Por el ca­mino, mien­tras ex­pe­ri­men­ta­ban con las for­mas, King Gizzard se han con­ver­ti­do en uno de los gru­pos de rock más ima­gi­na­ti­vos e in­tere­san­tes de los úl­ti­mos años. Tiene mé­ri­to sa­car ocho dis­cos en cua­tro años y man­te­ner a la vez la co­he­ren­cia y la fres­cu­ra. El año que vie­ne quie­ren sa­car cin­co más. Esa bro­ma tam­bién me re­sul­ta irresistible.

El texto de contraportada de Te odio, pero como amigo, de Jorge Cremades

El otro día en­con­tré a tra­vés de un tweet de Ana Belén Rivero la si­nop­sis de Te odio, pe­ro co­mo ami­go, de Jorge Cremades. Se pue­de leer en la con­tra­por­ta­da del li­bro. Es un tex­to im­pa­ga­ble, su­pues­ta­men­te es­cri­to por el pro­pio Cremades, uno de los hu­mo­ris­tas más en al­za del mo­men­to. «Uola!! 🙂 Soy Jorge Cremades, y me en­can­ta ha­cer el amor, ¡di­go…, el hu­mor!», arran­ca la si­nop­sis. Es la ma­ne­ra más de­mo­le­do­ra y ra­di­cal de co­men­zar un es­cri­to que he leí­do en to­do 2016: el sa­lu­do, la bro­ma for­za­da, la pun­tua­ción de­li­ran­te, y to­do de una ma­ne­ra tan na­tu­ral que pa­re­ce que le sal­ga sin es­fuer­zo. La pa­la­bra cu­ña­do, al me­nos co­mo por­ta­do­ra de la ver­dad de nues­tro tiem­po, ha per­di­do bas­tan­te va­lor, pe­ro creo que po­de­mos es­tar de acuer­do en que la maes­tría con la que Cremades la abra­za in­clu­so en los rin­co­nes más cor­po­ra­ti­vos y de pa­so de su exis­ten­cia es tre­men­da. En pa­ra­le­lo a aquel epi­so­dio de <strong<Los Simpson en el que se de­ci­día que el es­tri­bi­llo del himno de la ciu­dad fue­ra «Why Springfield? / Why not?», Cremades se pre­gun­ta: «¿Quién no ha li­ga­do, se ha ena­mo­ra­do o a te­ni­do novi@ al­gu­na vez?». Esa erra­ta tie­ne al­go pa­ra to­do el mun­do: hu­ma­ni­za a Cremades en la mis­ma me­di­da en que des­le­gi­ti­ma su ca­rre­ra co­mo es­cri­tor. Jorge Cremades ha­bría ma­ta­do a Bill Hicks. El li­bro pa­re­ce es­tar com­pues­to por «es­ce­nas pa­té­ti­cas y di­ver­ti­das» de la vi­da co­ti­dia­na, la de cual­quie­ra que ha­ya li­ga­do o se ha­ya ena­mo­ra­do o ha­ya te­ni­do no­vio o no­via al­gu­na vez. Jorge Cremades es el Mr. Hyde de The Witness. Remata la si­nop­sis una re­fe­ren­cia a Los Simpson, to­tal­men­te fue­ra de lu­gar, tan blan­ca y neu­tra y sin gra­cia co­mo la que he he­cho yo, pe­ro se­gu­ra­men­te me­nos pe­dan­te, me­nos re­bus­ca­da, más cer­ca­na a to­dos. El otro día me to­pé con un ví­deo de Jorge Cremades y me hi­zo gra­cia, igual que me cru­cé con la si­nop­sis, sin que yo hi­cie­ra na­da pa­ra re­ci­bir esa in­for­ma­ción. Jorge Cremades es un au­tén­ti­co go­lem de nues­tra cul­tu­ra, im­pa­ra­ble y bru­tal, y la si­nop­sis de su li­bro lo de­mues­tra de una ma­ne­ra más po­de­ro­sa que cual­quie­ra de sus ví­deos. Se sue­le de­cir que el li­bro es me­jor que la pe­lí­cu­la (el Vine, en es­te ca­so), y otra vez se de­mues­tra que es verdad.

La muerte

El 10 de enero de 2016 mu­rió David Bowie, una de las per­so­nas más im­por­tan­tes que ha­bi­ta­ban es­te mun­do. Después mu­rió Umberto Eco, y des­pués Alan Rickman, y des­pués Prince, y des­pués Muhammad Ali, y des­pués Gene Wilder, y des­pués Leonard Cohen. Se mu­rió Bud Spencer. George Martin, Keith Emerson, Maurice White, Paul Kantner, Glenn Frey; to­dos muer­tos. Más que otros años, la muer­te ha ocu­pa­do un por­cen­ta­je ma­yor de mis con­ver­sa­cio­nes y de las que he es­pia­do en Twitter, que se es­tá mu­rien­do, se­gún di­cen los ex­per­tos. Vine es­tá muer­to, por cier­to. Me de­di­co a es­cri­bir so­bre vi­deo­jue­gos, y creo que la muer­te de Satoru Iwata se ha re­cor­da­do es­te año más que la de otros maes­tros que ya no es­tán en­tre no­so­tros. Rita Barberá tam­bién se mu­rió. La muer­te es la prin­ci­pal cer­te­za del ser hu­mano, y por ello es al­go que nos une más que cual­quier pe­lí­cu­la, vi­deo­jue­go, li­bro o dis­co. Este año, he­mos vis­to có­mo la muer­te se se­pa­ra­ba un po­co más de su reali­dad bio­ló­gi­ca y bri­lla­ba con es­pe­cial fuer­za co­mo fe­nó­meno cul­tu­ral: en Vox ex­pli­can las ma­ne­ras en que Harambe unió, en­fren­tó y con­fun­dió a las co­mu­ni­da­des más dis­tin­tas, y es­toy se­gu­ro de que es fá­cil en­con­trar en Twitter chis­tes muy ce­le­bra­dos so­bre có­mo al­guien era fan de Harambe an­tes de que fue­ra mains­tream. La muer­te nos ha­ce pen­sar en que es nues­tra ge­ne­ra­ción la que ten­drá que lle­nar la lis­ta de muer­tes de la Wikipedia del fu­tu­ro, que de mo­men­to no pin­ta bien. 2016 ha si­do un año un po­co de que­rer mo­rir­se, ca­si co­mo si tu­vié­ra­mos en­vi­dia de los que se han li­bra­do del futuro.

