Yadda Yadda. Lista (de listas) del 2020

Este año más que lis­tas he­mos te­ni­do ele­gías. Con cons­tan­tes re­fe­ren­cias a lo ocu­rri­do du­ran­te el año, cual­quie­ra que le­ye­ra lo es­cri­to en el úl­ti­mo mes, fue­ra de con­tex­to, po­dría creer que en 2020 so­lo ha ocu­rri­do una co­sa y que to­da la cul­tu­ra se ha pa­ra­li­za­do o su­bor­di­na­do a la mis­ma. Pero no­so­tros no cree­mos eso. Por eso, es­te año, co­mo to­dos los años, la lis­ta es di­ver­sa, caó­ti­ca y re­ple­ta de jo­yas co­no­ci­das y por descubrir. 

Algunos nom­bres co­no­ci­dos vuel­ven, otros re­pi­ten co­mo to­dos los años, al­gu­nas au­sen­cias due­len y otros nue­vos nom­bres apor­tan vi­sio­nes di­fe­ren­tes al con­jun­to. Es el ci­clo na­tu­ral de la vi­da, pe­ro es­pe­cial­men­te de es­ta lis­ta: na­die es­tá obli­ga­do a par­ti­ci­par, pe­ro el ca­pri­cho, la ca­sua­li­dad y las se­cre­tas re­glas de se­lec­ción, ha­cen que cam­bie sus in­te­gran­tes ca­da año. Cada en­tre­ga. Cada oca­sión en la que vol­ve­mos pa­ra ha­cer un re­su­men de lo me­jor del año. 

Por eso no va­mos a la­men­tar­nos. Vamos a ce­le­brar. Celebrar que en 2020 ha ha­bi­do mu­cha cul­tu­ra que ha me­re­ci­do la pe­na des­cu­brir, que el mun­do ha se­gui­do gi­ran­do y que nos ha ape­te­ci­do pen­sar, sen­tir y dis­fru­tar de cuan­to otros se­res hu­ma­nos han que­ri­do crear ex­tra­yen­do de den­tro de sí al­go ge­nuino, úni­co y per­so­nal. Porque ha­cer ele­gías es fá­cil. Pero ce­le­brar la vi­da es mu­cho más divertido. 

Andrés Abel

The Hunt

«Pongo un mon­tón de ca­ras en es­ta pe­lí­cu­la». De to­das las ale­grías que nos ha da­do Damon Lindelof es­ta me pa­re­ce sin du­da la más re­don­da, con per­mi­so de The Leftovers, y eso es gra­cias so­bre to­do a una Betty Gilpin de-sa-ta-da. Dice en los ex­tras del BD: «Si Athena [el per­so­na­je de Hilary Swank] es la dio­sa de la gue­rra y el in­te­lec­to, yo que­ría que Crystal fue­ra Medusa: una mu­jer mal­di­ta, ol­vi­da­da y pro­fun­da­men­te en­lo­que­ci­da». Su Crystal Creasey es por de­fi­ni­ción y re­sul­ta­dos el John Rambo de nues­tra era, y yo po­dría pa­sar­me la vi­da vien­do có­mo api­la cuer­pos y es­cu­chan­do sus ac­tua­li­za­cio­nes de fá­bu­las clá­si­cas. Como esa que nos ha­ce pre­gun­tar­nos si so­mos la lie­bre o la tortuga.

The Mill

Así se lla­ma el lo­cal de en­sa­yo de Paradise Lost (in­ven­to­res del me­tal gó­ti­co, ma­ri­ne­ros de lu­ces apa­ga­das con al­mas de hie­lo y es­pal­das blan­que­ci­nas, et­cé­te­ra) y ese fue el es­ce­na­rio de una ac­tua­ción que se trans­mi­tió al mun­do en dos úni­cos pa­ses pa­ra lue­go es­fu­mar­se en el mis­mo va­cío que pa­re­cía en­vol­ver al gru­po du­ran­te el con­cier­to. No pue­do en­la­zar, pues, nin­gún ví­deo del even­to, pe­ro sí los de Beneath Broken Earth y So Much is Lost, por ejem­plo, dos can­cio­nes ca­si opues­tas que tu­vie­ron los hue­va­zos de to­car se­gui­das en el bis ha­cién­do­las so­nar co­mo éxi­tos del mis­mo dis­co, pa­ra in­ten­tar trans­mi­tir lo bru­jo que es es­te gru­po y lo má­gi­ca que fue esa noche. 

The Weeknd

La pe­lí­cu­la mu­si­cal de te­rror del año no es The Haunting of Björk House, sino la que se ha mon­ta­do Abel Tesfaye en torno a su fe­no­me­nal After Hours. Para ello ha cons­trui­do una na­rra­ti­va en la que ha in­te­gra­do los vi­deo­clips de los te­mas, al­gu­na ac­tua­ción en vi­vo, e in­clu­so un cor­to que pre­lu­dia la tran­si­ción del ar­tis­ta en slasher… y su muer­te a mi­tad de ca­mino. Después de ese blo­que pre mor­tem (obra to­do del di­rec­tor Anton Tammi) so­bre­vie­nen vi­sio­nes del más allá, la vi­si­ta de los fan­tas­mas del pa­sa­do en for­ma de pie­za de ani­ma­ción, y un gran fi­nal (de mo­men­to) en el que se re­gre­sa a la car­na­li­dad de la for­ma más abe­li­ta po­si­ble. La se­cuen­cia or­de­na­da de la his­to­ria pue­de ver­se en es­ta lis­ta que, ca­so de sa­ber a po­co, es po­si­ble com­ple­men­tar con más san­gre en di­rec­to o co­la­bo­ra­cio­nes tan mons­truo­sas co­mo las de Kenny G o Chromatics. Del cros­so­ver con Rosalía me­jor may­be ol­vi­dar­se, a ries­go de te­ner que dor­mir con la luz abier­ta.

Álvaro Arbonés

Tres vasos comunicantes: Devs, Gangs of London y The Forest of Love

Alex Garland. Gareth Evans. Sion Sono. Tres nom­bres con na­da en co­mún en­tre ellos, ex­cep­to una vi­sión muy par­ti­cu­lar del au­dio­vi­sual que no acep­ta nin­guno de los clá­si­cos com­pro­mi­sos que exi­ge el mains­tream o la ci­ne­fi­lia. Hacen ci­ne ba­sán­do­se en lo que creen que de­be ser el ci­ne, no lo que un gru­po de gen­te, con di­ne­ro o con auto-otorgado pres­ti­gio, crean que de­be ser. Para de­mos­trar­lo, so­lo te­ne­mos que ver sus res­pec­ti­vos pro­yec­tos de es­te año —Devs, Gangs of London y The Forest of Love— pa­ra com­pro­bar que no se plie­gan a las ideas de los pro­duc­to­res de Hollywood, pe­ro tam­po­co a las ideas de los ci­né­fi­los siem­pre dis­pues­tos a ti­rar a las vías a to­do aquel que se atre­va a sa­lir­se del ca­mino mar­ca­do por la ido­la­tría a las fi­gu­ras que les ha­cen sen­tir tam­bién a ellos santificados.

El futuro es trans con KiCk i de Arca

KiCk i de Arca no sue­na co­mo na­da que ha­yas es­cu­cha­do. KiCk i de Arca sue­na co­mo pe­da­zos de mu­chas co­sas que ha­yas es­cu­cha­do. Porque si tu­vié­ra­mos que de­fi­nir su gé­ne­ro, en dón­de se cir­cuns­cri­be, ¿dón­de lo si­tua­ría­mos? ¿Es reg­gae­ton? ¿Es elec­tró­ni­ca? ¿Es pop? Más im­por­tan­te aún, ¿aca­so im­por­ta? Porque en el dis­co qui­zás más ac­ce­si­ble y más ex­pe­ri­men­tal de Arca, pe­ro tam­bién en el dis­co don­de se de­cla­ra no-binaria, es don­de, se­gu­ra­men­te, sea más di­fí­cil de­mar­car ya nin­gu­na cla­se de lí­mi­te en su dis­cur­so. Su mú­si­ca no es só­lo del fu­tu­ro: su mú­si­ca es de un fu­tu­ro me­jor. De un mun­do don­de ya no ca­be si­quie­ra pre­gun­tar de qué gé­ne­ro es al­go, por­que, pri­me­ro y an­te­to­do, se es­cu­cha lo que tie­ne que de­cir aque­llos de quie­nes pre­ten­de­mos sa­car al­go tan com­pla­cien­te co­mo un gé­ne­ro don­de encarcelarlos. 

House / Power of X en el valor de saber crear mundos

Los X‑Men son in­fi­ni­tos. Los X‑Men son eter­nos. No exis­te nin­gu­na tra­ma en el mun­do que ya no ha­yan usa­do los X‑Men. Y sin em­bar­go, en House of X y Power of X, las co­lec­cio­nes pa­ra­le­las crea­das pa­ra re­fun­dar el sta­tus quo de los mu­tan­tes, Jonathan Hickman se las apa­ña pa­ra es­cri­bir una es­pec­ta­cu­lar bi­blia que re­de­fi­ne to­do el mun­do de los mu­tan­tes que, si bien re­sul­ta fa­mi­liar, pa­re­ce tan lleno de po­si­bi­li­da­des que la úni­ca po­si­bi­li­dad real pa­ra no­so­tros, lec­to­res, es ce­le­brar­lo. ¿Que los có­mics en sí tie­nen los clá­si­cos pro­ble­mas de guión de Hickman, el cual va­lo­ra más el fan­ser­vi­ce —el gui­ño gui­ño, co­da­zo co­da­zo— y la pur­ga ca­pri­cho­sa de in­for­ma­ción por en­ci­ma de cual­quier cla­se de con­sis­ten­cia o co­he­ren­cia na­rra­ti­va? Por su­pues­to. No po­dría ser de otro mo­do. Pero el nue­vo sta­tus quo de los X‑Men es tan es­pec­ta­cu­lar, su­ges­ti­vo y lleno de po­si­bi­li­da­des que, aun­que só­lo sea por eso, te­ne­mos que ce­le­brar es­tos do­ce nú­me­ros des­la­va­za­dos que han asen­ta­do los ci­mien­tos pa­ra al­go con mu­chí­si­mo potencial. 

Bamf!

Artefacto 3: Bojack Horseman

Lo sé, lo sé: en­tra en el tiem­po de des­cuen­to. Pero la úl­ti­ma tem­po­ra­da de Bojack Horseman se emi­tió en 2020 dan­do lu­gar a una si­tua­ción muy cu­rio­sa: el me­me del ca­ba­llo di­bu­ja­do por sec­cio­nes se cum­ple a lo lar­go de las seis tem­po­ra­das que tra­ta­ron con dra­má­ti­ca co­mi­ci­dad to­dos los te­mas so­cia­les y éti­cos ha­bi­dos y por ha­ber. Y lo hi­cie­ron bien, de­ján­do­nos ro­ti­tas por den­tro. Un ca­ba­llo per­fec­to pa­ra una se­rie pro­ta­go­ni­za­da por un ca­ba­llo desastroso.

Artefacto 2: The Mandalorian

Cómo nos due­le a al­gu­nos amar al­gu­nos pro­duc­tos ge­ne­ra­dos por esa má­qui­na fa­go­ci­ta­do­ra de hu­ma­nos y en­tre­te­ni­mien­to que es Disney. El Mandodiao nos ha brin­da­do, pa­ra em­pe­zar, una in­fi­ni­dad de jue­gos de pa­la­bras por los que es­ta­ré in­fi­ni­ta­men­te agra­de­ci­do. Pero tam­bién ha re­cu­pe­ra­do lo que pa­ra al­gu­nes de no­so­tres es la esen­cia pu­ra de Star Wars en for­ma­to tele-serie wes­tern con ma­qui­lla­je y mu­ñe­co­tes en vez de se­res CGI. Y tres to­ne­la­das de fan­ser­vi­ce. Ni lo ana­li­ces co­mo si fue­ra al­go de Lars Von Trier, ni lo ele­ves a la ca­te­go­ría de obra maes­tra que hu­mi­lla al res­to de pro­duc­tos de Star Wars: dis­fru­ta­lo co­mo une críe y cállate.

Artefacto 1: ¡Ay, Campaneras!

Lidia García, @thequeercañibot en Twitter. Cuidaos, y cui­dad. Sicalipsis. La Carmen de Mérimée. La re­vis­ta. El cu­plé. ¡Ay, Campaneras! es la rei­vin­di­ca­ción de la cul­tu­ra po­pu­lar es­pa­ñol tra­di­cio­nal, de­nos­ta­da du­ran­te mu­cho tiem­po por ran­cia, por hor­te­ra, y por una con­cep­tua­li­za­ción ge­ne­ra­li­za­da (en mu­chos ca­sos, in­fun­da­da) de «co­sa de abue­las» y/o «co­sa del fran­quis­mo». Es de las abue­las y se con­su­mió en el fran­quis­mo, sí, pe­ro de­jad­me que os di­ga una co­sa: que os lo ex­pli­que Lidia García en su pod­cast, el me­jor (muy de le­jos) ar­te­fac­to cul­tu­ral que el que es­cri­be es­to se ha me­ti­do al cuer­po en 2020. Palabras co­mo «co­pla» o «Concha Piquer» no te sue­nan bien has­ta que Lidia te las ex­pli­ca en cla­ve de gé­ne­ro, queer, de cla­se y con una con­tex­tua­li­za­ción his­tó­ri­ca que qui­ta el sen­tío, queridas.

Hector G. Barnés

The Claremont Run

Detesto los aná­li­sis en 140 ca­rac­te­res, de­tes­to los hi­los inaca­ba­bles que no son más que pu­ra re­es­cri­tu­ra de la Wikipedia, de­tes­to la ro­tun­di­dad que pro­pi­cia el for­ma­to de Twitter. Con una gran ex­cep­ción: The Claremont Run, pá­gi­na aca­dé­mi­ca de­di­ca­da a ana­li­zar la an­da­du­ra de Chris Claremont co­mo guio­nis­ta de ‘La Patrulla‑X’ en­tre 1975 y 1991, qui­zá uno de los hi­tos cul­tu­ra­les pop de lar­go re­co­rri­do más ex­cep­cio­na­les, so­lo com­pa­ra­bles a la de Gene Rodenberry en ‘Star Trek’. Aunque en su pá­gi­na web se re­co­jan re­cur­sos va­lio­sos co­mo una sis­te­ma­ti­za­ción de las re­pre­sen­ta­cio­nes de los per­so­na­jes, na­da co­mo las di­gre­sio­nes re­co­gi­das en su cuen­ta de Twitter, que me han ale­gra­do el día ca­da vez que aso­ma­ban la ca­be­za por mi ‘ti­me­li­ne’, pe­que­ñas re­fle­xio­nes so­bre la ge­nia­li­dad de uno de los gran­des del có­mic. Y, al mis­mo tiem­po, una mues­tra de que la aca­de­mia pue­de en­con­trar otras vías pa­ra la di­vul­ga­ción en los for­ma­tos emergentes.

Lee Friedlander en Madrid (PhotoESPAÑA)

Me acer­qué a la ex­po­si­ción del fo­tó­gra­fo es­ta­dou­ni­den­se en la Fundación Mapfre ima­gi­nan­do una agra­da­ble re­co­pi­la­ción de por­ta­das de dis­cos icó­ni­cas —su­yo es, por ejem­plo, el cé­le­bre con­tra­pi­ca­do de John Coltrane en la por­ta­da de Giant Steps o los re­tra­tos de los blues­men co­mo Mississippi Fred McDowell en su en­torno na­tu­ral— y me en­con­tré con un apa­sio­nan­te for­ma­lis­ta cu­yas fo­to­gra­fías son ca­pa­ces de mos­trar una reali­dad y su re­ver­so, la vi­da co­ti­dia­na y la vi­da abs­trac­ta, Hooper y Chirico de la mano. Periodismo y poe­sía, el sue­ño ame­ri­cano y el sue­ño de Goya. Friedlander via­jó por España a prin­ci­pios de los años 60 y las imá­ge­nes de nues­tro país re­co­gi­das por el ame­ri­cano ofre­cen una vi­sión muy le­ja­na a los re­tra­tos cos­tum­bris­tas tan pro­pios de la épo­ca, que mues­tran que en la abs­trac­ción, co­mo en la muer­te, to­dos nos parecemos.