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Grace Morales

Tras va­rios años de du­das y fran­jas bo­rro­sas, 2016 me ha pa­re­ci­do el lu­gar don­de se ha da­do real­men­te el sal­to ha­cia una zo­na con­cre­ta, tan­to en lo po­lí­ti­co, lo eco­nó­mi­co y lo cul­tu­ral. Empiezo a ver por dón­de se tra­za el plano. Y sí, es co­mo an­tes, pe­ro mu­cho peor. Han triun­fa­do la men­ti­ra glo­bal, el au­to­en­ga­ño a ni­vel me­dio y la ul­tra vio­len­cia en to­dos los es­tra­tos, en el po­der, los me­dios y las re­la­cio­nes hu­ma­nas. Nada sa­be­mos de lo que su­ce­de real­men­te, y tam­po­co que­re­mos sa­ber­lo, to­do es un es­pe­jis­mo for­ja­do co­mo au­to­de­fen­sa en ca­da pe­que­ña zo­na de con­fort. Las lu­chas de gé­ne­ro es­tán que­dan­do en anéc­do­tas de re­des so­cia­les, las mu­je­res no es­tán en pri­me­ra lí­nea de los nue­vos par­ti­dos ni de las nue­vas pro­pues­tas cul­tu­ra­les. La iz­quier­da es­pa­ño­la tie­ne una opor­tu­ni­dad úni­ca y la des­apro­ve­cha, pe­lean­do por sus in­tere­ses par­ti­cu­la­res e in­sul­tán­do­se en Twitter, co­mo si es­tu­vie­se en una lis­ta de Yahoo de los no­ven­ta, o peor, en un gru­po de la mo­vi­da (no sé si uno de tecno pop o de RRV… no, ¡es uno de elec­tro­clash!). Los po­bres se­gui­mos sien­do los mis­mos. Odio la nos­tal­gia. No de­bí re­leer a Schopenhauer es­tos días. Pero es que de­tes­to a Žižek, me pa­re­ce un fu­lle­ro, co­mo ca­si to­dos los artistas/vendedores de es­te tiem­po. Dicho es­to, aquí es­tán mis elecciones:

Blackstar, de David Bowie

No pue­do sos­la­yar el he­cho, creo el más re­le­van­te en lo so­cial de es­te año. La muer­te se ha con­ver­ti­do en 2016 en una ce­le­bra­ción in­de­co­ro­sa a tra­vés de las re­des so­cia­les, su­pon­go que con bue­nos ré­di­tos pa­ra las em­pre­sas que las ges­tio­nan, y un po­co sor­pren­den­te, da­do lo po­co que se ha­bla de es­te te­ma fue­ra de Internet, así co­mo del sui­ci­dio, el tra­ba­jo o el di­ne­ro, que de­ben exis­tir, pe­ro no con­vie­ne men­cio­nar. La muer­te de los fa­mo­sos se ba­na­li­za e ima­gino que con ella se con­ju­ra el mie­do a nues­tra pro­pia muer­te con esas de­mos­tra­cio­nes pla­ñi­de­ras o tex­tos copy­pas­te de co­men­ta­ris­tas cul­tu­ra­les de guar­dia 24h. Pero ese 10 de enero, cier­ta par­te del mun­do que co­mo yo ha­bía cre­ci­do con Bowie des­de la in­fan­cia, que gra­cias a él se trans­for­ma­ron en otra co­sa que mis pa­dres no que­rían y con­tem­pla­ron ho­rro­ri­za­dos, y era cons­cien­te de que de­bía par­te de lo que es a Bowie, se jun­tó ese lu­nes y llo­ró al mis­mo tiem­po por la pér­di­da, por pri­me­ra vez creo que de for­ma sin­ce­ra, sin chis­tes ni dis­cu­sio­nes. El dis­co, pro­gra­ma­do pa­ra sa­lir po­co an­tes de la muer­te del ar­tis­ta, se ele­va­ba co­mo un mo­nu­men­to lu­mi­no­so en el apa­gón fi­nal. Me gus­tó el ries­go de Blackstar, sus men­sa­jes de des­pe­di­da y las alu­sio­nes so­bre la mor­ta­li­dad, la be­lla co­ne­xión con la can­ción de Elvis, la in­vo­ca­ción de mi­tos per­so­na­les y ri­tos ini­ciá­ti­cos des­de el jazz ex­pe­ri­men­tal, cer­ca del es­ti­lo de Kendrick Lamar y el caos só­ni­co. Su in­ter­pre­ta­ción de Lazarus le si­túa le­jos de to­do, co­mo un rey que se ele­va sonriendo.

Pregón de Javier Pérez Andújar para las Fiestas de la Mercé de Barcelona. (22 septiembre, Saló de Cent)

Me es com­ple­ta­men­te aje­na la si­tua­ción po­lí­ti­ca de Cataluña y sus de­ba­tes so­bre la in­de­pen­den­cia. Las au­to­ri­da­des del ayun­ta­mien­to de Barcelona me me­re­cen la mis­ma con­si­de­ra­ción que las de Madrid; la mis­ma que me me­re­cen las au­to­ri­da­des en es­te te­rreno, o sea, nin­gu­na. Asistí a la bron­ca en los me­dios y el lin­cha­mien­to a Javier Pérez Andújar co­mo, de nue­vo, quien lee un hi­lo de Twitter o los co­men­ta­rios del per­so­nal en un pe­rió­di­co. El he­cho mis­mo de que Javier le­ye­se un pre­gón echa­ba pa­ra atrás, pe­ro el tex­to es­tá pa­ra mí en­tre lo me­jor del año por­que, por pri­me­ra vez, se enu­me­ra­ban con res­pe­to a to­das aque­llas per­so­nas y co­lec­ti­vos de Barcelona que ja­más ha­brían si­do men­ta­dos en un lu­gar tan en­co­pe­ta­do co­mo ese, sal­vo pa­ra una que­re­lla o un em­bar­go. Javier re­cor­dó a las fi­gu­ras del ci­ne, la li­te­ra­tu­ra, la vi­da so­cial y, en ge­ne­ral, a la gen­te que ha crea­do Barcelona, des­de los au­to­res de la no­ve­la pulp, los di­bu­jan­tes y guio­nis­tas de te­beos, las re­vis­tas de mú­si­ca y cul­tu­ra un­der­ground, los can­tan­tes pop, los gru­pos punks, los kios­cos, los obre­ros y los ba­rrios, los rum­be­ros y las mu­je­res ar­tis­tas, em­pe­zan­do por Cassen y ter­mi­nan­do con El Gato Pérez. Fue al­go tan in­creí­ble, tan ava­sa­lla­dor en las pa­la­bras de Javier, sin ne­ce­si­dad de dis­cur­so am­pu­lo­so ni re­tó­ri­cas va­cías, que los que no so­mos de Barcelona, nos sen­ti­mos ca­ta­la­nes y muy or­gu­llo­sos. Dicen que to­do eso for­ma par­te del pa­sa­do y no re­pre­sen­ta la si­tua­ción ac­tual. Bueno, yo siem­pre he si­do un ana­cro­nis­mo, y aho­ra más, por lo tan­to… No en­tien­do na­da so­bre es­tas cues­tio­nes, pe­ro creo que así se ha­cen las pa­trias. Y con la he­ren­cia de Bruguera y Javier Pérez Andújar, des­de luego.

American Smoke, Viajes al final de la luz. Iain Sinclair (Alpha Decay)

Tengo una lar­ga lis­ta de li­bros que me han gus­ta­do mu­cho es­te año, la ma­yo­ría no pu­bli­ca­dos en 2016. Pero me gus­ta­ría men­cio­nar el de­but, en­tre naïf y te­rro­rí­fi­co, de Mariana Enriquez (Las co­sas que per­di­mos en el fue­go, Anagrama) y la des­lum­bran­te res­cri­tu­ra de la his­to­ria de las ideas, la fi­lo­so­fía y la cul­tu­ra pop que ha he­cho Colectivo Juan de Madre en El Barbero y el Superhombre (Aristas Martínez). Creo que es el au­tor más im­por­tan­te de la fic­ción ac­tual en España, des­pués de es­ta no­ve­la y las an­te­rio­res. Pero es­ta obra de Sinclair, de quien soy fan de­vo­ta, me lle­gó al co­ra­zón por su ejer­ci­cio de re-exploración del te­rri­to­rio, de vol­ver a po­ner­se en la ru­ta ya co­no­ci­da de sus mi­tos li­te­ra­rios, los au­to­res de la Generación Beat, y en­ca­rar­los en el tiem­po pre­sen­te con los he­chos de su vi­da, cru­zán­do­los con sus pa­sos y vi­ven­cias. Los fan­tas­mas de Kerouac, Snyder, Burroughs, Corso… ha­blan a tra­vés de las pre­sen­cias de Dorn, los ver­sos de Olson y Malcolm Lowry, mien­tras dos Williams, en los lí­mi­tes del es­pa­cio y el tiem­po, Gibson y Blake, le ofre­cen las cla­ves, no so­lo del ori­gen de la li­te­ra­tu­ra, sino de la pro­pia tie­rra an­glo­sa­jo­na, aho­ra que es­ta­ba ha­blan­do de na­cio­nes. Un li­bro ejem­plar, que tie­ne esa ra­ra cua­li­dad de ofre­cer ins­pi­ra­ción, con­sue­lo y humor.

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Mike Remacha

Vivimos en un mun­do te­ñi­do de in­fi­ni­tos to­nos de gris. Por eso, cuan­do in­ten­ta­mos di­lu­ci­dar si al­go es blan­co o ne­gro, sin to­nos in­ter­me­dios, nos frus­tra­mos. Y eso es lo que bus­ca el ver­da­de­ro ar­te. O al me­nos, es lo que bus­ca­mos los cu­rio­sos: que el ar­te nos co­lo­que an­te la frus­tra­ción, an­te los to­nos in­ter­me­dios, que só­lo pue­den en­con­trar­se en lo irreductible.

El escuadrón suicida, de David Ayer

No to­do en es­ta vi­da es bueno o me­dio­cre. A ve­ces las co­sas sa­len mal. Tan mal que aca­ban sien­do des­ta­ca­bles. Por ejem­plo, El es­cua­drón sui­ci­da. Sería fá­cil enu­me­rar to­do aque­llo que ha­ce mal, pe­ro aca­ba­re­mos an­tes di­cien­do lo que sí ha­ce bien. Arriesgarse a ha­cer al­go di­fe­ren­te. Porque, si bien es un de­sas­tre, me­re­ce la pe­na ser vis­ta por ha­ber te­ni­do el va­lor de in­ten­tar al­go fue­ra de la norma.

History of Japan, de Bill Wurtz

Youtube es el me­dio con­tem­po­rá­neo que más rá­pi­do ha con­se­gui­do en­con­trar su len­gua­je. A cam­bio, es el más me­dio­cre de to­dos. Por eso la crea­ción de es­te ví­deo de­be­ría sus­ti­tuir al 11S co­mo ele­men­to que aus­pi­cia el na­ci­mien­to de una nue­va era. La era de los mi­llen­nial. Pues, si quie­res con­si­de­rar­te par­te de esa ge­ne­ra­ción, pri­me­ro tie­nes que do­mi­nar el len­gua­je de es­te ví­deo.

Nintendo Switch

Quizás la fe­cha de sa­li­da sea Marzo de 2017. Pero eso no qui­ta pa­ra que, des­de an­tes de su anun­cio, ya co­pa­ra in­fi­ni­dad de con­ver­sa­cio­nes. A con­ti­nua­ción, ya anun­cia­da ofi­cial­men­te, nos pre­gun­ta­mos có­mo ha­bía­mos po­di­do vi­vir sin ella. Y, si es­to si­gue así, el día de su sa­li­da aca­ba­rá pa­re­cien­do una huel­ga ge­ne­ral a ni­vel mun­dial. Motivo más que su­fi­cien­te pa­ra que, pa­se lo pa­se en­ton­ces, ya sea de lo me­jor que nos ha ocu­rri­do du­ran­te el 2016.

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Jesús Rocamora

Cuéntame noventa y nueve cuentos

Por en­ci­ma del au­ge de las mi­sery me­moir de es­tre­llas del rock que he­mos vi­vi­do tras el fe­nó­meno James Rhodes y por en­ci­ma tam­bién de un ti­tán co­mo Ta-Nehisi Coates, que ha sal­ta­do a Marvel en el año de la vic­to­ria del su­per­vi­llano Trump, es­te 2016 per­te­ne­ce, por de­re­cho pro­pio, a Lucia Berlin y su Manual pa­ra mu­je­res de la lim­pie­za, un res­ca­te edi­to­rial que va más allá de lo li­te­ra­rio (y yo soy de los que pien­sa que sus cuen­tos de­be­rían en­se­ñar­se en las es­cue­las) pa­ra des­ta­par a una au­to­ra de vi­da apa­sio­nan­te. Pero Berlin tam­bién ha per­mi­ti­do que los crí­ti­cos ci­po­tu­dos, tan acos­tum­bra­dos a chu­par­se las po­llas en­tre ellos, pon­gan los ojos en otras cuen­tis­tas ma­gis­tra­les co­mo Lydia Davis, Kelly Link, Lorrie Moore y mi ama­da Joy Williams, que es­te año ha pu­bli­ca­do el irreal, gam­be­rro a su ma­ne­ra y os­cu­ra­men­te di­ver­ti­do Ninety-Nine Stories of God, ade­más de se­guir acu­mu­lan­do elo­gios por su fun­da­men­tal co­lec­ción de re­la­tos The Visiting Privilege (del que ser­vi­dor es­tá tra­ba­jan­do en una edi­ción en cas­te­llano) y de re­ci­bir el PEN/Malamud Award for Excellence in the Short Story.