Utopías: «Cómo ser anticapitalista en el siglo XXI» de Erik Olin Wright y «Utopía no es una isla» de Layla Martínez

En las úl­ti­mas se­ma­nas del año irrum­pie­ron un par de li­bros que in­ten­tan res­pon­der a la gran pre­gun­ta que nos ten­dre­mos que ha­cer el pró­xi­mo año: ¿có­mo con­se­gui­mos que el mun­do sea un lu­gar me­jor? «Admirable» es la pa­la­bra que siem­pre me ha su­ge­ri­do el tris­te­men­te fa­lle­ci­do so­ció­lo­go es­ta­dou­ni­den­se, tan­to por su ma­ne­ra de ex­pli­car con di­dác­ti­ca e in­te­li­gen­cia las di­ná­mi­cas po­lí­ti­cas y so­cia­les de la se­gun­da mi­tad del si­glo XX co­mo por la es­pe­ran­za que bri­lla ba­jo su gra­má­ti­ca cal­ma­da y ge­ne­ro­sa. Martínez es mu­cho más rui­do­sa y fu­rio­sa es­cri­bien­do, y eso tam­bién es ne­ce­sa­rio: sus uto­pías no so­lo son una guía pa­ra adi­vi­nar me­jo­res fu­tu­ros, sino tam­bién una es­ti­mu­lan­te re­co­pi­la­ción de re­la­tos que nos re­cuer­dan que la ciencia-ficción o la fan­ta­sía no tie­nen por qué ser siem­pre ficciones.

Noah Benalal

Toda la comedia alegre

El pri­mer es­pa­cio de es­ta lis­ta se lo quie­ro de­di­car a los tres ítems que más me han ob­se­sio­na­do y me han he­cho reír es­te 2020. El pri­me­ro es Middleditch and Schwartz, una mi­ni­se­rie de co­me­dia de im­pro­vi­sa­ción que se es­tre­nó en Netflix a prin­ci­pios de año, don­de Thomas Middleditch (Silicon Valley) y Ben Schwartz (Parks & Recreation, Space Force) le son­sa­can a al­guien del pú­bli­co una pe­que­ña anéc­do­ta so­bre la que cons­trui­rán, so­bre la mar­cha, to­do su es­pec­tácu­lo: una ma­ra­vi­lla cuan­do les sa­le bien, y to­da­vía más di­ver­ti­da cuan­do se equi­vo­can y tie­nen que sa­lir por lu­ga­res ines­pe­ra­dos. También ha si­do el año de Saturday Night Live, que en­tre la cam­pa­ña pre­si­den­cial, la cró­ni­ca de ac­tua­li­dad y el mu­si­cal ab­sur­do, ha si­do el ri­tual per­fec­to pa­ra sen­tir­me acom­pa­ña­da los do­min­gos por la ma­ña­na. Mis sket­ches fa­vo­ri­tos, pa­ra quien le in­tere­se, han si­do es­te, es­te, es­te y es­te. Y, por úl­ti­mo, Tenet: la pe­lí­cu­la de Christopher Nolan que no es ca­paz de do­mi­nar el tiem­po pa­ra ate­rri­zar nin­guno de sus chis­tes, pe­ro que con sus erro­res me ha en­se­ña­do co­sas y ade­más me he­cho pa­sar los me­jo­res ra­tos del año, bro­mean­do y es­pe­cu­lan­do so­bre su al­to con­cep­to y su es­tre­pi­to­so fracaso. 

Dos anti-relatos nacionales, o algo así (libros y cine) 

Aquí reúno las dos co­sas que de ver­dad me gus­ta­ría que to­do el mun­do pu­die­se ver y leer: El año del des­cu­bri­mien­to, una pe­lí­cu­la de Luis López Carrasco, y Mapocho, una no­ve­la de Nona Fernández. El año del des­cu­bri­mien­to uti­li­za los re­cur­sos del do­cu­men­tal y las pro­tes­tas obre­ras de 1992 en Cartagena pa­ra cons­truir un re­la­to a mu­chas vo­ces so­bre los éxi­tos y fra­ca­sos del sin­di­ca­lis­mo en España, las con­se­cuen­cias de la re­con­ver­sión in­dus­trial, la pre­ca­rie­dad la­bo­ral de los jó­ve­nes de hoy y, más que nin­gu­na otra co­sa, los efec­tos ma­te­ria­les de la po­lí­ti­ca en las vi­das de la gen­te. Con pan­ta­lla par­ti­da y sin nin­gu­na pri­sa, va más allá de ex­po­ner las «men­ti­ras» del año de los JJOO de Barcelona, la Expo ‘92 y la idea de una España que lle­ga­ba, por fin, al fu­tu­ro; la pe­li cons­ta­ta, pre­gun­ta, es­cu­cha y, so­bre to­do, te en­cien­de co­mo una ce­ri­lla. El cuer­po con el que se sa­le de ver­la no lo pue­do ex­pli­car, pe­ro me­re­ce mu­cho la pe­na y la ad­mi­ro. Igual que Mapocho, una enor­me cons­truc­ción tam­ba­lean­te de no­ve­la que, en muy po­co es­pa­cio, tam­bién su­per­po­ne dis­tin­tos pe­río­dos his­tó­ri­cos pa­ra des­mon­tar y re­crear un re­la­to na­cio­nal, el de la im­pre­sio­nan­te y san­grien­ta his­to­ria de Chile: es una his­to­ria de fan­tas­mas, de ex­tre­ma vio­len­cia y ex­tre­ma be­lle­za, que per­so­na­li­za y re­vi­ve y ex­te­rio­ri­za el trau­ma de una na­ción que se ha mo­vi­li­za­do y ha re­co­gi­do sus fru­tos es­te año. 2020 tam­bién ha si­do el año de Chile, y no ten­go nin­gu­na du­da de que es­ta ha si­do mi lec­tu­ra favorita. 

Miscelánea de internet

Por úl­ti­mo, las co­sas que más me han lla­ma­do la aten­ción du­ran­te el año del scroll: Garbage Day, la news­let­ter so­bre me­mes y co­sas de in­ter­net cu­ra­da con mu­cho ca­ri­ño e ím­pe­tu pe­rio­dís­ti­co por Ryan Broderick, que ex­pli­ca y co­lec­cio­na ma­te­rial en­con­tra­do de Internet; ex­pli­ca el ori­gen de al­gu­nas bro­mas en uso, se­lec­cio­na y ana­li­za de to­da cla­se de ví­deos y ob­je­tos cu­rio­sos, y va ac­tua­li­zan­do so­bre el de­sa­rro­llo de posts, hi­los y hap­pe­nings vir­tua­les que se ex­tien­den en el tiem­po, co­mo lo del mo­no­li­to, y siem­pre es muy di­ver­ti­do. También la cuen­ta de Instagram de Nicole McLaughlin, una di­se­ña­do­ra que ha­ce upcy­cling con to­da cla­se de ob­je­tos y fa­bri­ca ro­pa y ac­ce­so­rios chu­lí­si­mos y un po­co ab­sur­dos: mis fa­vo­ri­tos son los pen­dien­tes de hi­lo den­tal, los pen­dien­tes de man­te­qui­lla y las uñas de pan pa­ra un­tar man­te­qui­lla. Sobresale la cuen­ta de Marsel, mi pe­rro in­fluen­cer fa­vo­ri­to, y la na­rra­ti­va del ví­deo de Brian David Gilbert del que to­do el mun­do habla. 

Jorge Cano

Ema

Ahora que es­ta­mos vi­vien­do en pri­me­ra fi­la la muer­te del ci­ne (gra­cias, Nolan), quie­ro rei­vin­di­car co­mo buen boo­mer la inimi­ta­ble ex­pe­rien­cia de ver una pe­lí­cu­la en una sa­la. Y no por la ca­li­dad de ima­gen y so­ni­do, o por la aten­ción a la que nos pre­dis­po­ne co­mo es­pec­ta­do­res, sino por esa mís­ti­ca co­mu­nión que a ve­ces se pro­du­ce en­tre com­ple­tos des­co­no­ci­dos. Riendo en los mis­mos chis­tes, emo­cio­nán­do­nos en las mis­mas es­ce­nas o co­mo me ocu­rrió con Ema de Pablo Larraín, po­ner­nos to­dos los allí pre­sen­tes ca­chon­dí­si­mos. Es tan sen­sual es­ta pe­lí­cu­la, de una ma­ne­ra tan vis­ce­ral, que un hornys­mo trans­ver­sal al­can­zó tan­to a los más jó­ve­nes co­mo a las se­ño­ras ju­bi­la­das que nos fa­llan en los ci­nes Ideal los fi­nes de se­ma­na por la tar­de. Supongo que a eso se re­fie­ren con «la ma­gia del ci­ne», que a ve­ces se nos ol­vi­da en­tre tan­ta pe­lí­cu­la fal­ta de pa­sión y fres­cu­ra, al­go de lo que va so­bra­do el ci­ne de es­te mag­ní­fi­co di­rec­tor chileno.

How to with John Wilson

El úni­co y hu­mil­de pro­pó­si­to que me hi­ce pa­ra es­te año es in­ten­tar ser un po­co me­nos cí­ni­co, y al fi­nal lo que he he­cho es abra­zar es­ta ca­rac­te­rís­ti­ca de mi per­so­na­li­dad en lu­gar de lu­char con ella, ya que con­tro­la­da y en sus do­sis jus­tas creo que no ha­ce da­ño a na­die. How to with John Wilson me ha ayu­da­do en es­te pro­ce­so men­tal, una se­rie que des­de un hu­mor muy iró­ni­co cri­ti­ca el en­fer­mi­zo es­ti­lo de vi­da de los neo­yor­qui­nos y por con­si­guien­te de to­dos los que vi­vi­mos en una so­cie­dad con­su­mis­ta. Ofreciendo al­gu­nos de los mo­men­tos con los que más me he reí­do en mu­cho tiem­po, y de los más tris­tes si ras­cas la su­per­fi­cie, la mi­ra­da cí­ni­ca pe­ro a la vez hu­ma­nis­ta de John Wilson con­si­gue crear al­go úni­co y muy ori­gi­nal, de­mos­tran­do que am­bas fa­ce­tas no tie­nen por qué es­tar re­ñi­das: siem­pre hay al­go de luz al fi­nal del su­cio, ma­lo­lien­te y os­cu­ro túnel.

We Are Who We Are

A ries­go de que­dar ba­nea­do pa­ra siem­pre de es­ta pres­ti­gio­sa lis­ta, por­que el pa­trón que nos ha reu­ni­do hoy aquí a to­dos le tie­ne un po­co de ti­rria a es­te ita­liano, me he atre­vi­do a in­cluir We Are Who We Are,la se­rie de Luca Guadagnino, que me ha ena­mo­ra­do. Vale, sé per­fec­ta­men­te por qué no os gus­ta es­te di­rec­tor, yo tam­bién le veo las mis­mas cos­tu­ras y en­tien­do que os re­sul­te irri­tan­te, pe­ro por lo que sea co­nec­to con su mi­ra­da y sen­si­bi­li­dad, me gus­ta lo que ha­ce in­clu­so cuan­do se equi­vo­ca. Intentad de­jar vues­tros pre­jui­cios a un la­do, por­que de ma­ne­ra sor­pren­den­te en es­ta se­rie te­ne­mos a un Guadagnino que aban­do­na su es­te­ti­cis­mo y apues­ta por el na­tu­ra­lis­mo pa­ra ha­blar de al­go tan ma­ni­do co­mo la ado­les­cen­cia, que po­cas ve­ces he vis­to re­tra­ta­da en una fic­ción de ma­ne­ra tan cer­te­ra. Esa mon­ta­ña ru­sa de emo­cio­nes con eu­fo­rias y de­cai­mien­tos y de bús­que­da de la iden­ti­dad que me­dian­te cui­da­das at­mós­fe­ras emo­cio­na­les y unos ac­to­res en es­ta­do de gra­cia con­si­guie­ron que aca­ba­ra que­rien­do a sus per­so­na­jes co­mo si fue­ran mis hi­jos; una se­rie preciosa.

Pablo Casado

New Blood Interactive

2020 ha si­do el año en el que, por suer­te, he co­men­za­do a su­mer­gir­me en el ca­tá­lo­go de es­ta glo­rio­sa edi­to­ra de vi­deo­jue­gos in­de­pen­dien­tes. Socarrones, irre­ve­ren­tes y con un gra­do de com­pro­mi­so con la ca­li­dad y la sa­tis­fac­ción de los usua­rios po­co co­mún, acu­mu­lan tras de sí mi­les de re­se­ñas po­si­ti­vas en to­dos sus tí­tu­los, una co­lec­ción de jue­gos bru­tal y unas di­rec­cio­nes web que son pa­ra en­mar­car. Un ejem­plo in­con­tes­ta­ble de to­do es­to es el, por aho­ra, Early Access de ULTRAKILL. Sus en­ga­ño­sas tra­zas de FPS no­ven­te­ro es­con­den tras de sí una pro­pues­ta fre­né­ti­ca, ul­tra­vio­len­ta y tur­bo­go­re en la que su in­fierno tie­ne más que ver con Quake que con la Divina Comedia y al úni­co Dante que ren­di­re­mos plei­te­sía se­rá al de la sa­ga de Capcom, eje­cu­tan­do com­bos im­po­si­bles y ma­nio­bras de fino es­ti­lis­ta a to­da hos­tia. De ahí a co­ger un do­mi­nio lla­ma­do devilmayquake.com só­lo iba un pa­so, pe­ro lo re­le­van­te de ver­dad es aso­mar­se a esa di­rec­ción y ver có­mo el 99% de sus re­se­ñas son po­si­ti­vas. O el 98% de las re­se­ñas de DUSK. O el 96% de las de Amid Evil. Quizás esos por­cen­ta­jes vie­nen de la mano de pro­pues­tas lle­nas de pa­sión, crea­ti­vi­dad y res­pe­to por el me­dio y to­do lo que lle­va con­si­go, usua­rios in­clui­dos. Y qui­zá mu­chas pu­blishers de­be­rían to­mar no­ta de New Blood, una edi­to­ra que pa­re­ce que es­tá de ca­chon­deo cuan­do lla­ma a su pá­gi­na de Steam wehate.money, pe­ro que se to­ma en se­rio las co­sas que de ver­dad importan.

ELDER. OMENS.

El úl­ti­mo ál­bum de ELDER es la cris­ta­li­za­ción de un pro­ce­so que se lle­va fra­guan­do, por lo me­nos, des­de Reflections Of A Floating World . Una evo­lu­ción len­ta pe­ro se­gu­ra de lo que ya por aquél en­ton­ces era un so­ni­do inimi­ta­ble que an­sia­ba ex­plo­rar nue­vas fron­te­ras más allá de los lí­mi­tes de las pe­sa­das gui­ta­rras del sto­ner. Algo de esa con­tun­den­cia que­da en los cin­co cor­tes que com­po­nen OMENS, un dis­co que es mu­chí­si­mo más am­bi­cio­so en la cons­truc­ción de sus me­lo­días y que re­le­ga a la par­te vo­cal a una pre­sen­cia ca­si anec­dó­ti­ca. De ahí que ha­ya aún más es­pa­cio pa­ra un me­ticu­loso re­co­rri­do por el tra­ba­jo de sus gui­ta­rras, pa­ra ale­jar­se y acer­car­se una y otra vez al eje me­ló­di­co de la com­po­si­ción y lle­gar fi­nal­men­te a un clí­max en el que, ahí sí, to­da la ban­da se des­ata pa­ra de­mos­trar que no se les ha ol­vi­da­do na­da de lo que en su mo­men­to de­mos­tra­ron. Habrá mu­chos que año­ren la po­de­ro­sa dis­tor­sión que, en su mo­men­to, do­mi­nó Dead Roots Stirring y, en me­nor me­di­da, Lore. Yo no. Cada dis­co de Elder es un es­tu­dio en pro­fun­di­dad de una nue­va fór­mu­la, de un gi­ro a su par­ti­cu­lar so­ni­do, que afian­za ca­da vez más a un gru­po que no tie­ne ri­val. Joder, có­mo me gus­ta Elder. 