Fuego camina conmigo

En mi top de vi­deo­jue­gos de 2016 in­clui­ría Dishonored 2, Inside, Pokémon Sol/Luna, Dark Souls III y Firewatch. Porque, ¿qué pue­de sa­lir mal cuan­do tu com­pa­ñía se lla­ma Campo Santo? En con­cre­to, me ma­ra­vi­lla la ma­ne­ra que tie­ne Firewatch de con­tar y do­si­fi­car su his­to­ria en el mar­co de eso que he­mos lla­ma­do «si­mu­la­do­res de pa­seos», to­can­do, en­tre otras te­clas, el sus­pen­se, el dra­ma eco­ló­gi­co, un ro­man­ce fa­lli­do y los as­pec­tos me­nos pu­bli­ci­ta­dos de una re­la­ción, co­mo la ero­sión de una pa­re­ja a cau­sa de la en­fer­me­dad. Con el ma­pa en una mano, el walkie-talkie car­ga­do de con­ver­sa­cio­nes en la otra, y siem­pre ca­mi­nan­do a nues­tro rit­mo (y ben­di­tos sean por siem­pre los pro­gra­ma­do­res que nos de­jan mar­car el rit­mo), lo que se des­plie­ga en­tre me­dias es un par­que na­tu­ral de co­lo­res pla­nos, atar­de­ce­res pas­tel y ca­mi­nos ocul­tos que ya que­rría pa­ra sí el tam­bién es­ti­mu­lan­te, pe­ro grá­fi­ca­men­te so­so, The Witness.

Habría votado a la derecha por ti

Triangulo de Amor Bizarro es el ti­po de gru­po al que La Felguera de­be­ría de­di­car­le un mo­no­grá­fi­co y es­te Salve dis­cor­dia es la cul­mi­na­ción de un enig­má­ti­co y mo­nu­men­tal jar­dín don­de, co­mo ar­bus­tos sal­va­jes, se con­fun­den la sa­bi­du­ría po­pu­lar y las fra­ses de tu ma­dre, las re­fe­ren­cias po­lí­ti­cas y las ven­gan­zas per­so­na­les, el ocul­tis­mo y las so­cie­da­des se­cre­tas, la cul­tu­ra de los sa­lo­nes re­crea­ti­vos y la España de la pu­ña­la­da tra­pe­ra y el arroz con co­ne­jo. Algunas re­fle­xio­nes muy po­co ori­gi­na­les al res­pec­to: ¿Menos es más? ¿Incluso cuan­do ha­bla­mos de le­van­tar un mu­ro de so­ni­do? ¿Es es­te ese ti­po de dis­co que va-directo-al-grano? Sí, sí y de­fi­ni­ti­va­men­te sí. Aquí las es­truc­tu­ras son más clá­si­cas (ecos se­ten­tas y ochen­tas, de Black Sabbath a The Cure, en­tre los nu­ba­rro­nes de noi­se no­ven­te­ro) y se les en­tien­de me­jor que nun­ca: Isabel Cea y Rodrigo Caamaño can­tan sin ver­güen­za y el oyen­te se hin­cha co­mo un pez glo­bo al es­cu­char las me­lo­días que arro­pan de­cla­ra­cio­nes co­mo «me gus­ta­bas más cuan­do no ha­bla­bas, cuan­do no me pe­días na­da», «la cien­cia es men­ti­ra (sin ti)», «guar­da los hue­sos de tus ami­gos, arró­ja­los al fue­go pa­ra que pue­dan ha­blar­te y fin­gir que es­tán vi­vos» y, so­bre to­do, «ha­bría vo­ta­do a la de­re­cha por ti», lo cual es una pos­ver­dad co­mo un tem­plo y la me­jor de­cla­ra­ción de amor po­si­ble en es­te 2016 que pi­de a gri­tos des­pe­ñar­se por un barranco.

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Diego Salgado

Neoclasicismo digital

De Carol a Aliados, pa­san­do por Zootrópolis, Infierno azul, Sully o Marea ne­gra, 2016 se ha eri­gi­do en es­ca­pa­ra­te de unas for­mas re­no­va­das del cla­si­cis­mo ci­ne­ma­to­grá­fi­co que han te­ni­do co­mo cóm­pli­ces in­sos­pe­cha­das las he­rra­mien­tas di­gi­ta­les. Tras un pe­rio­do de bur­bu­ja en el que es­tas fue­ron uti­li­za­das co­mo el ju­gue­te nue­vo de un ni­ño ri­co, has­ta aus­pi­ciar imá­ge­nes vis­to­sas lin­dan­tes con la abs­trac­ción, una mi­ra­da más re­po­sa­da, y la frá­gil co­yun­tu­ra en que se ha­lla hoy por hoy la in­dus­tria del ci­ne nor­te­ame­ri­cano, se han con­ju­ga­do pa­ra apos­tar por gé­ne­ros tra­di­cio­na­les vía una de­pu­ra­ción de lo fi­gu­ra­ti­vo en la que ha te­ni­do mu­cho que ver el re­cur­so a lo vir­tual. La ci­ta­da Aliados, una de las pro­pues­tas más be­llas del año, da cum­pli­da mues­tra de ello. Ya su pri­mer plano –digno de una in­tro de vi­deo­jue­go o una cin­ta de ani­ma­ción di­gi­tal – , al que su­ce­den los con­ti­nuos cro­mas em­plea­dos pa­ra am­bien­tar las pe­ri­pe­cias de sus pro­ta­go­nis­tas en la Marruecos y la Londres de la Segunda Guerra Mundial y otros mu­chos as­pec­tos, es­pe­cu­lan con el he­chi­zo au­dio­vi­sual de Casablanca (1946) o Encadenados (1946), aun­que con una con­cien­cia muy lú­ci­da: in­vo­car el au­ra de los clá­si­cos, su con­cep­ción del si­mu­la­cro co­mo for­ma su­pre­ma de ver­dad, no pue­de su­po­ner ape­lar a su clo­na­ción, sino a la re­in­ter­pre­ta­ción de su al­qui­mia en ba­se a una estética/sensibilidad ple­na­men­te con­tem­po­rá­neas, pro­ble­má­ti­cas. El efec­to re­sul­tan­te no es nos­tál­gi­co, sino de una me­lan­co­lía car­ga­da de futuro.

El libro

Hace tres o cua­tro años, de­ba­tía con Tonio L. Alarcón en torno al es­ta­do de lo im­pre­so, y, fren­te a mi apre­cia­ción de que lo di­gi­tal ba­rre­ría an­tes que des­pués con ello, él se mos­tra­ba más cau­to. El tiem­po ha de­mos­tra­do que Tonio te­nía ra­zón. Los me­dios pu­bli­ca­dos en pa­pel, re­vis­tas y li­bros, pa­san sin du­da por una cri­sis gra­ve; más aún, por una mu­ta­ción trau­má­ti­ca sin pre­ce­den­tes, da­da la su­pre­ma­cía de Internet. Pero las pro­pues­tas sur­gi­das en es­te úl­ti­mo ám­bi­to no han sa­bi­do mo­ne­ti­zar has­ta la fe­cha sus con­te­ni­dos y, es­pe­cial­men­te en el ám­bi­to cul­tu­ral his­pano, se su­ce­den las ca­be­ce­ras in­ca­pa­ces de per­du­rar más allá de una eta­pa ini­cial con­sa­gra­da a la lo­cu­ra del hy­pe y el click­bait. Mientras, edi­to­ria­les de re­vis­tas y li­bros im­pre­sos pro­si­guen aun­que sea a tro­pe­zo­nes su ca­mino, y vie­nen a su­mar­se a ellas nue­vos aven­tu­re­ros, cu­yo ta­lan­te bu­lli­cio­so y des­inhi­bi­do vi­go­ri­za la ac­ti­vi­dad de pu­bli­car. A ni­vel per­so­nal, 2016 ha su­pues­to ade­más mi re­en­cuen­tro con el li­bro, o, me­jor di­cho, con la lec­tu­ra en pro­fun­di­dad y du­ran­te va­rias ho­ras dia­rias; há­bi­to que, en los úl­ti­mos tiem­pos, ha­bía sus­ti­tui­do por el ho­jeo es­pas­mó­di­co y uti­li­ta­ris­ta a que nos ha acos­tum­bra­do el uso de Internet. Sí, he po­di­do com­pro­bar de pri­me­ra mano que el vie­juno Nicholas Carr tie­ne to­da la razón.

La fe

Quién iba a de­cir­nos que un pre­sen­te co­mo el nues­tro, as­fi­xia­do por la dis­pli­cen­cia in­te­lec­tual y la pa­ra­noia ideo­ló­gi­ca, se­ría ca­paz de pro­pi­ciar ar­te­fac­tos tan tor­tuo­sos co­mo Hasta el úl­ti­mo hom­bre, de Mel Gibson, y Silencio, de Martin Scorsese. Dos pe­lí­cu­las re­frac­ta­rias a la des­ver­güen­za lí­qui­da en que cha­po­tea hoy por hoy la pres­crip­ción so­cio­cul­tu­ral; que nos in­ci­tan a atra­ve­sar el es­pe­jo de la in­te­li­gen­cia y los cre­dos con­fi­gu­ra­dos por nues­tro me­dio am­bien­te –al que nos gus­ta creer­nos en­fren­ta­dos des­de la co­mo­di­dad más ab­so­lu­ta – , pa­ra abis­mar­nos en el uni­ver­so de lo Otro, de un or­den ex­tra­ño de cer­ti­dum­bres y ra­zo­nes que nos obli­ga a cues­tio­nar la per­ti­nen­cia de nues­tros dog­mas. Es lo que les su­ce­de a Desmond Doss (Andrew Garfield) cuan­do sal­ta de su Virginia na­tal al cam­po de ba­ta­lla en Hasta el úl­ti­mo hom­bre, y al pa­dre Rodrigues (¡de nue­vo Andrew Garfield!) cuan­do Japón le mues­tra su im­pe­ne­tra­ble faz bu­dis­ta en Silencio. Ambos ha­brán de re­for­mu­lar su fe –o, qui­zá, la pér­di­da de su ha­lo– en cla­ve de me­ra lum­bre ca­paz de brin­dar al­go de ca­lor a sus pro­pios co­ra­zo­nes, su­mi­dos ya pa­ra siem­pre en las ti­nie­blas. Porque la ver­da­de­ra fe, con el cal­va­rio y el sa­cri­fi­cio ín­ti­mos que ello con­lle­va, se de­ri­va de cons­ta­tar, co­mo se es­cu­cha en otro es­treno de es­te año con las creen­cias co­mo ar­gu­men­to es­pi­no­so –Las ino­cen­tes, de Anne Fontaine–, el pa­so in­exo­ra­ble de ser «un ni­ño, que se sien­te se­gu­ro afe­rran­do la mano de sus ma­yo­res» a ser un adul­to «per­di­do en la os­cu­ri­dad por­que su pa­dre se ha des­va­ne­ci­do, que llo­ra pe­ro no re­ci­be res­pues­tas, que acep­ta lle­var a cues­tas la cruz de un va­cío (…) La fe la cons­ti­tu­yen vein­ti­cua­tro ho­ras de du­da, y un se­gun­do de es­pe­ran­za». No ha­ce fal­ta ser cris­tiano pa­ra ex­pe­ri­men­tar la mis­ma sen­sa­ción to­dos los días.

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Germán Sierra

Pokémon Go!

«Una ciu­dad es un mun­do cuan­do se ama a uno de sus ha­bi­tan­tes», es­cri­bió Lawrence urrell, pe­ro ha­cía ya tiem­po que nues­tras ciu­da­des ha­bían de­ja­do de ser mun­dos. Pokémon Go nos ha re­con­ci­lia­do con la geo­gra­fía ur­ba­na, nos ha re­ins­cri­to a la vez en el ma­pa y en el te­rri­to­rio, nos ha de­vuel­to la ilu­sión de sa­lir a pa­sear por las ca­lles, co­mo flâ­neurs por­ta­do­res de nues­tro pro­pio mi­ni­es­ca­pa­ra­te, con la es­pe­ran­za de tro­pe­zar­nos con al­go —ca­si es­cri­bi­ría con al­guien— que pue­da me­re­cer nues­tra atención.

Caníbal chic

Al me­nos tres pe­lí­cu­las es­tre­na­das en 2016 apun­tan a que la re­cu­pe­ra­ción poé­ti­ca del vie­jo ar­te de co­mer­nos los unos a los otros no es ca­sual: The Neon Demon de Nicolas Winding Refn es la que ha con­se­gui­do más re­fe­ren­cias crí­ti­cas y más pú­bli­co, pe­ro Raw de Julia Ducournau y The Bad Batch de Ana Lily Amirpour son, en mi opi­nión, to­da­vía más in­tere­san­tes. La es­té­ti­ca «ca­ní­bal chic» po­dría ser una mo­da pa­sa­je­ra co­mo lo fue el he­roin chic en las re­vis­tas de mo­da de prin­ci­pios de los 90, aun­que a mí me pa­re­ce más bien una me­tá­fo­ra re­cu­rren­te de la con­fu­sa con­di­ción socio-estética del Antropoceno.

The 3D Additivist Cookbook

Desarrollo teórico-práctico del ma­ni­fies­to adi­ti­vis­ta, el re­ce­ta­rio adi­ti­vis­ta es un ex­ten­so li­bro ela­bo­ra­do por Daniel Rourke y Morehshin Alahyari en el que he te­ni­do el gran ho­nor de co­la­bo­rar jun­to a más de 100 ar­tis­tas y teó­ri­cos de to­do el mun­do. Se tra­ta pro­ba­ble­men­te del me­jor ca­tá­lo­go de pro­pues­tas ar­tís­ti­cas post-digitales pu­bli­ca­do has­ta el mo­men­to, y pue­de des­car­gar­se gra­tis aquí.