Daniel Warren Johnson 

Dos son las obras que me lle­van a in­cluir a es­te mons­truo de las vi­ñe­tas en es­ta lis­ta de 2020. La pri­me­ra me la per­mi­to por una pe­que­ña ar­gu­cia gra­cias al ló­gi­co des­fa­se edi­to­rial USA/España y la se­gun­da es en bue­na lid. Y es que en es­te año ha vis­to la luz en España Murder Falcon y en USA Wonder Woman: Dead Earth. Cualquiera de las dos con­tie­ne los su­fi­cien­tes ele­men­tos Danielwarrenjohnsonianos co­mo pa­ra em­pe­zar mi ale­ga­to pe­ro eh, do­ble de vi­ñe­tas, do­ble de di­ver­sión. Porque de eso es de lo que va la obra de mi que­ri­do ar­tis­ta: de dis­fru­tar al má­xi­mo con ca­da pá­gi­na. Con un tra­zo fu­rio­so, lleno de ener­gía y di­na­mis­mo, sus com­po­si­cio­nes apro­ve­chan el 100% del for­ma­to, ha­cien­do que nues­tros ojos va­yan de for­ma rá­pi­da de un la­do pa­ra otro con unas ono­ma­to­pe­yas ge­nia­les o se de­ten­gan an­te una mi­ra­da que re­cla­ma to­da nues­tra aten­ción. Y eso cuan­do no abre al má­xi­mo el plano y la épi­ca a gran es­ca­la le ro­ba el pro­ta­go­nis­mo a cual­quier otro as­pec­to de sus cui­da­dos guio­nes. Lo cual es digno de men­ción, por­que es­ta­mos ha­blan­do de unos có­mics que tie­nen co­mo pro­ta­go­nis­tas a una Wonder Woman post-apocalíptica y a un hal­cón con un bra­zo bió­ni­co que pe­ga hos­tias al rit­mo del JEBI METAL. Normal que, con es­tas cre­den­cia­les, le ha­yan otor­ga­do las rien­das de la nue­va co­lec­ción de Bill Rayo Beta en Marvel, un alien de as­pec­to ca­ba­lluno que es me­jor Thor que el pro­pio Thor y que fue la car­ta de pre­sen­ta­ción de Walter Simonson —otro TITÁN— co­mo au­tor com­ple­to en Marvel. Dudo mu­cho que sea una coincidencia.

Anabel Colazo

Tetsuya Nomura is very quiet, but very powerful 

No nos cues­ta de­ma­sia­do va­lo­rar nues­tras pro­pias ex­pe­rien­cias, has­ta el pun­to de ser so­bre­pro­tec­to­res con ellas. Nadie pa­re­ce que­rer re­ma­kes de co­sas. Mucha gen­te se emo­cio­nó al ver que el pro­yec­to de Final Fantasy VII re­ma­ke exis­tía, pe­ro mu­cha gen­te ha de­tes­ta­do que lo hi­cie­ran. No es por res­pe­to a la obra ori­gi­nal, no es por­que apre­cien has­ta ni­ve­les in­abar­ca­bles el jue­go de 1997: al fin y al ca­bo, na­die va a eli­mi­nar esa obra. Simplemente, no quie­ren ver ame­na­za­do el re­cuer­do de cuan­do ju­ga­ron Final Fantasy VII por pri­me­ra vez. Pero Final Fantasy VII re­ma­ke es cons­cien­te de es­to, lo in­te­gra en su na­rra­ti­va y si­gue ade­lan­te, con­tan­do la his­to­ria que es­ta vez quie­re con­tar. Kitase, Nojima y Nomura (pro­duc­tor, guio­nis­ta y di­rec­tor res­pec­ti­va­men­te de Final Fantasy VII re­ma­ke) tra­ba­ja­ron mu­cho pa­ra sa­car ade­lan­te Final Fantasy VII en 1997. Midgar es­tá ahí, co­mo ha­cía 23 años… y a su vez es muy dis­tin­ta. Le pe­sa la ex­pe­rien­cia: to­dos los jue­gos, li­bros, la pe­lí­cu­la (que fue mi puer­ta de en­tra­da a es­te universo)…toda esa obra exis­te en for­ma de com­pi­la­ción del uni­ver­so. Y sí, la ciu­dad de Midgar si­gue ahí, igual que los te­mas que nos ocu­pan: los ri­cos si­guen aplas­tan­do a los po­bres, y si­gue ha­bien­do un pla­ne­ta que sal­var. Las me­ga­cor­po­ra­cio­nes si­guen mo­no­po­li­zan­do los re­cur­sos pri­ma­rios y des­tru­yen­do la tie­rra que ha­bi­ta­mos. Al fi­nal del jue­go ori­gi­nal hay un sal­to tem­po­ral en el que po­de­mos ver la ciu­dad de Midgar de­rrui­da atra­pa­da por una ve­ge­ta­ción cre­cien­te, la na­tu­ra­le­za reapro­pián­do­se de lo que es su­yo. Pensaba en es­to co­mo un fu­tu­ro in­evi­ta­ble e ina­mo­vi­ble… pe­ro en 2020 no me atre­ve­ría a afir­mar lo mis­mo. Me pre­gun­to que le es­pe­ra a Midgar en es­ta oca­sión. Final Fantasy VII re­ma­ke ter­mi­na con una fra­se di­cha por Aerith: “lo echo de me­nos, el cie­lo de ace­ro”. No sa­ber lo que va a ocu­rrir da mie­do pe­ro es­toy de­sean­do vivirlo. 

Yaeji in Place

Con What We Drew Yaeji se ha me­ti­do de lleno en­tre mis ar­tis­tas más re­pro­du­ci­dos es­te año. Hace unos me­ses, cuan­do to­da­vía me en­con­tra­ba atra­pa­da en otro país, el di­rec­to so­li­da­rio que hi­zo en el ca­nal Boiler Room de you­tu­be me atra­pó por com­ple­to: su na­tu­ra­le­za co­mo ar­tis­ta mul­ti­dis­ci­pli­nar y la pre­sen­cia de dis­tin­tos co­la­bo­ra­do­res hi­zo que le­jos de ser un di­rec­to al uso fue­se una ex­pe­rien­cia a la que vuel­vo ca­da mes, hip­no­ti­za­da por lo bien que fun­cio­nan to­dos los ele­men­tos que ma­ne­ja juntos. 

El final de Kimetsu no Yaiba 

La his­to­ria de los ca­za­do­res de de­mo­nios es fre­né­ti­ca y rá­pi­da. Quizás es­to se de­be a que sí, en un mun­do lleno de es­pa­das y de­mo­nios, mu­cha gen­te mue­re. Permitiéndose el es­pa­cio ne­ce­sa­rio pa­ra que em­pa­ti­ces con ellos, la ma­yo­ría de los per­so­na­jes pe­re­ce­rán en­tre esas pá­gi­nas. En un mun­do tan vio­len­to y des­pia­da­do es un ali­vio que los pro­ta­go­nis­tas sean per­so­nas op­ti­mis­tas y fuer­tes, pe­ro frus­tran­te pa­ra el de­sa­rro­llo de los per­so­na­jes. Es por es­to que me re­sul­tó un ali­vio ver ese ca­pí­tu­lo fi­nal, que plan­tea­do co­mo una suer­te de fan­fic­tion sli­ce of li­fe/au los per­so­na­jes que nos han acom­pa­ña­do (y de­ja­do) a lo lar­go de to­da la se­rie en­cuen­tran un lu­gar feliz.

Xabier Cortés

Stare Into The Death And Be Still, de Ulcerate

Si el año pa­sa­do Blood Incantation lan­zó el que pro­ba­ble­men­te sea uno de los tra­ba­jos death­me­ta­le­ros más im­por­tan­tes de los úl­ti­mos años, es­te 2020 son los neo­ze­lan­de­ses Ulcerate los en­car­ga­dos de de­mos­trar­nos que, le­jos de la opi­nión del me­ta­le­ro me­dio, el death me­tal tie­ne to­da­vía mu­chos se­cre­tos que des­ve­lar. «Stare Into Death And Be Still» su­po­ne una per­fec­ta con­ti­nua­ción de ese ab­so­lu­to Leviatán so­no­ro que fue su dis­co de 2016 «Shrines Of Paralysis», pe­ro con el fir­me pro­pó­si­to de lle­var las lí­mi­tes de su pro­pio so­ni­do a nue­vas al­tu­ras. Más ac­ce­si­ble que sus an­te­rio­res tra­ba­jos, to­do lo ac­ce­si­ble que pue­de ser un so­ni­do ex­tre­mo cla­ro es­tá; afi­la­do, ás­pe­ro y di­so­nan­te, el tra­ba­jo tan­to en com­po­si­ción co­mo en eje­cu­ción (tam­bién en la pro­duc­ción, cris­ta­li­na y per­fec­ta­men­te equi­li­bra­da) al­can­za nue­vas co­tas de ex­ce­len­cia aquí siem­pre con el oji­to pues­to es­pe­cial­men­te en esa in­hu­ma­na má­qui­na tras la ba­te­ría que es Jaimie Saint-Merat. Desde los pri­me­ros com­pa­ses de «The Lifeless Advance» has­ta los úl­ti­mos es­ter­to­res de «Dissolved Orders» con el que cie­rran el dis­co, es­te úl­ti­mo tra­ba­jo del trío de Auckland si­gue aña­dien­do nue­vos ca­pí­tu­los a la his­to­ria de la mú­si­ca ex­tre­ma de van­guar­dia. ¿Cómo no va a ser uno de los dis­cos más des­ta­ca­dos del año uno que pa­re­ce abrir una bre­cha en el te­ji­do cós­mi­co pa­ra trans­por­tar­nos a tra­vés de un agu­je­ro ne­gro de me­lan­co­lía, di­so­nan­cia y rui­do? Pues eso.

Termination Shock, de Traveler

Un año más esa nue­va ola de heavy me­tal tra­di­cio­nal que se ha ve­ni­do ges­tan­do en Norteamérica en es­ta úl­ti­ma dé­ca­da nos vuel­ve a de­jar, por un la­do, un buen pu­ña­do de tra­ba­jos con los que re­cor­dar a los vie­jos po­pes (bri­tá­ni­cos) del gé­ne­ro y, por otro, de­mos­trar que le­jos de que­dar­se en un sim­ple ejer­ci­cio de nos­tal­gia sin otro re­co­rri­do que ese, lo que nos pro­po­nen gru­pos co­mo Traveler, Eternal Champion, Riot City, Screamer o Haunt es de­vol­ver­le a ese heavy me­tal ar­que­tí­pi­co un po­co de esa ma­gia que vi­vió ha­ce más de trein­ta años. En un año en el que he­mos vis­to el se­gun­do lar­ga du­ra­ción (con un hy­pe des­co­mu­nal, y me­re­ci­do, den­tro de las hues­tes me­tá­li­cas que ría­se us­ted del crea­do por cier­to vi­deo­jue­go no-sé-qué-2077) de Eternal Champion, es «Termination Shock» de los ca­na­dien­ses Traveler el que se al­za co­mo cam­peón —no pun in­ten­ded— en es­ta vo­rá­gi­ne de riffs po­ten­tes, me­lo­días pe­ga­di­zas, him­nos épi­cos y ca­tár­sis ochen­te­ra que man­tie­ne el pan­ta­lón va­que­ro ajus­ta­do y ca­za­do­ra va­que­ra par­chea­da. En su se­gun­do lar­ga du­ra­ción, es­te com­bo de Ontario con­si­gue un equi­li­brio per­fec­to en­tre to­dos esos ele­men­tos que con­vir­tie­ron a la nwobhm en to­do un fe­nó­meno mu­si­cal: rit­mos ace­le­ra­dos, voz bri­llan­te (pe­ro co­me­di­da con los gor­go­ri­tos), ar­mo­nías do­bla­das por unas gui­ta­rras que siem­pre tie­nen la res­pues­ta que es­tás bus­can­do, unos co­ros pa­ra de­jar­se la gar­gan­ta jun­to a ellos y to­do es­to cons­trui­do so­bre una ba­se rít­mi­ca só­li­da y tro­to­na. Es por to­do es­to que «Termination Shock» me­re­ce un lu­gar de ho­nor en­tre esos ar­te­fac­tos cul­tu­ra­les que han atra­ve­sa­do es­te 2020.

Conundrum, de Hällas

Que uno de los dis­cos más des­ta­ca­bles de es­te año 2020 sea un dis­co que be­be di­rec­ta­men­te de las fuen­tes del rock pro­gre­si­vo de los setenta/ochenta —de Uriah Heep y Blue Öyster Club en­tre mu­chos otros—with a twist es al­go que me ima­gino que­rrá de­cir al­go de los tiem­pos que co­rren. No lo sé. Lo que sí me que­dó cla­ro la pri­me­ra vez que es­cu­ché es­te nue­vo tra­ba­jo del quin­te­to sue­co es que den­tro de es­ta co­rrien­te retro-rock que lle­va de­sa­rro­llán­do­se des­de ha­ce unos años, Hällas se es­tá con­vir­tien­do por de­re­cho pro­pio en uno de sus ex­po­nen­tes más bri­llan­tes. Porque no son tan ha­bi­tua­les los dis­cos que te de­jan una sen­sa­ción de bien­es­tar des­pués de una es­cu­cha, pe­ro son los me­nos los que, tras mu­chas —mu­chí­si­mas— es­cu­chas más se des­cu­bre co­mo una de esas ra­ra avis que se­gún le vas dan­do más vuel­tas te das cuen­ta de que re­sul­ta ser un dis­co que te arro­pa, te da un be­si­to en la fren­te y te di­ce que to­do va a sa­lir bien. «Conundrum» es una aven­tu­ra — los pro­pios Hällas se de­fi­nen co­mo ad­ven­tu­re rock— que po­ne fi­nal a la tri­lo­gía que em­pe­za­ra ha­ce 5 años con su pri­mer ál­bum. Prog, synth (in­clu­so abra­zan­do sin ta­pu­jos el synth­wa­ve en «Fading Hero»), psi­co­de­lia y mis­te­rio en un ál­bum se nos va pre­sen­tan­do de for­ma na­tu­ral y sin pri­sas: to­do flu­ye y no en­con­tra­mos nin­gún ele­men­to que se ale­je del plan que tie­nen es­tos sue­cos en sus ca­be­ci­tas. Te aden­tras con pa­so fir­me, pe­ro cau­to en un dis­co que re­sul­ta ser un la­be­rin­to y no de­jas de en­con­trar­te ver­da­de­ros him­nos co­mo «Carry On» —pro­ba­ble­men­te uno de las me­jo­res can­cio­nes que han es­cu­cha­do es­tos hu­mil­des oí­dos en los úl­ti­mos años — , el sin­te des­ata­do de «Tear Of A Traitor» o la épi­ca y emo­ti­va «Labyrinth Of Distant Echoes». Como si hi­cie­ra fal­ta de­cir al­go más de uno de los me­jo­res dis­cos que ha sa­li­do es­te 2020.

Carlos Crespo

Primero, el jardín

Creo que po­cas co­sas es­te año me han he­cho sen­tir tan en co­ne­xión con el mun­do, la crea­ti­vi­dad y tan se­gu­ro de que in­ter­net ha me­re­ci­do la pe­na co­mo la ini­cia­ti­va de los Árboles Frutales, de Adrián Viéitez. Una co­lec­ción de tex­tos de di­ver­sas vo­ces de la li­te­ra­tu­ra es­pa­ño­la, des­de au­to­ras re­co­no­ci­das a su pro­pio pa­dre, que con­for­man un aba­ni­co en el que se dan ci­ta to­do ti­po de te­má­ti­cas. He vuel­to a más de uno de es­tos tex­tos co­mo quien re­gre­sa a ca­sa des­pués de mu­cho tiem­po fue­ra, pa­ra des­cu­brir co­sas nue­vas en ca­da relectura.

Después, la tormenta

Pedro Costa es uno de los di­rec­to­res de ci­ne a los que más ad­mi­ro. Solo he vis­to una de sus pe­lí­cu­las (la es­tu­pen­dí­si­ma Vitalina Varela), pe­ro me fal­tan de­dos pa­ra con­tar las char­las y en­tre­vis­tas que he se­gui­do su­yas. Lo ad­mi­ro por su re­co­no­ci­mien­to del ci­ne co­mo lo que es: un ne­go­cio. Su per­so­na­li­dad es ex­plo­si­va, y su for­ma de ha­blar, sin pe­los en la len­gua, no se­rá pa­ra to­dos. Pero en char­las co­mo la que dio en el pa­sa­do Festival de Róterdam, de­mues­tra que en­tien­de per­fec­ta­men­te qué es el ar­te, y has­ta dón­de tie­ne sen­ti­do lle­gar por él («si un ac­tor no es­tá bien, si yo no es­toy bien, ese día no ro­da­mos»). Además, es un tío muy di­ver­ti­do de es­cu­char: «Bresson lu­ce ge­nial en el iPhone«, «no ha­gáis más pe­lí­cu­las, por fa­vor». Por favor.

Tres escenas para terminar

Un po­co de tram­pa aquí me­ter tres es­ce­nas en un so­lo apar­ta­do, pe­ro es que el ci­ne ha da­do co­sas bue­ní­si­mas es­te año.

A fal­ta de ver la co­men­ta­dí­si­ma Lover’s Rock de Steve McQueen, mi es­ce­na de fies­ta fa­vo­ri­tí­si­ma de es­te año es­tá en Los eu­ro­peos, la úl­ti­ma pe­lí­cu­la de Víctor García León. Los dos pro­ta­go­nis­tas, de via­je en la Ibiza pre-boom del tu­ris­mo, van a una ca­sa don­de el tiem­po se di­la­ta, se cor­ta, la gen­te se acer­ca, los cuer­pos se to­can… Es ca­si un he­chi­zo, y García León lo gra­ba y lo mon­ta con un tac­to y de­ci­sión hipnotizantes.

En el pun­to opues­to a es­ta en­con­tra­mos Voices in the wind, un dra­món de Nobuhiro Suwa pre­sen­ta­do en el Festival de Gijón a tra­vés de Filmin y que con­tie­ne una de las es­ce­nas más des­aso­se­gan­tes que re­cuer­do en to­do el año: su pro­ta­go­nis­ta, una ado­les­cen­te ja­po­ne­sa, ca­mi­nan­do por un de­cam­pa­do lleno de es­com­bros, su­frien­do un ata­que de an­sie­dad que mu­ta en cri­sis exis­ten­cial, en llan­tos, en gri­tos, en ella pi­dién­do­le al cie­lo, a lo que sea, que la es­cu­che, que es­tá so­la y no quie­re, que por qué to­do es­to le pa­sa a ella.

Y al fi­nal, la cal­ma. De First cow ha­bréis leí­do ya mu­cho más, y mu­cho me­jor. Yo, per­so­nal­men­te, si­go sin sa­car­me de la ca­be­za una pe­que­ñí­si­ma es­ce­na. En la se­cuen­cia en que Cookie, uno de los pro­ta­go­nis­tas, vi­si­ta la ca­sa de King Lu por pri­me­ra vez, am­bos se de­di­can a ade­cen­tar un po­co la ha­bi­ta­ción an­tes de be­ber un po­co. King cor­ta ma­de­ra, tor­pe­men­te. Cookie ba­rre. Entonces, Cookie sa­le, sin cru­zar pa­la­bra, va al cam­po de al la­do, y re­gre­sa con un ra­mi­to de flo­res ca­si se­cas. Es un ges­to pe­que­ño, ín­fi­mo, pe­ro si es­ta pe­lí­cu­la, que va so­bre las po­si­bi­li­da­des del sue­ño ame­ri­cano pa­ra las per­so­nas y no pa­ra la eco­no­mía, va de al­go, pro­ba­ble­men­te va­ya de ese pe­que­ño ges­to. Un ra­mi­to de flo­res pa­ra ade­cen­tar la ca­sa. Y ya lu­ce mu­chí­si­mo mejor.

Jaime Delgado

Repetición como catarsis

Ingrid, de Klara Lewis, es la com­po­si­ción que más me ha so­bre­co­gi­do y he­cho fe­liz en… años. Entendiendo fe­li­ci­dad co­mo esa sen­sa­ción ca­si ex­tra­cor­pó­rea de ple­ni­tud, ese es­ta­do epi­fá­ni­co en el que la reali­dad se des­di­bu­ja pe­ro, a la vez, te­ne­mos una apa­ren­te ma­yor com­pren­sión de la mis­ma que no po­de­mos po­ner en pa­la­bras. Es de­cir, los quí­mi­cos de la ca­be­za ha­cien­do sus co­si­tas. Sus sie­te se­gun­dos de che­lo se re­pi­ten has­ta la eter­ni­dad, des­gas­tán­do­se y dis­tor­sio­nán­do­se po­co a po­co, acu­mu­lán­do­se so­bre sí mis­mos co­mo co­rro­si­vo, co­mo des­pren­dién­do­se de su pul­cri­tud y li­be­rán­do­se ca­da vez más de su des­ho­nes­ti­dad pa­ra de­jar sa­lir al­go mu­cho más sin­ce­ro, más vio­len­to, más pri­mi­ti­vo: un aba­ni­co de emo­cio­nes pu­ras que van de la con­fu­sión al do­lor al éx­ta­sis a la tris­te­za y a la es­pe­ran­za, y que nos con­du­ce a un es­ta­do in­tros­pec­ti­vo des­po­ja­do de ar­ti­fi­cios e hipocresía.

(Spotify no de­ja de ser una he­rra­mien­ta es­tu­pen­da pa­ra com­par­tir y qui­zá des­cu­brir­le al­go a otro con gus­tos si­mi­la­res, pe­ro no es­tá de más re­cor­dar que si que­re­mos apo­yar a un artista/sello Bandcamp si­gue sien­do la me­jor ma­ne­ra, lle­gán­do­le apro­xi­ma­da­men­te el 85% de lo que aportemos).

Bundle for Racial Justice and Equality by itch.io and 1391 others

Si nos cen­tra­mos en su re­le­van­cia, las ma­ni­fes­ta­cio­nes y cre­cien­te aten­ción que ha re­ci­bi­do el mo­vi­mien­to Black Lives Matter es­te año se­gu­ra­men­te que­de por en­ci­ma de mi elec­ción par­ti­cu­lar, pe­ro los mo­vi­mien­tos so­cia­les son len­tos y con­ti­nuos, y ni #BLM ha sur­gi­do en 2020 ni sus avan­ces y con­se­cuen­cias se­rán, por des­gra­cia, in­me­dia­tas. Lo que es­tas pro­tes­tas sí des­en­ca­de­na­ron el pa­sa­do ju­nio fue el lan­za­mien­to en itch.io (ba­luar­te de mi­no­rías, pe­ro tam­bién de cual­quier crea­dor con la ne­ce­si­dad de ex­pre­sar­se y com­par­tir al­go im­por­tan­te pa­ra ellos; una pla­ta­for­ma don­de el con­te­ni­do no es­tá pa­ra ser com­pra­do, sino pa­ra ser ju­ga­do) del ma­yor bund­le be­né­fi­co de vi­deo­jue­gos de la his­to­ria, que ter­mi­nó agru­pan­do más de 1700 crea­cio­nes in­dies y re­cau­dan­do más de 8 mi­llo­nes de dó­la­res. Como hi­to en sí ya es sor­pren­den­te, pe­ro más allá de los nú­me­ros el even­to sir­ve (o de­be­ría ser­vir) co­mo lla­ma­da de aten­ción pa­ra ser cons­cien­tes de la im­por­tan­cia que tie­ne esa par­te del me­dio que que­da se­pul­ta­da ba­jo la aten­ción cons­tan­te y des­me­di­da al úl­ti­mo lan­za­mien­to de la gran com­pa­ñía que to­que en ese mo­men­to. Ante la he­ge­mo­nía de me­cá­ni­cas for­mu­lai­cas –y tre­men­da­men­te con­ser­va­do­ras– en el par de gé­ne­ros rei­nan­tes, la am­bi­ción cie­ga por una ma­yor y más gran­de fi­de­li­dad rea­lis­ta que lle­va irre­me­dia­ble­men­te a la cul­tu­ra del «crunch» y el in­ten­to sis­te­má­ti­co de dis­tan­ciar­se de cual­quier in­ter­pre­ta­ción po­lí­ti­ca (pis­ta: es im­po­si­ble), dis­po­ne­mos de un ca­tá­lo­go am­plí­si­mo de crea­cio­nes más per­so­na­les, pe­que­ñi­tas, qui­zá más feo­tas, se­gún quien mi­re, qui­zá más cor­tas, pe­ro con in­quie­tud por ex­plo­rar y sub­ver­tir las na­rra­ti­vas o me­cá­ni­cas con­ven­cio­na­les, no te­ner nin­gún re­pa­ro en in­cluir un dis­cur­so de cla­ra in­ten­ción so­cial o ser abier­ta y di­rec­ta­men­te ex­pe­ri­men­ta­les. O qui­zá na­da de ello, qui­zá sim­ple­men­te ser un lu­gar ca­len­ti­to y agra­da­ble, un pe­que­ño re­fu­gio, du­ran­te los mi­nu­tos que du­re la ex­pe­rien­cia. Por su­pues­to no hay na­da de ma­lo en ju­gar a los AAA que a ca­da cual le in­tere­sen, y la cre­cien­te po­pu­la­ri­dad del in­die es in­dis­cu­ti­ble, pe­ro al igual que el ra­cis­mo no des­apa­re­ció má­gi­ca­men­te con la abo­li­ción de la es­cla­vi­tud, exis­te aún una di­ver­si­dad in­men­sa de pro­pues­tas mo­vién­do­se por el en­tre­te­ji­do in­trín­se­co del me­dio que si­gue que­dan­do ocul­ta y a la que po­de­mos, po­dría­mos, apo­yar y pres­tar más atención.

(Por men­cio­nar unos cuan­tos ejem­plos aún cuan­do li­mi­tar­me a tí­tu­los de 2020 sea par­cial­men­te con­tra­rio a lo que aca­bo de de­fen­der: Stars Die, The Sacrifices, MetaWare High School, Signs of the Sojourner, The Indifferent Wonder of an Edible Place, Pyramid, Democratic Socialism Simulator o Utopias: Navigating Without Coordinates. Pueden no ser obras ex­cep­cio­na­les y ab­so­lu­tas, te­ner de­fec­tos o in­clu­so al­gu­na ser al­go fa­lli­da, pe­ro to­das ellas na­cen de una ex­pre­sión y sen­ti­mien­to ho­nes­to y con­tri­bu­yen a en­ri­que­cer el eco­sis­te­ma del vi­deo­jue­go. Además, si uno quie­re al­go ex­cep­cio­nal, epí­to­me de lo que pue­den lo­grar los vi­deo­jue­gos in­de­pen­dien­tes, ya te­ne­mos el me­jor lan­za­mien­to del año y de la dé­ca­da: Kentucky Route Zero).

(El final de) Red Post on Escher Street

Era di­fí­cil sa­ber qué es­pe­rar de Sion Sono tras The Forest of Love, por sen­tir­se (más que ha­bi­tual­men­te) co­mo sin­te­ti­za­dor y en cier­ta ma­ne­ra cul­mi­na­ción; por la for­ma en la que Sono se ex­po­ne, rea­li­za au­to­crí­ti­ca has­ta tor­nar­se au­to­des­pre­cio y des­tri­pa de for­ma des­co­ra­zo­na­do­ra su pro­pia ca­rre­ra ba­jo el pris­ma de lo mi­se­ra­ble; por su ejer­ci­cio, en su­ma, de de­cons­truc­ción ba­sa­do en la au­to­le­sión y des­truc­ción ter­mi­nal. Sería sen­ci­llo ha­blar de Red Post on Escher Street co­mo ese re­na­ci­mien­to que se al­za so­bre las rui­nas de lo de­vas­ta­do, una vuel­ta a los orí­ge­nes, o bien co­mo el re­ver­so po­si­ti­vo de la an­te­rior (ca­da per­so­na­je ex­ten­sión de Sono, pe­ro atra­ve­sa­dos por afec­to en lu­gar de por des­pre­cio), o in­clu­so li­gar­la a Why Don’t You Play in Hell po­nien­do el fo­co en as­pec­tos di­fe­ren­tes y lle­ván­do­la al­go más allá, o al­go más acá. Pero en reali­dad no es na­da de eso, o es to­do ello, es sim­ple­men­te una pe­lí­cu­la más de Sono, con sus in­quie­tu­des so­bre el va­lor del ar­te, có­mo afec­ta a nues­tra reali­dad y el pro­ce­so crea­ti­vo; con su em­pa­tía, hu­ma­ni­dad y amor ha­bi­tual por el ser hu­mano, tan­to co­mo in­di­vi­duo co­mo en las re­la­cio­nes que se cons­tru­yen en­tre es­tos, y la ne­ce­si­dad de es­cu­char sus his­to­rias; un caos con­tro­la­do de una vi­ta­li­dad y pre­ci­sión es­truc­tu­ral im­pe­ca­ble, pe­ro que una vez co­lo­ca to­das las pie­zas (de­jan­do al mis­mo tiem­po en el pro­ce­so que la cá­ma­ra se dis­trai­ga y per­si­ga lo que le lla­me la aten­ción) da es­pa­cio y li­ber­tad su­fi­cien­te pa­ra que sean ellos mis­mos, los per­so­na­jes, los que des­cu­bran por sí so­los có­mo con­ver­tir­se en per­so­nas. También es lo más punk que ha he­cho Sono y ha da­do el ci­ne en los úl­ti­mos años.

César Díaz

VIDEOJUEGOS: The Last of Us Parte II

Este año por cir­cuns­tan­cias per­so­na­les (ser bi pa­dre) ju­gar a vi­deo­jue­gos ha si­do al­go que me ha re­sul­ta­do ex­tre­ma­da­men­te di­fí­cil. Sobre to­do, te­nien­do en cuen­ta lo com­pli­ca­do que nos lo han pues­to en es­ta ge­ne­ra­ción. Estaremos to­dos de acuer­do que, a ex­cep­ción de los jue­gos de Nintendo, la in­me­dia­tez, no ha si­do una de las vir­tu­des de los jue­gos sa­li­dos pa­ra PS4. Y si lo ha­yan si­do sus in­ter­mi­na­bles mo­men­tos de es­pe­ra con par­ches y actualizaciones.

El úni­co jue­go que ha con­se­gui­do que su­pere to­das las ba­rre­ras im­pues­tas por el me­dio y me me­ta de lleno en su uni­ver­so ha si­do la obra de Naughty Dog. Y no ha si­do por sus me­cá­ni­cas, an­ti­cua­das , po­co in­no­va­do­ras, si no por su his­to­ria y por su di­se­ño de ni­ve­les que, si bien cuan­do lo em­pe­cé, me pa­re­cía abu­rri­do, al dar­le una se­gun­da vuel­ta al jue­go, des­cu­brí nue­vos re­co­ve­cos y ca­mi­nos in­ex­plo­ra­dos que me ayu­da­ron a com­pren­der lo bien pen­sa­do que es­ta­ba el juego.