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John Tones

El regreso del punk

Sí, es­ta­mos de acuer­do, es ri­dícu­lo sa­car es­to a co­la­ción pre­ci­sa­men­te es­te año, cuan­do: a) la no­ví­si­ma ola de punk es­pa­ñol lle­va ya unos años en fun­cio­na­mien­to, y has­ta su raí­ces más in­me­dia­ta­men­te ras­trea­bles (sin ir más le­jos: los fun­da­men­tos de los ma­yúscu­los Rata Negra es­tán en Juanita y Los Feos) tie­nen ya su buen lus­tro y pi­co; b) Sudor, po­si­ble­men­te la me­jor ban­da punk es­pa­ño­la de los úl­ti­mos años, dio re­cien­te­men­te su con­cier­to de des­pe­di­da… que tam­bién sir­vió pa­ra ce­le­brar con la au­to­edi­ción de un sin­gle to­da una dé­ca­da en la ca­rre­te­ra; y c) el punk en España nun­ca se des­va­ne­ció del to­do: en los no­ven­ta el hard­co­re ca­ta­lán se en­car­ga­ba de man­te­ner fu­rio­sa la ver­tien­te más es­pi­no­sa del punk, y en los dos­mi­les la olea­da de roc­ke­ros ga­ra­gis­tas y ma­la­sa­ñe­ros de Madrid re­for­mu­la­ban los pre­cep­tos de los ochen­ta y alla­na­ban el ca­mino pa­ra lo que vino po­co des­pués… que es una go­zo­sa rei­vin­di­ca­ción de unos so­ni­dos tos­cos y sin do­mes­ti­car de ha­ce trein­ta años. Pero yo he po­di­do es­cu­char du­ran­te to­do el año punk de al­tí­si­ma ca­li­dad, mis dis­cos fa­vo­ri­tos son del gé­ne­ro (en­ca­be­za­dos por Su nom­bre real es otro de Futuro Terror), se con­fir­ma un cir­cui­to de sa­las y tien­das ca­si con­sa­gra­das al gé­ne­ro, se edi­tan mo­no­gra­fías so­bre el te­ma co­mo la en­ci­clo­pé­di­ca Punk, pe­ro ¿qué punk? de Tomás González Lezana y las re­su­rrec­cio­nes de gru­pos mí­ti­cos es­tán a la or­den del día con muy sa­tis­fac­to­rios re­sul­ta­dos. Quizás 2016 no sea el año por ex­ce­len­cia del gé­ne­ro en España, pe­ro es­toy con­ven­ci­do de que en el fu­tu­ro lo re­cor­da­re­mos co­mo uno muy destacable.

The Love Witch

Por su­pues­to que es­te ho­me­na­je de Anna Biller al ci­ne ex­ploit de amas de ca­sa sa­tá­ni­cas de los se­ten­ta no es la me­jor pe­lí­cu­la de 2016. Ni si­quie­ra es una pe­lí­cu­la re­don­da. Pero re­pre­sen­ta co­mo po­cas un «lu­gar fe­liz» pa­ra mí del mis­mo mo­do que lo re­pre­sen­ta­ron el as­fi­xian­te te­rror car­nal y sin­te­ti­za­do de It fo­llows o la me­di­ta­bun­da re­fle­xión del ho­rror pu­ro de The Witch, mis an­te­rio­res pe­lí­cu­las del año. The Love Witch es agre­si­va, fe­mi­nis­ta y con­tra­dic­to­ria, co­mo lo son to­das las te­sis con un po­so de in­te­li­gen­cia y ho­nes­ti­dad, vi­sual­men­te es bri­llan­te, es­tá es­cri­ta con sen­ci­llez y ma­la ba­ba y, so­bre to­do, su­po­ne la cul­mi­na­ción de un ti­po de ci­ne que Biller es­tá tra­man­do des­de sus pri­me­ros cor­tos. The Love Witch exi­ge al es­pec­ta­dor que es­té fa­mi­lia­ri­za­do con cier­tos có­di­gos es­té­ti­cos no muy en bo­ga hoy (y que apa­ren­te­men­te cho­can con su men­sa­je so­bre la li­be­ra­ción de la mu­jer), pe­ro es una de las pe­lí­cu­las más mo­der­nas del año. Solo por eso ya me­re­ce la ca­li­fi­ca­ción de Película de Terror de 2016. Aunque sea una co­me­dia. Porque es una comedia.

DOOM

Como soy muy de pos­tu­reo, cuan­do me to­ca es­co­ger en­tre los me­jo­res vi­deo­jue­gos del año me voy siem­pre a lo in­die. Por prin­ci­pios, por­que es con lo que más tiem­po pa­so al año y por­que creo que, ho­nes­ta­men­te, en blo­que son mu­cho más no­to­rios que los gran­des lan­za­mien­tos. Pero es­te año me que­do con DOOM por­que no se le ha da­do su­fi­cien­te amor, y las ven­tas me dan la ra­zón: su re­cu­pe­ra­ción de unas me­cá­ni­cas cla­si­quí­si­mas, ca­si tro­glo­di­tas en su ob­ce­ca­da sen­ci­llez, son lo más atre­vi­do del año. Demostrar que tie­ne sen­ti­do an­te me­cá­ni­cas emer­gen­tes e his­to­rias que se bi­fur­can en mil po­si­bi­li­da­des, plan­tar al ju­ga­dor an­te una prue­ba de ve­lo­ci­dad, va­lor y re­fle­jos que se re­pi­te una y otra vez, in­cre­men­tan­do sl de­sa­fío y su­man­do ca­pas de pro­fun­di­dad a ba­se de aña­dir ele­men­tos, es una pro­pues­ta in­ter­ac­ti­va va­lien­te y no­to­ria. Quizás es que el pa­sa­do de los vi­deo­jue­gos me pa­re­ce más in­tere­san­te que el pre­sen­te, pe­ro mien­tras ha­ya úte­ros de Satanás tan bien ur­di­dos co­mo DOOM, no ne­ce­si­to nue­vas generaciones.

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Sebastián Torrente

Mob Psycho 100 — ONE, Yuzuru Tachikawa, Studio Bones

Que la se­rie con la ma­yor can­ti­dad, den­si­dad y va­rie­dad de cor­tes de ani­ma­ción es­pec­ta­cu­la­res de es­te año sea una se­rie so­bre la ama­bi­li­dad es po­co me­nos que un mi­la­gro ne­ce­sa­rio. Vale, sí, tam­bién hay psí­qui­cos, es­ta­fa­do­res, cons­pi­ra­cio­nes pa­ra do­mi­nar el mun­do y cul­tos en torno a la ri­sa flo­ja. Pero ONE es ca­paz de te­jer­lo to­do en torno a la mis­ma idea: la ama­bi­li­dad y la ter­nu­ra me­re­cen la pe­na in­clu­so si el res­to del mun­do te pre­sio­na pa­ra que in­ter­ac­túes con él só­lo me­dian­te la agre­si­vi­dad. En un mun­do en el que la fic­ción te­le­vi­si­va «sé un ca­brón y un ba­dass» to­da­vía es al­go que nos quie­ren ven­der co­mo rompe­dor, el mo­de­lo de mas­cu­li­ni­dad que re­pre­sen­ta el pe­que­ño Mob es ne­ce­sa­rio. Mob es in­se­gu­ro, frá­gil, in­ge­nuo has­ta la co­me­dia. Pero tam­bién ca­paz de los ma­yo­res ac­tos de em­pa­tía y al­truis­mo. Así que un brin­dis por la ani­ma­ción al ser­vi­cio de la ternura.