Y por su pues­to, su his­to­ria. Cuando pa­sa mu­cho tiem­po des­pués de ha­ber ju­ga­do a al­go, uno ol­vi­da los de­ta­lles me­nos im­por­tan­tes, pe­ro de lo que no se ol­vi­da nun­ca es de las sen­sa­cio­nes y de có­mo te han he­cho sen­tir. Yo nun­ca he sa­bi­do to­car la gui­ta­rra, pe­ro ja­más ol­vi­da­ré la sen­sa­ción de Ellie al ver­se im­pe­di­da pa­ra to­car la gui­ta­rra y de có­mo lle­gó has­ta allí.

Sin du­da es uno de los me­jo­res vi­deo­jue­gos que he ju­ga­do en los úl­ti­mos años y que, me ayu­dan a no des­co­nec­tar del to­do de es­te uni­ver­so vi­deo­juegrguis­ta que tan­to me ha dado.

MÚSICA: Oneohtrix Point Never, MAGIC 

Un día abrí twit­ter y me en­te­ro de que Daniel Lopatin ha­bía sa­ca­do nue­vo dis­co. Era no­viem­bre. El frío ha­bía lle­ga­do y me­ti­do en el trans­por­te pú­bli­co de un Madrid pan­dé­mi­co iba es­cu­chan­do el úl­ti­mo tra­ba­jo de es­te pro­lí­fi­co pro­duc­tor. Su mú­si­ca Quizá sea su dis­co más pop y ac­ce­si­ble. Un dis­co que he es­cu­cha­do en bu­cle du­ran­te ho­ras y que me ha lle­va­do a un mon­tón de lu­ga­res. 2020 con­fir­ma a Lopatin co­mo uno de los gran­des pro­duc­to­res mu­si­ca­les de la mú­si­ca de van­guar­dia y que le con­vier­te en to­do un re­fe­ren­te. Si es que no lo era ya.

SERIES TV: Veneno ( de los putos javis) 

Tengo una re­la­ción de amor odio con es­tos 2, Los Javis. Sus per­so­na­jes pú­bli­cos me es­to­ma­gan, su cons­tan­te so­bre ex­po­si­ción me­diá­ti­ca han con­se­gui­do que su so­la pre­sen­cia en la te­le ha­ga que cam­bie de ca­nal. Y sin em­bar­go su úl­ti­mo tra­ba­jo Veneno pa­ra Atresmedia me pa­re­ce fa­bu­lo­so. No so­lo por ser los re­yes de lo me­ta de la cul­tu­ra po­pu­lar es­pa­ño­la si no por lo bien que tra­tan to­do el uni­ver­so de Joselito, la mu­jer trans que irrum­pió en la te­le­vi­sión na­cio­nal en la dé­ca­da de los 90 y que se con­vir­tió en to­do un icono POP. Sin du­da, la se­rie de La Veneno es la que más me ha emo­cio­na­do es­te año. Y que ha re­sul­ta­do una sor­pre­sa, te­nien­do en cuen­ta la ca­li­dad me­dia de las pro­duc­cio­nes de A3. Y una con­fir­ma­ción: que Los Javis tie­nen un ta­len­to que es­tá fue­ra de to­da du­da, más allá del ma­ma­rra­chis­mo que de­rro­chan. Sin du­da es­ta­ré aten­to a cual se­rá su si­guien­te trabajo. 

Oriol Estrada Rangil

Marcados por la cruz escarlata

Black Veil Brides son uno de esos gru­pos de éxi­to que to­do guar­dián de la pu­re­za del Metal tie­ne obli­ga­ción de odiar, y so­lo por eso su atrac­ti­vo se dis­pa­ra. Cuando el Rock pa­re­ce ha­ber per­di­do to­do fue­lle en­tre el pú­bli­co jo­ven (en par­te por cul­pa de esos guar­dia­nes), es­ta ban­da que tan­to te cla­va una can­ción Hard Rock co­mo una con in­fluen­cias Metalcore se ha eri­gi­do en la úl­ti­ma dé­ca­da co­mo la per­fec­ta he­re­de­ra del Glam de los ochen­ta y de la mú­si­ca en­ten­di­da co­mo en­tre­te­ni­mien­to al más pu­ro es­ti­lo KISS. Aunque la fór­mu­la po­dría pa­re­cer gas­ta­da y su­pe­ra­da, ahí es­tán sus dis­cos en al­tas po­si­cio­nes en Billboard, o es­te vi­deo­clip de Scarlet Cross apa­re­ci­do un vier­nes 13 en YouTube, que en po­cos días su­ma­ba más de un mi­llón de vi­si­tas. Metal pe­ga­di­zo pe­ro sin re­nun­ciar a la con­tun­den­cia, con un pun­to aña­di­do que lo ha­ce to­da­vía más in­tere­san­te: es el avan­ce de un fu­tu­ro dis­co con­cep­tual, The Phantom Tomorrow, que ven­drá acom­pa­ña­do de un có­mic. Deseoso es­toy de po­der leer es­ta obra que re­co­ge in­fluen­cias que van des­de Batman a Watchmen, pa­san­do por V de Vendetta.

¡A metamorfosearse!

2020 es po­si­ble­men­te el año Boys Love (BL) en el mer­ca­do es­pa­ñol de man­ga. Si bien, por mu­cho que al­gu­nos reac­cio­na­rios se que­jen de que to­do lo que se pu­bli­ca aho­ra es BL (los nú­me­ros es­tán ahí y di­cen NO), po­de­mos ha­blar de cier­ta nor­ma­li­za­ción. Un ni­cho de mer­ca­do que cre­ce sa­lu­da­ble­men­te, a pe­sar de las reac­cio­nes ad­ver­sas o in­di­fe­ren­cias que pue­de sus­ci­tar. En el Manga Barcelona de 2020 mu­chas de las li­cen­cias más aplau­di­das han si­do pre­ci­sa­men­te de BL, pe­ro ade­más ha bri­lla­do con luz pro­pia una de sus in­vi­ta­das: Tsurutani Kaori, la au­to­ra de Metamorfosis BL, un man­ga que NO ES BL pe­ro que cuen­ta una pre­cio­sa his­to­ria de amis­tad en­tre una jo­ven­ci­ta y una an­cia­na que com­par­ten pa­sión por el gé­ne­ro. No es en ab­so­lu­to ne­ce­sa­rio ser lec­tor de BL pa­ra co­nec­tar con una his­to­ria co­mo es­ta, que al fi­nal nos ha­bla de la pa­sión por la lec­tu­ra, de los pla­ce­res de com­par­tir tus in­tere­ses con otros y co­mo al­go así es ca­paz de de­rri­bar to­do ti­po de ba­rre­ras. Y quién sa­be, qui­zá es­te tí­tu­lo con­ven­za a al­guien pa­ra dar­le una opor­tu­ni­dad a un gé­ne­ro que si­gue a día de hoy car­ga­do de pre­jui­cios, de pu­ro desconocimiento. 

Reactinception con Ronnie Radke

YouTube se in­ven­tó pa­ra los ví­deos de reac­cio­nes, pe­ro lo que qui­zás na­die es­pe­ra­ba es que un mú­si­co, nor­mal­men­te ob­je­to de es­tas reac­cio­nes, se con­vir­tie­se en su­je­to, y em­pe­za­ra col­gar sus reac­cio­nes a las reac­cio­nes de otros; que a su vez tam­bién ha­cen un ví­deo en el que reac­cio­nan a la reac­ción del mú­si­co que reac­cio­na al que reac­cio­na a su can­ción: REACTINCEPTION lo lla­man (vuel­ve a leer la fra­se si ha­ce fal­ta). Ronnie Radke, lí­der de Falling in Reverse, per­so­na­je sin­gu­lar con una his­to­ria que in­clu­ye dos años y me­dio en pri­sión y arre­pen­ti­mien­to por sus ac­ti­tu­des de pu­ro rocks­tar del pa­sa­do, ha da­do mu­cho que ha­blar a lo lar­go de 2020 con su ví­deo de Popular Monster (lan­za­do a fi­na­les de 2019): la sor­pren­den­te fu­sión de rap y me­tal con la que Linkin Park y otros gru­pos nu-metal so­lo so­ña­ban. Una mez­cla de es­ti­los y sen­sa­cio­nes acom­pa­ña­das de un ví­deo mu­si­cal con­ver­ti­do en pe­lí­cu­la holly­woo­dien­se de mons­truos des­ata­dos, que ha ge­ne­ra­do de­ce­nas de reac­cio­nes en YouTube que el pro­pio Radke se ha en­car­ga­do de co­men­tar, de­mos­tran­do que su can­ción y ví­deo ha con­se­gui­do con­ven­cer a ra­pe­ros y me­ta­le­ros por igual, lan­zan­do a su vez to­do un dis­cur­so so­bre la di­ver­si­dad mu­si­cal y su ca­pa­ci­dad pa­ra sor­pren­der al más es­cép­ti­co. El re­sul­ta­do, al­guien re­co­gió en 2020 es­tos ví­deos pa­ra crear un ca­nal de las reac­cio­nes del mú­si­co, y la acep­ta­ción ha si­do tal, que van a in­cor­po­rar­lo al ca­nal ofi­cial de la banda. 

Diego Freire

Blaseball

Qué es el bla­se­ball es una pre­gun­ta que me han he­cho de for­ma re­pe­ti­da du­ran­te los úl­ti­mos me­ses del año. No sa­bría ex­pli­car­lo. ¿Cómo ex­pli­car que bla­se­ball es un lu­gar don­de lu­cha­mos con­tra Dios, con­tra Uno De Ellos, y ven­ci­mos? ¿O de­man­da­mos a La Moneda por­que no nos per­mi­tió Comernos A Los Ricos du­ran­te las úl­ti­mas li­gas y era nues­tro de­re­cho in­ne­ga­ble? Blaseball es la ac­ti­vi­dad co­lec­ti­va de­fi­ni­ti­va en un mun­do don­de lo co­lec­ti­vo se ha te­ni­do que bus­car la vi­da. Blaseball es el Acontecimiento Total.

Romance is Boring 10th Birthday at Islington Assembly Hall

Vi en Internet a los chi­nos ha­cer un hos­pi­tal en diez días. Cómo son los chi­nos pa­ra es­to, co­men­ta­mos en el tra­ba­jo. El 15 de fe­bre­ro me fui a Londres y vol­ví el 16. Fui a ver a Los Campesinos! can­tar en di­rec­to y ca­si del ti­rón Romance is Boring, su qui­zás se­gun­do dis­co. El pri­mer con­cier­to al que iba en qui­zás diez años. Me arran­ca­ron el co­ra­zón y me lo vol­vie­ron a co­lo­car. No sa­bía­mos qué po­día pa­sar. Ahora to­do pa­re­cen se­ña­les de es­to. Entonces, eran tan so­lo co­sas excepcionales. 

(Un sueño que tuve con) Kendrick Lamar

Poquito des­pués de en­ce­rrar­nos, sin sa­ber có­mo, caí de bru­ces con To Pimp A Butterfly. Lo ha­bía es­cu­cha­do en su día, no me ha­bía in­tere­sa­do mu­cho. Luego es­cu­ché DAMN., me in­tere­só más. Y de re­pen­te el mun­do se aca­bó. Durante me­ses, sin pa­rar, es­cu­cha­ba To Pimp A Butterfly y bus­ca­ba re­fe­ren­cias del dis­co y veía ac­tua­cio­nes en di­rec­to de Kendrick Lamar sin pa­rar. Hasta el pun­to en el que tu­ve un sue­ño con él don­de le pre­gun­ta­ba có­mo po­día ser y me de­cía que las ex­pe­rien­cias son per­so­na­les, pe­ro las lec­cio­nes uni­ver­sa­les. Lo sien­to por un año de solipsismo. 

Iván Galiano

Cómics sobre cambio climático

Que el fu­tu­ro va a es­tar lleno de ca­la­mi­da­des pa­re­ce una cer­te­za ya sus­cri­ta por el pre­sen­te. En opi­nión de un ser­vi­dor no sir­ve pa­rar­nos a pen­sar si es­ta­mos a tiem­po de ha­cer al­go. Afrontar el cam­bio cli­má­ti­co es al­go que de­be es­tar cons­tan­te­men­te en­ci­ma de la me­sa y de­be tra­tar­se en pro­fun­di­dad y con trans­ver­sa­li­dad. Todo el mun­do pue­de po­ner su grano de are­na des­de sus re­des, des­de sus vi­das co­ti­dia­nas, des­de su pues­tos de tra­ba­jos, des­de sus pues­tos de po­der, quien los tu­vie­re. Por eso, des­de la es­fe­ra de los có­mics se agra­de­ce que es­te año ha­yan aflo­ra­do cier­tas obras que se han atre­vi­do a to­car la cues­tión di­rec­ta­men­te y otras tan­tas que lo han he­cho for­mar par­te de sus tras­fon­dos, pa­ra que no ol­vi­de­mos que eso es­tá ahí. Lluvia de Mary Talbot y Bryan Talbot abor­da­ba la cues­tión des­de lo lo­cal pa­ra ex­pre­sar que en eco­lo­gía to­dos los pro­ce­sos es­tán re­la­cio­na­dos y la in­ter­ven­ción hu­ma­na sin me­di­da nos con­de­na a la ca­tás­tro­fe. El di­fí­cil ma­ña­na, de Eleanor Davis, apos­ta­ba por cons­truir una his­to­ria en la que el ac­ti­vis­mo for­ma­ba par­te de la vi­da de los pro­ta­go­nis­tas y no era po­si­ble pen­sar en un fu­tu­ro sin sa­lir a la ca­lle a ha­cer al­go, por mu­chos pa­los que re­ci­bie­ran. Más des­de un tono de fá­bu­la, Alberto Vázquez con­ta­ba en La ca­za la im­por­tan­cia de no cor­tar los víncu­los del ser hu­mano con la na­tu­ra­le­za y co­mo las ci­vi­li­za­cio­nes que la ex­plo­tan es­tán muer­tas al na­cer. Con una vo­lun­tad más di­dác­ti­ca, una obra tan va­lien­te co­mo ¡Qué cli­ma tan ra­ro! de Laura Ertimo y Mari Ahokoivu usa­ba to­do el po­ten­cial de la dia­gra­má­ti­ca vi­sual pa­ra ex­pli­car a los más jó­ve­nes (no des­car­te­mos que a mu­chos adul­tos nos ha­ga fal­ta tam­bién) qué es el cam­bio cli­má­ti­co, cua­les son sus cau­sas y qué po­de­mos ha­cer pa­ra fre­nar­lo. Y más cer­ca del en­sa­yo ilus­tra­do, Ana Pêgo, Bernardo Carvalho e Isabel Minhós ex­po­nían en Plasticus Marítimus un ma­nual pa­ra en­ten­der la can­ti­dad in­gen­te de plás­ti­cos que lan­za­mos ca­da año al mar y pro­po­ner so­lu­cio­nes pa­ra abor­dar el pro­ble­ma. A to­dos es­tos au­to­res y au­to­ras, mu­chas gra­cias por es­tar en la brecha.