[Mob Psycho 100 es­ta dis­po­ni­ble des­de Crunchyroll aquí. Ivrea es­ta pu­bli­can­do el man­ga ac­tual­men­te.]

JoJo’s Bizarre Adventure, Parte 4: Diamond is Unbreakable — Hiroiko Araki, Yuuta Takamura, David Productions

Hay al­go en Diamond is Unbreakable que re­sul­ta fa­mi­liar, una sen­sa­ción de si­tua­ción co­mo no ha ha­bi­do en JoJo’s has­ta aho­ra. Sigue sien­do JoJo’s, así que des­de ca­zar una ra­ta has­ta el pie­dra pa­pel ti­je­ra se lle­va a ex­tre­mos más gran­des que la vi­da. Pero las pe­leas abs­trac­tas, las po­ses y la bús­que­da de elu­si­vo ase­si­nos en se­rie se al­ter­na con tar­des pe­re­zo­sas de ve­rano, vi­si­tas a ese res­tau­ran­te nue­vo que han abier­to y los en­cuen­tros oca­sio­na­les con el te­rror sub­ur­bano. Ver por fin es­te ar­co adap­ta­do a ani­me ha si­do una de las ale­grías de es­te año y es­pe­ra­mos con ga­nas las sa­gas por ve­nir. Hasta en­ton­ces, de­jad que és­te sea el ho­me­na­je de The Sky Was Pink a aquel ex­tra­ño ve­rano de 1999.

[Diamond is Unbreakable se pue­de ver des­de Crunchyroll aquí.

2016 — Todos nosotros

Ya, ya, un año es una uni­dad ar­bi­tra­ria de tiem­po. Pero pa­se­mos por un mo­men­to de la pe­dan­te­ría so­bre lo ob­vio. Este ha si­do un año muy fú­ne­bre y prue­ba de que sí, el Siglo XX se mue­re y lo que con­si­de­ra­mos (con­si­de­rá­ba­mos) el mun­do en el que vi­vi­mos se va. Demasiados even­tos de los de no que­rer le­van­tar­se de la ca­ma, se­ña­les po­lí­ti­cas fu­nes­tas y mo­men­tos más que su­fi­cien­tes pa­ra dar­se cuen­ta del es­ca­so va­lor real del zas­ca y la sá­ti­ra. Lleno de en­cues­tas y aná­li­sis que aho­ra pa­re­cen men­ti­ras que nos con­tá­ba­mos pa­ra sen­tir­nos me­jor. No se me ocu­rre nin­gu­na re­fle­xión que sea útil ni que no sue­ne a lo que nos he­mos di­cho cons­tan­te­men­te du­ran­te años. Sólo que nos acor­da­re­mos de la co­le­ti­lla de mal­de­cir 2016, es­pe­ro que des­de tiem­pos mejores.

[2016 de­ja­rá de es­tar dis­po­ni­ble a par­tir del 1 de Enero. Menos mal.] 

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Borja Vargas

El mains­tream no es­tá cam­bian­do: es­te año ha cambiado.

La cultura millennial

Hay dos de­fi­ni­cio­nes bá­si­cas de mi­llen­nial: cual­quie­ra de los na­ci­dos des­de prin­ci­pios de los 80; o los na­ci­dos a par­tir de me­dia­dos de los 90. Ambos tie­nen en co­mún el ha­ber cre­ci­do con las nue­vas tec­no­lo­gías, pe­ro los del se­gun­do gru­po ape­nas han co­no­ci­do el mun­do pre-internet. Los pri­me­ros se han adap­ta­do, a los se­gun­dos nos te­ne­mos que adap­tar. Su cul­tu­ra (la ter­ce­ra per­so­na me de­la­ta) es di­fe­ren­te, sus con­cep­tos, sus ob­je­ti­vos, sus me­dios. Su ocio. La mú­si­ca que mez­cla he­do­nis­mo, post-romanticismo y vul­ga­ri­dad. Los hé­roes son hé­roes del pue­blo. La mo­ral, en­tre tra­di­cio­na­lis­ta y li­ber­ti­na; la éti­ca del mo­men­to. Todo es dis­tin­to. Y to­do ha lle­ga­do es­te año, por fin, a las por­ta­das de los me­dios de ma­sas. La cul­tu­ra mi­llen­nial no es­tá aquí pa­ra que­dar­se, ¡cam­bia tan rá­pi­do! Pero sus fu­tu­ras for­mas se­gui­rán sien­do su­yas y lo irán do­mi­nan­do to­do, así que más nos va­le, si no en­ten­der­lo, al me­nos aceptarlo.

El triunfo del feminismo

Pese a tan­tas pre­dic­cio­nes y va­lo­ra­cio­nes pe­si­mis­tas, en 2016 el fe­mi­nis­mo ha ga­na­do la gue­rra cul­tu­ral. Porque la su­pe­rio­ri­dad mo­ral de los fe­mi­nis­mos es, ya, lo po­lí­ti­ca­men­te co­rrec­to. Y lo po­lí­ti­ca­men­te co­rrec­to reigns, aho­ra tam­bién más allá de los Estados Unidos. Desde un mon­tón de gen­te sen­sa­ta pe­lean­do ca­da uno a su ma­ne­ra has­ta las abe­rra­cio­nes esen­cia­lis­tas de Barbijaputa, pa­san­do por los aún ma­si­vos ma­chis­mos de dis­tin­to gra­do y ti­po, or­gu­llo­sos de ser­lo pe­ro pú­bli­ca­men­te se­ña­la­dos por re­tró­gra­dos, la lu­cha por la igual­dad per­mea por fin to­da la cul­tu­ra, to­da la po­lí­ti­ca de masas.