Apsara Engine, de Bishakh Som

Todavía no se ha pu­bli­ca­do en España (no du­do que al­guien lo sa­ca­rá) pe­ro yo ten­go que de­fen­der es­to aquí ya. Apsara Engine es el có­mic que más me ha gus­ta­do de 2020, qui­zás de lo que lle­va­mos de mi­le­nio. Autora trans pro­ce­den­te del su­des­te asiá­ti­co, de­ja tra­ba­jo de di­se­ño en fir­ma de ar­qui­tec­tos pa­ra ti­rar­se al có­mic y la ilus­tra­ción. Y tras años de pu­bli­ca­cio­nes cor­tas en re­vis­tas y en­car­gos de ilus­tra­ción pu­bli­ca es­ta an­to­lo­gía de his­to­rias so­bre vi­das co­ti­dia­nas, con te­mas de fan­ta­cien­cia, con co­mu­ni­da­des LGTB co­mo pro­ta­go­nis­tas y me­ca­nis­mos bor­gia­nos… que es mu­cho más de lo que pa­re­ce a sim­ple vis­ta. Podría ex­pli­cá­ros­lo (de he­cho, lo in­ten­té, en mi blog) lo que a mis ojos es un in­trin­ca­do ta­piz na­rra­ti­vo pe­ro Apsara Engine de­be leer­se. Después de los tro­pe­cien­tos no­ve­lis­tas grá­fi­cos que he­mos ido le­yen­do es­tos úl­ti­mos años, con sus to­nos ape­sa­dum­bra­dos y om­bli­gue­ros, con men­sa­je de «pues es­to es lo que hay», un acer­ca­mien­to fu­tu­ris­ta y po­si­ti­vo, sin ser naif ni ne­gar las di­fi­cul­ta­des, nos de­vuel­ve el fu­tu­ro si real­men­te que­re­mos apos­tar por él. Hagámoslo. Gracias, gra­cias, gracias.

Álvaro Ortiz

A los lec­to­res de su­per­hé­roes nos sue­len acu­sar de in­fan­ti­les ar­gu­men­tan­do que que le de­mos bo­la a la po­si­bi­li­dad de que se­ño­res ves­ti­dos en pi­ja­ma ba­jen del cie­lo pa­ra ayu­dar­nos a pa­sar una ca­tás­tro­fe es al­go ri­dícu­lo. Bueno ¿Y Álvaro Ortiz qué co­jo­nes es en­ton­ces? Porque es exac­ta­men­te eso. Álvaro Ortiz, en nues­tra ho­ra más os­cu­ra, de­ci­dió arre­man­gar­se las man­gas del pi­ja­ma y su­bli­mó la pul­sión ge­ne­ral de la po­bla­ción mun­dial de sa­lir de sus ca­sas pa­ra be­ber­se una bi­rras a ba­se de co­me­dia en for­ma de web­có­mic GRATIS. Que sí, que lo vis­tió de su­per­hé­roe, pe­ro El Murci, al fi­nal, so­mos to­dos. Gracias tam­bién a ti, Álvaro.

Paula García

Ichiban Kasuga

Sam Porter Bridges ro­bó mi co­ra­zón el año pa­sa­do, e Ichiban Kasuga lo ha con­se­gui­do en es­te. Puede ser que los pro­ta­go­nis­tas mas­cu­li­nos del vi­deo­jue­go es­tén pa­san­do por un mo­men­to com­ple­jo, cam­bian­te, en el que los pa­ra­dig­mas ha­bi­tua­les ya no ter­mi­nan de en­ca­jar en un pú­bli­co ca­da vez más ma­du­ro y di­ver­so; pue­de ser que sim­ple­men­te ten­ga yo una de­bi­li­dad por los hom­bres con as­pec­to se­rio que ter­mi­nan por te­ner el co­ra­zón he­cho de al­go­dón de azú­car. En cual­quier ca­so, y en­tre to­dos los mé­ri­tos de Yakuza: Like A Dragon, Ichiban Kasuga des­ta­ca co­mo una ali­nea­ción cós­mi­ca irre­pe­ti­ble y, a ve­ces, de­ma­sia­do bue­na pa­ra ser cierta.

Kasuga es mu­chas co­sas al mis­mo tiem­po. Por un la­do, la jus­ti­fi­ca­ción na­rra­ti­va pa­ra mu­chos de los cam­bios me­cá­ni­cos que plan­tea es­ta en­tre­ga de la sa­ga, y la ex­cu­sa pa­ra ha­cer bo­rrón y cuen­ta nue­va y acer­car a un pú­bli­co nue­vo y am­plio una sa­ga que ya cuen­ta con la im­po­nen­tí­si­ma ci­fra de ocho jue­gos prin­ci­pa­les. Por otro, la per­so­ni­fi­ca­ción de lo mu­cho que he­mos cam­bia­do (no­so­tros y tam­bién el mun­do) en los quin­ce años que han trans­cu­rri­do des­de el lan­za­mien­to de la pri­me­ra en­tre­ga de la sa­ga Yakuza. Después de sie­te jue­gos en los za­pa­tos de Kiryu, otro gru­ñón con co­ra­zón de oro pe­ro in­tro­ver­ti­do, ca­lla­do y an­cla­do en unos va­lo­res mu­cho más clá­si­cos, Ichiban es un tor­be­llino de emo­ción, ga­nas y bue­nas in­ten­cio­nes. Un bo­ca­zas de cam­peo­na­to que siem­pre es­tá dis­pues­to a re­ci­bir un pu­ñe­ta­zo o dos pa­ra de­fen­der a sus ami­gos, y que pa­re­ce un chi­qui­llo in­clu­so a sus cua­ren­ta años por­que no de­ja de me­ter­se en líos por ser de­ma­sia­do di­rec­to y de­ma­sia­do ex­plí­ci­to res­pec­to a lo que pien­sa y sien­te. En él he vis­to mu­chos ras­gos de mí — una mi­llen­nial ex­tra­or­di­na­ria­men­te ño­ña — que nor­mal­men­te odio, y no he po­di­do evi­tar ado­rar­los; en él he vis­to unas ga­nas de vi­vir y en­con­trar su si­tio que qui­sie­ra que pu­dié­se­mos te­ner to­dos. Este era, su­pon­go, el ver­da­de­ro gi­ro de guión de es­te año: que un per­so­na­je así de ton­ti­co me ayu­da­se a que­rer­me un po­co más a mí mis­ma y a apre­ciar más a los demás. 

Nectar, de Joji

Sun’s up, I do­n’t really wan­na fight the daylight

Como no sé ab­so­lu­ta­men­te na­da de mú­si­ca, me re­sul­ta más di­ver­ti­do es­cri­bir so­bre ella. Nectar, el úl­ti­mo dis­co de Joji, sue­na exac­ta­men­te a lo que es­cu­chas cuan­do vuel­ves con­du­cien­do, por la no­che, des­pués de ha­ber pa­sa­do un buen ra­to con tus ami­gos. Y co­mo es­to no me ha su­ce­di­do muy ha­bi­tual­men­te en los úl­ti­mos me­ses, qui­zás he apre­cia­do par­ti­cu­lar­men­te esos mo­men­tos. No te­nía la sen­sa­ción de ha­ber­lo es­cu­cha­do tan­tí­si­mo has­ta que mi Spotify Wrapped me lo ti­ró a la ca­ra: mis can­cio­nes más re­pe­ti­das del año —MODUS, Gimme Love, Daylight— eran de es­te ál­bum, que sa­lió a fi­na­les de sep­tiem­bre pe­ro sien­to que lle­va con­mi­go to­da la vida. 

I do­n’t ca­re if you mo­ved on

Es po­si­ble que BALLADS 1, su ál­bum an­te­rior, sea mu­cho más re­don­do, pe­ro sien­to que Nectar es­tá ex­tra­or­di­na­ria­men­te más vi­gen­te. Un dis­co que sue­na con­ten­to to­do el ra­to, pe­ro en el fon­do es­tá un po­co tris­te; can­cio­nes so­bre la an­gus­tia vi­tal, la in­ca­pa­ci­dad de cum­plir nues­tras pro­pias ex­pec­ta­ti­vas o la ne­ce­si­dad de ser acep­ta­dos y que­ri­dos por los de­más que sue­nan mi­tad a chis­te, mi­tad a gri­to de au­xi­lio. Te lo cuen­ta co­mo te lo con­ta­ría un ami­go des­pués de un par de cer­ve­zas: ape­na­do, pe­ro no mu­cho, ca­si sin­tien­do có­mi­cos sus pro­pios dra­mas, en­ten­dien­do que mu­chas de las co­sas que nos due­len en un mo­men­to da­do tam­bién son fá­cil­men­te re­la­ti­vi­za­bles cuan­do las ve­mos con otros ojos. La fal­ta de pre­ten­sión de re­pre­sen­tar al­go que no sean los sen­ti­mien­tos más mun­da­nos que le to­can ge­ne­ra­cio­nal­men­te me ha­ce sen­tir­me en ca­sa. En su dis­co más preo­cu­pa­do por la fa­ma, y por la ma­ne­ra en la que su po­pu­la­ri­dad afec­ta a la per­cep­ción de los de­más y de sí mis­mo, el Joji que se nos mues­tra es qui­zás el más hu­mil­de que he­mos vis­to nun­ca. Algunas can­cio­nes son fun­da­men­tal­men­te muy sen­ci­llas en es­truc­tu­ra y rit­mo, y da la sen­sa­ción de que lo son por­que no ne­ce­si­ta lu­cir­se; ne­ce­si­ta ha­blar­nos, sin­ce­ra y di­rec­ta­men­te, so­bre lo que pien­sa. ¿Qué más po­dría­mos pedirle?

I’m not la­ying in bed with a fuc­ked up head

Legends of Runeterra

A pe­sar de que con­fie­so que ca­si lo de­jo fue­ra de es­ta lis­ta en el úl­ti­mo mo­men­to, creo que, pa­ra mí, 2020 ha que­da­do in­evi­ta­ble­men­te li­ga­do al jue­go que más ho­ras he ju­ga­do en to­do el año. Legends of Runeterra es un gi­ro tan bueno y tan ama­ble —pe­ro pro­fun­do— en el tí­pi­co jue­go de car­tas co­lec­cio­na­bles, al es­ti­lo Magic o Hearthstone, que me su­mer­gí tan­tí­si­mo en él que las ca­rac­te­rís­ti­cas par­ti­cu­la­res de sus mo­dos com­pe­ti­ti­vos ter­mi­na­ron por que­mar­me. Y aho­ra que lle­vo ca­si dos me­ses sin ju­gar, qui­zás es­toy en una me­jor po­si­ción que nun­ca pa­ra apre­ciar sus vir­tu­des. Un sis­te­ma free-to-play na­da in­va­si­vo, un me­ta­jue­go cam­bian­te y muy ver­sá­til que nos per­mi­te po­der to­mar de­ci­sio­nes in­tui­ti­va­men­te, in­clu­so cuan­do no sa­be­mos exac­ta­men­te con­tra qué ti­po de es­tra­te­gia es­ta­mos ju­gan­do; una re­in­ter­pre­ta­ción ca­ris­má­ti­ca y cui­da­da de la mi­to­lo­gía de League of Legends y las in­ter­ac­cio­nes jus­tas en­tre car­tas, per­so­na­jes y adep­tos pa­ra que quie­ras sa­ber más de ellos en to­do momento. 

Lo que hi­zo Runeterra es­pe­cial pa­ra mí, de to­dos mo­dos, es que su sis­te­ma de jue­go es tan pro­fun­do que po­dría ha­blar de él du­ran­te mi­llo­nes de ho­ras. En mis peo­res mo­men­tos de adic­ción al jue­go pen­sa­ba en nue­vas ali­nea­cio­nes de car­tas en la du­cha o mien­tras me ha­cía la co­mi­da; po­día de­ba­tir du­ran­te una tar­de en­te­ra so­bre si es­te he­chi­zo o es­te otro en­ca­ja­ban me­jor en la di­ná­mi­ca que que­ría con­se­guir en mi ma­zo. Creo, des­de siem­pre, que los me­jo­res vi­deo­jue­gos son esos que no só­lo te per­mi­ten sino que te in­cen­ti­van la char­la, el con­tar his­to­rias so­bre lo que su­ce­de den­tro de él; y por eso —y que me per­do­ne Spelunky 2, otro juego-historia per­fec­to— uno de los me­jo­res re­ga­los que me ha da­do el ar­te es­te año han si­do las de­ce­nas de tar­des que he pa­sa­do de­ba­tien­do so­bre el jue­go, dis­cu­tien­do par­ti­das, per­fec­cio­nan­do mo­vi­mien­tos o con­je­tu­ran­do po­si­bi­li­da­des jun­to a al­guien a quien quie­ro muchísimo. 

Ana González

Midnight Gospel — Duncan Trussell & Pendleton Ward

Se tra­ta de una se­rie que com­bi­na la ani­ma­ción de Pendleton Ward y el pod­cast de Duncan Trussell. Lo que sor­pren­de es que sea una de las gran­des apues­tas de Netflix ya que no es una se­rie de ani­ma­ción al uso. Hay dos for­mas de aten­der a sus ca­pí­tu­los: pres­tan­do aten­ción a la ani­ma­ción psi­co­dé­li­ca de his­to­rias in­ve­ro­sí­mi­les y co­lo­ri­das o es­cu­chan­do las con­ver­sa­cio­nes es­pi­ri­tua­les y fi­lo­só­fi­cas de Duncan y sus in­vi­ta­dos. Ambos ele­men­tos van por vías di­fe­ren­tes que no lle­gan a unir­se, pe­ro pa­re­ce que por ar­te de ma­gia la con­ver­sa­ción y lo que su­ce­de en pan­ta­lla se com­ple­men­tan. Es un via­je ma­ra­vi­llo­so que se apo­ya en diá­lo­gos so­bre te­mas que ya no son ta­bú, pe­ro so­bre los que aún no he­mos profundizado. 

The Last of Us 2: Abby, de Naughty Dogs

Ser una se­gun­da par­te siem­pre es di­fí­cil, so­bre to­do si la pri­me­ra en­tre­ga tie­ne unos per­so­na­jes tan que­ri­dos y en la se­cue­la se nos ha­ce com­par­tir tiem­po con otros nuevos.

Con The Last of Us 2 me quie­ro cen­trar en el ter­cer día en Seattle que pa­san las pro­ta­go­nis­tas del jue­go: El en­cuen­tro en el ci­ne. La pri­me­ra vez que lo pre­sen­cia­mos só­lo te­ne­mos una pers­pec­ti­va de la pe­lea, la de Ellie, es­ta­mos cla­ra­men­te in­cli­na­dos ha­cia un la­do de la ba­lan­za y ac­tua­mos con ra­bia. Esto no se­rá así pa­sa­das 10 ho­ras de jue­go, cuan­do lo ten­ga­mos que re­vi­vir des­de el pun­to de vis­ta de Abby. Naughty Dog nos po­ne de­lan­te de la si­tua­ción una vez más y a pe­sar de ello, in­ten­ta­mos evi­tar lo in­evi­ta­ble. Creo que es­to es lo que ha­ce má­gi­co a The Last of Us 2. Te en­fren­ta a ti mis­mo y tus pre­jui­cios, pa­ra fi­nal­men­te ha­cer­te que­rer y en­ten­der a quien pa­ra ti, en un prin­ci­pio, era una vi­lla­na irredimible.

Ghost V‑VI, de Nine Inch Nails

A fi­na­les de mar­zo de 2020 (sí, pa­re­ce que ha­ce 10 años de es­to), NIN nos sor­pren­dió con el lan­za­mien­tos si­mul­tá­neo y gra­tui­to de su ál­bum Ghost V: TogetherGhost VI: Locust. Hacía dos años de su úl­ti­mo dis­co, pe­ro más aún de su pre­de­ce­sor Ghost I‑IV, de 2008. Este dis­co se ha he­cho mu­cho de de­sear ya que ape­nas han te­ni­do tiem­po de­bi­do a su gran éxi­to co­mo com­po­si­to­res de ban­das so­no­ras de ci­ne y se­rie, la más re­cien­te es la ma­ra­vi­llo­sa BSO pa­ra la pe­lí­cu­la Mank.