Ese momento feliz

Vivimos siem­pre in­mer­sos en gran­des ten­den­cias de es­te ti­po. Eso y las pe­que­ñas co­sas de ca­da cual van ha­cien­do la vi­da. Que ca­da uno re­cuer­de aho­ra un mo­men­to que le hi­zo fe­liz de­lan­te de un pa­pel o una pan­ta­lla o unos au­ri­cu­la­res. Una pe­que­ña co­sa mía de 2016: dis­fru­té mu­cho de un plano pre­cio­so que James Wan creó en The Conjuring 2. Un de­mo­nio que po­see a una ni­ña per­mi­te que se co­mu­ni­quen con él, a cam­bio de que se gi­ren mien­tras ha­bla pa­ra que no pue­dan com­pro­bar si es un tru­co. La pro­fun­di­dad de cam­po dis­mi­nu­ye y al fon­do, bo­rro­so, con el tiem­po ca­si de­te­ni­do mien­tras du­ra la con­ver­sa­ción, la ni­ña en­de­mo­nia­da pa­re­ce trans­for­mar­se en su cap­tor, sin que sea po­si­ble con­fir­mar­lo. Ya en­sa­yó al­go si­mi­lar Wan en la pri­me­ra par­te de la sa­ga, con aque­llas ma­nos que sa­lían de un ar­ma­rio di­fu­mi­na­do pa­ra aplau­dir y he­lar la san­gre del res­pe­ta­ble. Pero aquí lo lle­va a al­tu­ras de maes­tro de la na­rra­ti­va fíl­mi­ca clá­si­ca, acom­pa­ña­do de un me­tra­je re­ple­to de bri­llan­tes jue­gos de os­cu­ri­dad. Y esas co­sas le po­nen a uno con­ten­to, sea el año que sea.

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Pablo Vergel

Cisne Negro #1

23 Junio 2016: Fruto de una cri­sis in­ter­na den­tro del Partido Conservador bri­tá­ni­co, se con­vo­ca en el Reino Unido un re­fe­rén­dum pa­ra plan­tear la sa­li­da o per­ma­nen­cia del país de la Unión Europea. La idea de­trás de es­te ple­bis­ci­to es más un ór­da­go pa­ra aca­llar a cier­tos sec­to­res dís­co­los in­ter­nos y ata­jar el au­ge del po­pu­lis­mo del UKIP, que al­go que el Partido Conservador ver­da­de­ra­men­te qui­sie­ra plan­tear. Los par­ti­dos ma­yo­ri­ta­rios, los me­dios, las en­cues­tas e in­clu­so la his­to­ria pa­re­cían es­tar de la­do de que UK, a su ma­ne­ra, si­guie­ra sien­do miem­bro pleno de la UE. Pero al­go sa­lió mal. Una amal­ga­ma de sen­ti­mien­tos que se pue­den re­su­mir en un nacional-romanticismo, xe­no­fo­bia, y an­ti­glo­ba­li­za­ción aca­ban cris­ta­li­zan­do en un vo­to ma­si­vo por par­te de co­lec­ti­vos de la par­te su­pe­rior del rom­bo po­bla­cio­nal y de las zo­nas ru­ra­les y post­in­dus­tria­les que di­cien­do que «NO» a Europa, un pro­yec­to bu­ro­crá­ti­co lleno de im­per­fec­cio­nes, tra­tan de de­cir «NO» al Mundo que se nos vie­ne en­ci­ma. Retorno a Hobbiton.

Companion: Hijos de los Hombres (2006)

Cisne Negro #2

25 Junio 2016: «El fin de la Vieja Política», «un nue­vo tiem­po», «el des­mo­ro­ne del Régimen del 78» o «po­lí­ti­cos con ras­tas». Todos nos lle­ná­ba­mos la bo­ca an­te la in­me­dia­ta irrup­ción en el Gobierno de la Nación de una coa­li­ción li­de­ra­da por Unidos Podemos que, se­gún ab­so­lu­ta­men­te to­das las en­cues­tas tras ha­ber asi­mi­la­do a IU, iba a con­so­li­dar­se co­mo la se­gun­da fuer­za po­lí­ti­ca de España, obli­gan­do al PSOE a re­ga­ña­dien­tes a pac­tar pa­ra go­ber­nar (lue­go en­ten­di­mos que ese es­ce­na­rio era tam­bién otra qui­me­ra). De las pla­zas del 15M a la Moncloa en 5 años. No era el Asalto a los Cielos que se lle­gó a aven­tu­rar cuan­do arre­cia­ba la cri­sis y los par­ti­dos tra­di­cio­na­les en­tra­ron en ba­rre­na, pe­ro nos va­lía. Pero no, no pa­só. La Noche del Millón de Votos Evaporados se con­su­mió y nos vi­mos abo­ca­dos a un Rajoy y un PP que in­clu­so me­jo­ra­ban sus re­sul­ta­dos. Y es­to só­lo fue el tea­ser de que es­ta­ba por ve­nir: el au­to­sa­bo­ta­je del PSOE por sus ba­ro­nes re­gio­na­les y la con­sa­gra­ción de una PseudoGrosseKoalition que de­ja a Podemos co­mo ese par­ti­do co­co, tan fun­cio­nal al es­ta­blish­ment y que es­tá a pun­to de con­ver­tir­se en un Izquierda Unida Plus irre­den­to, con lo que se res­tau­ra y apun­ta­la ese Régimen del 78 que en­ca­ra el fu­tu­ro mu­cho más son­rien­te y optimista.

Companion: Política: Manual de Instrucciones (2016)

Cisne Negro #3

8 Noviembre 2016: Todos nos te­mía­mos la vic­to­ria de Trump pe­ro aun así no de­jó de sor­pren­der­nos. Estamos ha­blan­do de un per­so­na­je sin nin­gún ti­po de ex­pe­rien­cia po­lí­ti­ca, que ha­bía lan­za­do por el re­tre­te el ma­nual de es­tra­te­gia po­lí­ti­ca y de­ci­dió di­ri­gir­se a un na­da des­de­ña­ble seg­men­to de la po­bla­ción nor­te­ame­ri­ca­na pa­ra de­cir­les lo que que­rían es­cu­char, de­jan­do de la­do cual­quier atis­bo de ra­cio­na­li­dad. De na­da sir­vió con­tras­tar que la eco­no­mía ame­ri­ca­na pre­sen­ta un des­em­pleo ba­jí­si­mo (exis­te una al­ta des­igual­dad pe­ro mi­ren las ci­fras de pa­ro de 2008), que exis­te un cre­ci­mien­to sos­te­ni­do, que la emi­gra­ción es ob­je­ti­va­men­te ne­ce­sa­ria pa­ra el de­sa­rro­llo eco­nó­mi­co ame­ri­cano o que la eco­no­mía es­ta­dou­ni­den­se es una de las ga­na­do­ras de la glo­ba­li­za­ción (es­to no es óbi­ce pa­ra que ha­ya ha­bi­do gran­des víc­ti­mas de la mis­ma, co­mo cier­tos es­ta­dos des­in­dus­tria­li­za­dos don­de ha aca­ba­do ga­nan­do Trump), etc… Todos esos men­sa­jes han su­cum­bi­do an­te el au­lli­do de Trump que ha sa­bi­do ca­ta­li­zar un des­con­ten­to, más cul­tu­ral que eco­nó­mi­co, de una Gran Minoría Blanca que ve di­luir su po­si­ción en un mun­do ca­da vez más com­ple­jo y glo­ba­li­za­do. Y aho­ra un per­so­na­je de reality show, tie­ne ac­ce­so al ma­le­tín nuclear.

Companion: Ciudadano Bob Roberts (1992)

2 thoughts on “Perdidos en un tiempo de otro mundo. Lista (de listas) del 2016”

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