Este con­jun­to de dos dis­cos se de­be es­cu­char se­gui­do, por­que son com­ple­men­ta­rios: V: Together es un dis­co am­bien­tal, que in­clu­so con un piano me­lan­có­li­co, tie­ne cier­tos pun­tos de es­pe­ran­za (muy al es­ti­lo Gone Girl) a tra­vés de can­cio­nes co­mo Out in the open o Your Touch. Escuchar a con­ti­nua­ción VI: Locust es un con­tras­te muy fuer­te: su­po­ne un des­cen­so ha­cia el pe­si­mis­mo más ab­so­lu­to, con mú­si­ca ex­pe­ri­men­tal y os­cu­ra con can­cio­nes co­mo When it hap­pens (don’t mind me) o Another crashed car. El cómpu­to ge­ne­ral del dis­co es que tie­ne un sa­bor con­cen­tra­do a NIN y a Ross, pe­ro de­más con un so­ni­do mu­cho más ma­du­ro gra­cias a to­do lo apren­di­do en tra­ba­jos anteriores. 

Marina González

John was trying to contact aliens

Una de mis co­si­tas fa­vo­ri­tas del año ha si­do des­cu­brir es­te pe­que­ño cor­to do­cu­men­tal. Cuenta la his­to­ria de John Shepherd, una per­so­na que pa­só 30 años per­si­guien­do su sue­ño: con­tac­tar con en­tes ex­tra­te­rres­tres. Para ello em­pe­zó a cons­truir apa­ra­tos y acu­mu­lar má­qui­nas, ra­dios, trans­mi­so­res y más co­sas en ca­sa de sus abue­los, has­ta que­dar­se sin es­pa­cio e in­clu­so te­ner que cons­truir una ex­ten­sión de la ca­sa. Cada día bus­ca­ba y es­cu­cha­ba se­ña­les, y ha­cía una co­sa que me pa­re­ció muy bo­ni­ta, re­pro­du­cir can­cio­nes de gé­ne­ros di­fe­ren­tes pa­ra quien pu­die­ra es­tar es­cu­chan­do allá fue­ra. La vi­da de John es por mo­men­tos tris­te, so­li­ta­ria y qui­zás in­com­pren­di­da, pe­ro tam­bién es muy mo­ti­va­do­ra. Me pa­re­ció un acer­ca­mien­to muy dul­ce e ins­pi­ra­dor a una per­so­na que nun­ca de­jó de in­ten­tar ha­cer contacto. 

Yakuza: Like a Dragon

Tenía mu­chí­si­mas ga­nas de ju­gar por fin la nue­va en­tre­ga de la sa­ga Yakuza, pe­ro cuan­do em­pe­cé a ju­gar­lo, no me es­pe­ra­ba lo mu­cho que me iba a gus­tar y lo mu­cho que ne­ce­si­ta­ba un jue­go así. Soy muy fan de la sa­ga des­de que des­cu­brí el Yakuza 3 ha­ce ya ca­si 10 años vien­do ju­gar a mi pa­re­ja. Y la ver­dad es que la nue­va en­tre­ga, con el cam­bio de pro­ta­go­nis­ta y sis­te­ma de com­ba­te, me ha pa­re­ci­do in­creí­ble. Me he en­ca­ri­ña­do un mon­tón con los per­so­na­jes, Ichiban es el más ma­jo, Yokohama es sú­per bo­ni­ta, y el com­ba­te me pa­re­ce muy di­ver­ti­do. Además, me pa­re­ce una bue­na puer­ta de en­tra­da a la sa­ga pa­ra quien no ha­ya ju­ga­do a nin­gún Yakuza an­tes. Los echo mu­cho de me­nos a todos. 

Animal Crossing: New Horizons

Animal Crossing es el jue­go que más he ju­ga­do es­te año. Nunca ha­bía ju­ga­do a nin­guno, y al ver­los siem­pre pen­sa­ba que era una de esas co­sas que me iba a fli­par. Y buf. Conecté rá­pi­da­men­te con el mun­do y las co­sas que se pue­den ha­cer. Me en­gan­ché a pes­car y ca­zar bi­chos, com­prar­me ro­pi­ta y mue­bles bo­ni­tos. Me ha­cía ilu­sión re­ga­lar co­sas a ami­gos y ve­ci­nos. Me en­can­ta­ba crear es­pa­cios en las is­las y de­co­rar­me la ca­sa. Me gus­ta­ba ju­gar de no­che y es­pe­rar pa­ra ver es­tre­llas fu­ga­ces. Tengo mu­chos re­cuer­dos de pe­que­ñas co­sas que me ha­cían ex­tre­ma­da­men­te fe­liz. Con mu­cha pe­na de­jé de ju­gar­lo ha­ce unos me­ses, sen­tía que ne­ce­si­ta­ba un des­can­so. Lo bueno es que esa pe­que­ña is­la si­gue ahí, y pue­do vol­ver a vi­si­tar­la y sen­tir­me en ca­sa otra vez. 

Carlos G. Gurpegui

30 Monedas, de Alex de la Iglesia

No pue­do ne­gar ni mi amor por el gé­ne­ro, ni por Lovecraft ni por Álex de la Iglesia. Tras es­ta ad­ver­ten­cia me lan­zo de lleno a es­ta ex­tra­ña elec­ción que to­da­vía es­tá en mar­cha (y eso que he apu­ra­do has­ta el úl­ti­mo mo­men­to mi tex­to) y es que creo que 30 Monedas pue­de ser una de las me­jo­res se­ries de te­rror de los úl­ti­mos años y un ver­da­de­ro fa­ro pa­ra el gé­ne­ro es­pa­ñol (y europeo). 

El mis­mo año que se es­tre­na Lovecraft Country (ba­jo el ala de Jordan Peele y ba­sa­da en un in­tere­san­tí­si­mo li­bro de Matt Ruff lle­ga nues­tro re­fe­ren­te del gé­ne­ro y po­ne so­bre la me­sa una con­jun­ción te­má­ti­ca y es­ti­lís­ti­ca que ga­na, y de lar­go, a Peele y com­pa­ñía. No me ma­lin­ter­pre­téis, creo que Lovecraft Country fun­cio­na muy bien co­mo oda al pulp y rei­vin­di­ca­ción ra­cial y tem­po­ral so­bre la obra del au­tor de Providence y es­to es al­go más que in­tere­san­te (y más que ne­ce­sa­rio le pe­se a quién le pe­se). Sin em­bar­go, Álex de la Iglesia no du­da en ha­cer al­go si­mi­lar des­pie­zan­do y des­hue­san­do la mi­to­lo­gía lo­ve­craf­tia­na has­ta su mí­ni­ma y más po­ten­te ex­pre­sión: la reali­dad y la cordura. 

En el pri­mer epi­so­dio el Padre Vergara (in­ter­pre­ta­do por un in­creí­ble, en to­dos los sen­ti­dos, Eduard Fernández) le co­men­ta a Elena (Megan Montaner) al­go que se­gu­ro re­so­nó con to­dos los ju­ga­do­res de La lla­ma­da de Cthulhu. Le pe­día a la ve­te­ri­na­ria que de­ja­ra de pen­sar en los ho­rro­res que ha­bía vis­to, que acep­ta­ra la ex­pli­ca­ción ra­cio­nal (aun­que po­co pro­ba­ble que le da­ba) y que no pen­sa­ra más en ello por­que cuan­to más se pien­sa en lo ex­tra­ño más fá­cil es caer en sus ga­rras. La men­te y la ra­zón co­mo puer­tas ca­pa­ces de atra­ve­sar la ba­rre­ra del sue­ño y el pe­li­gro de tra­tar de com­pren­der aque­llo que no es­tá he­cho pa­ra los hu­ma­nos sino pa­ra cria­tu­ras más an­ti­guas y superiores. 

La vi­sión de Álex de la Iglesia de la esen­cia mis­ma del ho­rror cós­mi­co es­tá co­si­da (y sin de­jar pun­ta­da sin hi­lo) con esa par­te tan ol­vi­da­da a ve­ces de nues­tra fic­ción (ol­vi­da­da por mu­chos, pe­ro no por Álex co­mo ha de­mos­tra­do en pe­lí­cu­las co­mo La Comunidad o Balada tris­te de trom­pe­ta): España y España no co­mo con­cep­to pa­trió­ti­co sino co­mo per­so­nas. Personas que vi­ven en co­mu­ni­da­des tó­xi­cas y arrai­ga­das en el abono y el ai­re de nues­tros pue­blos y es que en Pedraza, el pe­que­ño pue­blo don­de se de­sa­rro­lla par­te de la se­rie, las cria­tu­ras de pe­sa­di­lla dan me­nos mie­do que los vecinos. 

«Toxicidad fuera, mala vibra fuera» — Ibai

Reconozco que no si­go pa­ra na­da la tra­yec­to­ria de es­te mu­cha­cho ni de prác­ti­ca­men­te nin­gún you­tu­ber. Estoy com­ple­ta­men­te des­co­nec­ta­do del mun­do de la fa­rán­du­la on­li­ne, twitch, pod­cast y de­más… PERO es im­po­si­ble no ser to­ca­do por la mano de Ibai. Y lo más fas­ci­nan­te de es­te Midas del strea­ming es que ha con­se­gui­do, de al­gu­na ex­tra­ña ma­ne­ra, atra­ve­sar cual­quier ba­rre­ra ge­ne­ra­cio­nal exis­ten­te y lle­nar (se­gún se di­ce por ahí en las re­des) las fies­tas na­vi­de­ñas de ma­dres y abue­los co­men­tan­do sus ví­deos e in­clu­so can­tan­do su can­ción (te­ma que de no ha­ber pan­de­mia se­gu­ro que se bai­la­ba en más de un an­tro a las tan­tas de la ma­ña­na sin pu­dor alguno). 

Es cier­to que ha te­ni­do al­gún que otro des­liz (co­mo su en­con­tro­na­zo, por así de­cir­lo, con Layla), pe­ro creo que es de las po­cas fi­gu­ras pú­bli­cas del mun­do on­li­ne que ha con­se­gui­do man­te­ner cier­ta pá­ti­na de res­pe­ta­bi­li­dad y, por qué no de­cir­lo, de fi­gu­ra de re­fe­ren­cia pa­ra to­dos. Alguien que a pe­sar de po­der creer­se una es­pe­cie de Dios en la Tierra (ni me quie­ro ima­gi­nar que pue­de su­po­ner pa­ra cual­quier ca­be­za su cre­ci­mien­to ex­po­nen­cial) ha con­se­gui­do ga­nar­se los co­ra­zo­nes de gran­des y pe­que­ños. Además, una co­sa es ca­si se­gu­ra y es que si to­dos nos apli­ca­ra­mos un po­co su «Me lla­mas gor­do, te doy la mano» qui­zás nos en­con­tra­ría­mos un po­co me­jor por es­tos lares. 

Yuppie Psycho: Executive Edition

Mi ami­go y com­pa­ñe­ro Edu Verz me ha re­pe­ti­do has­ta la sa­cie­dad que Yuppie Psycho de Baroque Decay fue el me­jor jue­go es­pa­ñol de 2019. No sé de 2019 por­que lo he ju­ga­do ha­ce ape­nas unas se­ma­na tras su lle­ga­da a Switch, pe­ro sí que pue­do de­cir que ha si­do de lo me­jor que he ju­ga­do en 2020. 

Su pro­pues­ta de First Job Survival Horror es una de las re­fle­xio­nes más in­tere­san­tes al­re­de­dor del gé­ne­ro de te­rror en el sen­ti­do más am­plio y del tan ma­ni­do (y odia­do por mi par­te) sur­vi­val ho­rror. Baroque Decay cons­tru­ye una pe­que­ña pie­za de or­fe­bre­ría que va co­gien­do rit­mo po­co a po­co a me­di­da que en­ca­jan sus pe­que­ños en­gra­na­jes en nues­tra ca­be­za ha­cien­do que, ca­si sin dar­nos cuen­ta, que­ra­mos de­fen­der a Brian Pasternack de to­do mal que le pue­da su­ce­der (y, creed­me, le pue­de pa­sar de todo). 

Hacía mu­cho tiem­po que un jue­go no me ha­cía click co­mo Yuppie Psycho y lo­gró sa­car­me de un le­tar­go vi­deo­jue­guil que ha­cía que de­ja­ra a me­dias prác­ti­ca­men­te to­dos los jue­gos que em­pe­za­ba. Baroque Decay, gracias. 

Aitor Herrero

La historia del Volkswagen Golf

En Europa en­ten­de­mos los co­ches co­mo un vehícu­lo com­pac­to que nos lle­va del pun­to A al B. Nos lla­ma la aten­ción los gi­gan­tes­cos Pickups que hay en EEUU, o los Keycars ja­po­ne­ses. Pero lo que se adap­ta a nues­tras ne­ce­si­da­des y ciu­da­des es un co­che de 4 me­tros y po­co don­de en­tran 4 per­so­nas y con un ma­le­te­ro en el que en­tra lo que po­da­mos ne­ce­si­tar pa­ra ir­nos de va­ca­cio­nes o que en­tre el ca­rro de los ni­ños y la com­pra de la se­ma­na. Esto vie­ne de una cri­sis que ca­si se lle­va por de­lan­te a Volkswagen en los 70 cuan­do te­nían que re­no­var el co­che del pue­blo idea­do por los na­zis 40 años atrás por un ge­nio co­mo Ferdinand Porsche. El co­che que en­ten­de­mos en Europa vie­ne de ahí, y Guille García Alfonsín en su ca­nal PowerArt ha he­cho un do­cu­men­tal en 8 ví­deos de YouTube ex­pli­can­do có­mo ha evo­lu­cio­na­do a tra­vés del tiem­po es­te mo­de­lo, ha­cien­do avan­zar y co­pian­do bue­nas ideas, pe­ro siem­pre sien­do el pro­duc­to don­de se mi­de to­da la in­dus­tria. Aunque apar­te de lo ob­vio y de ni­cho se pue­den sa­car más co­sas en cla­ro. Cómo ha cre­ci­do y me­jo­ra­do la vi­da en Europa, co­mo nues­tras prio­ri­da­des han cam­bia­do y la eco­no­mía y ló­gi­ca que pe­dían los 70 con la cri­sis del pe­tró­leo, aun­que fue­se el na­ci­mien­to de el GTI, dio pa­so a los lo­cos 80 don­de to­do de­bía ser más rá­pi­do, gran­de y sor­pren­den­te. A unos 90 don­de to­do cam­bio, nos di­mos cuen­ta de que nos es­tá­ba­mos car­gan­do el pla­ne­ta, la gen­te se ma­ta­ba en los co­ches y que em­pe­zar con­ver­tir los ha­bi­tácu­los en si­tios don­de uno quie­re es­tar no eran ma­las ideas.

Last of Us: Part 2

Hará 10 o 15 años, si no te lla­ma­ba Hideo Kojima, Ken Levine o có­mo unos po­cos crea­do­res más, pa­re­cía que no se te per­mi­tía tra­tar te­mas se­rios o emo­cio­na­les en los jue­gos, por que to­do el mun­do sa­bía que lo se­rio y ma­du­ro era po­ner ca­la­ve­ras y ríos de san­gre inun­dan­do to­do, igual que en la ca­sa de cual­quier per­so­na de más de 30 años que se pre­cie. Ahora, y aun­que mu­chas ve­ces nos pa­rez­ca que es­ta­mos aún en la edad os­cu­ra, ha cam­bia­do bas­tan­te el te­ma. Hasta COD se in­ten­ta mo­jar par­cial­men­te lla­man­do a los kur­dos chi­quis­tis­ta­nos y ti­rán­do­nos a la ca­ra que los que lle­vas no es exac­ta­men­te un hé­roe lleno de bon­da­des. Pues bien, ya en un mo­men­to en el que es­tá­ba­mos em­pe­zan­do a acos­tum­brar­nos a que las emo­cio­nes y los sen­ti­mien­tos tu­vie­sen cier­ta re­le­van­cia en los AAA lle­ga Last of Us: Part 2 y rom­pe el mol­de. Nos trae al­go que co­mo jue­go ca­nó­ni­co es per­fec­to en lo téc­ni­co y lo ju­ga­ble. Y ade­más aña­de al­go que sí se ha tra­ta­do ha si­do en in­dies a los que ja­más ju­ga­ría un G4M3R que se pre­cie, el per­dón. Lo im­por­tan­te que es pa­ra los hu­ma­nos po­der es­tar en paz con al­gún even­to trau­má­ti­co, sin ol­vi­dar­lo ni con­ver­tir­lo en una par­te cen­tral que lle­ve nues­tra vi­da por don­de nun­ca he­mos que­ri­do. Y en el jue­go ya no es esa si­tua­ción por la que Ellie tie­ne que sa­lir en bus­ca de ven­gan­za, es que el mun­do que nos mues­tra es en un tono di­fe­ren­te, co­mo esa es­ce­na de Ciudad de Dios en la que los críos se acer­can a Cenoura y Mané Galinha o a Zé Pequeno a pe­dir afi­liar­se a su ban­da se­gún unos u otros les ha­yan ma­ta­do a un fa­mi­liar, de­ja­do a su her­ma­na o da­do una pa­ta­da en mi­tad de la ca­lle. Todo su­ma a un odio irra­cio­nal que so­lo se va ha­cien­do más gran­de y ab­sur­do, pues nues­tra op­ción a ha­cer al­go co­mo in­di­vi­duos se des­va­ne­ce y ya en­con­trar una so­lu­ción dig­na pa­ra to­dos es com­pli­ca­do. Así que co­mo de­cía aquel «Si me lla­mas gor­do, te doy la mano. Mala vi­bra fue­ra » y a ser fe­li­ces qué es lo po­co bueno que nos po­de­mos permitir.

El final de Bojack Horseman

Cuando irrum­pió Netflix en nues­tro país, pa­re­cía que so­lo exis­tía Narcos, cual­quie­ra que de­ci­die­ra ver co­mo pri­me­ra se­rie otra co­sa me­re­cía ser en­via­do al mar en un tro­zo de ma­de­ra a que se le co­mie­ran las ga­vio­tas. Pero a mi me lla­ma­ba la aten­ción una se­rie so­bre un ca­ba­llo an­tro­po­mór­fi­co con pro­ble­mas gra­ves de al­coho­lis­mo y de­pre­sión. No so­lo es­ta­ba él, al fi­nal to­dos los per­so­na­jes pa­re­cían tram­pas di­se­ña­das pa­ra que cual­quie­ra vie­ra sus de­fec­tos re­fle­ja­dos. Así nos han te­ni­do du­ran­te 6 tem­po­ra­das atra­pa­dos en las his­to­rias de nues­tros «ava­ta­res» den­tro de la se­rie. Hasta que en enero por fin ter­mi­nó to­do. No ha si­do un fi­nal fe­liz ca­nó­ni­co, pe­ro sí uno en el que po­de­mos ver que es­tos per­so­na­jes te­rri­bles e im­per­fec­tos tie­nen paz. Por pri­me­ra vez en 6 años, en una si­tua­ción me­jor o peor, pe­ro nin­guno en el pun­to que cree­ría es­tar al prin­ci­pio de la se­rie, he­mos vis­to có­mo han lle­ga­do a un pun­to don­de se so­por­tan a sí mis­mos. No voy a de­cir que sean aho­ra per­fec­tos y pu­die­ran apa­re­cer co­mo per­so­na­jes de Horsin” Around. Solo son per­so­nas que han en­ten­di­do co­mo son y ya no se mar­ti­ri­zan por ello. Si di­je­se que no la voy a echar de me­nos men­ti­ría, y es ab­sur­do. La se­rie me ha de­ja­do ti­ra­do en el sue­lo llo­ran­do y he­cho un des­po­jo no se ni cuan­tas ve­ces, e in­clu­so con eso la quie­ro. Y quie­ro a to­dos los hu­ma­nos o ani­ma­les que han sa­li­do, sal­vo unas po­cas ex­cep­cio­nes. Dentro del hu­mor y las li­cen­cias que se to­ma son de los per­so­na­jes más cer­ca­nos que he te­ni­do es­tos años. Yo era de los ago­re­ros que pen­sa­ba que so­lo po­día aca­bar mal, no veía la for­ma de que to­do fue­se per­fec­to a su mo­do. Será por esa par­te de mi que se iden­ti­fi­ca­ba con la fa­ce­ta pe­si­mis­ta de la se­rie, y gra­cias a la que me he sor­pren­di­do y to­ma­do co­mo al­go bueno el final.

Mariano Hortal

Tras mu­chos años, he vuel­to a la sen­da de los más de dos­cien­tos li­bros; la ver­dad es que es una sor­pre­sa que no es­pe­ra­ba pa­ra na­da pe­ro, co­mo de cos­tum­bre, aun­que ten­ga mu­chas vías de ocio, la lec­tu­ra es siem­pre mi lu­gar se­gu­ro. Con tan­ta va­rie­dad, mis elec­cio­nes de es­te año se van a ir a los li­bros de re­la­tos. Un for­ma­to que me ha traí­do no po­cas ale­grías y del que he­mos te­ni­do to­do ti­po de ex­po­nen­tes. Allá van mis tres elecciones:

Empiezo con el in­creí­ble Qué pa­sa cuan­do un hom­bre cae del cielo de Lesley Nneka Arimah, pu­bli­ca­do por Minúscula, es una op­ción cier­ta­men­te par­ti­cu­lar. Sus re­la­tos son una cu­rio­sa mez­cla que va des­de el re­la­to más rea­lis­ta has­ta la cien­cia fic­ción dis­tó­pi­ca. Y to­do ello con las par­ti­cu­la­ri­da­des de una au­to­ra que no du­da en uti­li­zar sus vi­ven­cias en Nigeria pa­ra cons­truir un con­sis­ten­te dis­cur­so re­la­ti­vo a lo ra­cial. Un ejem­plo ex­cep­cio­nal de có­mo la di­ver­si­dad pue­de en­ri­que­cer el re­la­to tradicional. 

Lo mis­mo pue­de de­cir­se de Ella di­jo des­tru­ye de Nadia Bulkin, la es­cri­to­ra de pa­dre ja­va­nés y ma­dre es­ta­dou­ni­den­se pa­só su in­fan­cia en Indonesia y no du­da en uti­li­zar ele­men­tos pro­pios de di­cha cul­tu­ra pa­ra cons­truir sus his­to­rias. El re­sul­ta­do es úni­co y bri­lla de tan­tas for­mas que es im­po­si­ble abar­car­las to­das en un es­pa­cio tan bre­ve. Lo que es­tá cla­ro es que son tan ori­gi­na­les que no pue­des es­pe­rar lo que ocu­rra al pa­sar ca­da pá­gi­na y eso ya es una bar­ba­ri­dad. Sin du­da, mi li­bro de te­rror fa­vo­ri­to es­te año. 

Para ter­mi­nar vuel­vo a la sen­da del re­la­to más tra­di­cio­nal con una es­pe­cia­lis­ta del gé­ne­ro, una au­to­ra que no ha sa­ca­do li­bro nue­vo pe­ro que ha vis­to có­mo en Seix Barral sa­ca­ban un re­co­pi­la­to­rio con to­dos sus re­la­tos. Cuentos com­ple­tos de Lorrie Moore es un li­bro ex­cep­cio­nal aun­que so­lo sea por te­ner en su in­te­rior Pájaros de América, qui­zá la me­jor an­to­lo­gía de Moore. La au­to­ra es per­fec­ta a la ho­ra de mos­trar el te­ji­do de la so­cie­dad nor­te­ame­ri­ca­na a tra­vés de sus re­ta­zos y es­tán siem­pre te­ñi­dos de pe­sa­dum­bre, de una tris­te­za no ap­ta pa­ra to­dos los es­tó­ma­gos. Sus his­to­rias no bus­can un cres­cen­do fi­nal, sin em­bar­go, ca­da pá­rra­fo sue­le re­sul­tar de­mo­le­dor en sí mis­mo, ya que se pue­de pa­sar de la car­ca­ja­da amar­ga a la tris­te­za más do­lo­ro­sa. Es in­creí­ble el ta­len­to de la au­to­ra pa­ra en­con­trar la fra­se jus­ta. En fin, una ti­ta­na. El per­fec­to co­lo­fón pa­ra es­tos artefactos. 

Jesús Jativa

Box, de Daijirô Morohoshi.

No es el me­jor man­ga que se ha pu­bli­ca­do es­te año, pe­ro sí el pri­me­ro de un au­tor mí­ti­co. Hay al­go en es­te có­mic, en el es­ti­lo de Morohoshi, que me em­be­le­sa. Al prin­ci­pio pen­sé que po­dría ser el he­cho de que el có­mic ha­ce un es­fuer­zo por mos­trar a sus per­so­na­jes en el equi­va­len­te co­mi­que­ro del plano ame­ri­cano (cuer­pos di­bu­ja­dos de ro­di­lla pa­ra arri­ba), lo que con­tras­ta­ba con los tí­pi­cos pri­me­ros pla­nos de pe­lí­cu­las o có­mics de te­rror. Otros di­bu­jan­tes co­mo Junji Ito o Kazuo Umezz ha­cen uso de la es­tra­te­gia del bus­to par­lan­te mu­cho más fre­cuen­te­men­te, mien­tras que Morohoshi mues­tra con mu­cha más cla­ri­dad a sus per­so­na­jes en re­la­ción con su en­torno. Por su­pues­to, no es­toy in­ten­tan­do me­nos­pre­ciar el re­gis­tro de au­to­res co­mo Ito y Umezz, que no se li­mi­ta a es­to, pe­ro al com­pa­rar­los con Morohoshi me fas­ci­na có­mo, sien­do el có­mic de te­rror un gé­ne­ro que tien­de muy cla­ra­men­te a mos­trar mu­cho más que a su­ge­rir (al con­tra­rio que en gran par­te del ci­ne de te­rror ac­tual), la ni­ti­dez del tra­zo de Morohoshi des­ta­ca por en­ci­ma de la de es­tos, tan­to al re­tra­tar sus mons­truos co­mo sus es­ce­na­rios. El lec­tor pue­de dis­cer­nir qué es ca­da co­sa y pue­de ha­cer­se una idea bas­tan­te cla­ra de la geo­gra­fía de ca­da lu­gar, in­clu­so en un man­ga co­mo Box en el que los per­so­na­jes se mue­ven por la­be­rin­tos. Además, el di­bu­jo, re­ple­to en oca­sio­nes de pe­que­ños tra­zos que sir­ven pa­ra cons­truir las som­bras, da una sen­sa­ción de as­pe­re­za, de fal­ta de pu­li­dez que fun­cio­na muy bien en con­tras­te con esa ni­ti­dez y fal­ta de am­bi­güe­dad. Con es­to que di­go no pre­ten­do pro­bar na­da en con­cre­to. Estoy uti­li­zan­do la ex­cu­sa de la lis­ta anual de Álvaro pa­ra com­pren­der qué me re­sul­ta tan atrac­ti­vo del di­bu­jo de es­te au­tor. Tal vez es una cues­tión per­so­nal, que tien­do siem­pre a in­te­re­sar­me por lo cla­ro, aque­llo que con­si­gue trans­mi­tir al­go sin re­cu­rrir a lo re­car­ga­do, pe­ro que igual­men­te ocul­ta al­gún ele­men­to co­rro­si­vo que pre­ten­de dis­fra­zar­se de cla­ri­dad. Creo que el guion de Box flo­jea en mu­chos lu­ga­res, ade­más de que lle­gar a ser un po­co sim­plón. Sin em­bar­go, eso no des­me­re­ce a un có­mic que ofre­ce mu­cho de don­de dis­fru­tar y que, en mí, ha ejer­ci­do cier­to po­der de per­sua­sión que pre­ci­sa­men­te por su na­tu­ra­le­za es­qui­va se ha­ce mu­cho más atractivo.

Biblioteca MUBI

Mubi es otra pla­ta­for­ma pa­ra ver pe­lí­cu­las. Sin em­bar­go, es de las más par­ti­cu­la­res. En su ca­tá­lo­go tie­ne so­lo 30, y es­tán un mes dis­po­ni­bles. Cada día sa­le una y en­tra otra. En teo­ría, pa­ra li­mi­tar un po­co el ex­ce­so de po­si­bi­li­da­des que te­ne­mos a la ho­ra de ele­gir qué ver. Son to­do pe­lí­cu­las al­ter­na­ti­vas, an­ti­guas o am­bas. Sin em­bar­go, es­te 2020 Mubi trai­cio­nó su pro­pia esen­cia y pu­so a dis­po­si­ción de sus sus­crip­to­res to­do el con­te­ni­do de su ca­tá­lo­go. Ha si­do tan ma­lo mi 2020, tam­bién en cuan­to con­su­mo cul­tu­ral, que es­ta es mi se­gun­da y úl­ti­ma elec­ción de es­ta lis­ta, y co­mo la ava­ri­cia con­su­mis­ta ya es­tá im­preg­na­da en mi ADN, no pue­do evi­tar ale­grar­me al te­ner dis­po­ni­bles al­gu­nos clá­si­cos co­mo los fal­so­do­cu­men­ta­les de Chris Marker, las pe­lí­cu­las de Agnès Varda, o cual­quier ci­clo de cual­quier di­rec­tor que no ha­bría co­no­ci­do ja­más de no ser por es­ta plataforma.

Francisco Jota-Pérez

Historia de lo oculto, de Cristian Ponce

Ha si­do la «gran sor­pre­sa» de to­do fes­ti­val de gé­ne­ro fan­tás­ti­co por el que ha pa­sa­do, ha de­mos­tra­do lo mu­chí­si­mo que pue­de dar de sí la ciencia-ficción ci­ne­ma­to­grá­fi­ca más allá de las co­reo­gra­fías holly­woo­dien­ses hi­per­tro­fia­das de CGI (co­mo, por cier­to, tam­bién ha he­cho es­te mis­mo año la ex­qui­si­ta obra pós­tu­ma de Jóhann Jóhannsson, First and Last Men) y cual­quier co­sa que pue­da de­cir­se de ella obli­ga a in­cu­rrir en el spoi­ler o en el ad­je­ti­vo gran­di­lo­cuen­te. Historia de lo ocul­to es una pe­lí­cu­la de es­té­ti­ca im­pe­ca­ble, que ro­za lo ucró­ni­co, y rit­mo pre­ci­so, al ser­vi­cio ab­so­lu­to de una tra­ma so­bre la po­si­bi­li­dad de que el equi­po de un pro­gra­ma de te­le­vi­sión cen­tra­do en la in­ves­ti­ga­ción pe­rio­dís­ti­ca no so­lo des­ta­pe en di­rec­to una cons­pi­ra­ción y pro­vo­que un es­cán­da­lo po­lí­ti­co que pue­da dar al tras­te con el go­bierno de un país, sino que sir­va tam­bién de pla­ta­for­ma pa­ra un des­ga­rro in­ter­di­men­sio­nal que mues­tre a to­dos, es­pec­ta­do­res o no de esa úl­ti­ma emi­sión de «60 mi­nu­tos an­tes de la me­dia­no­che», en to­das par­tes, la fu­ti­li­dad de la exis­ten­cia cuan­do la reali­dad que cree­mos co­no­cer es­con­de en su re­tor­ci­da tras­tien­da más de lo que so­mos si­quie­ra ca­pa­ces de procesar. 

I speak the truth, yet with every word uttered, thousands die, de Gnaw Their Tongues

La ca­te­dral ab­yec­ta que el mul­tins­tru­men­tis­ta Maurice de Jong lle­va eri­gien­do des­de 2006 a ba­se de una mez­cla, ins­pi­ra­da has­ta lo ab­sur­do, de black me­tal, dro­ne e in­dus­trial ha al­can­za­do es­te 2020 tal he­chu­ra y am­pli­tud que al fin po­de­mos en­tre­ver sus por­qués. Ya sa­bía­mos que la obra de Gnaw Their Tongues rin­de cul­to a la muer­te y tra­ta de ofre­cer una ima­gen po­lié­dri­ca de es­ta, pe­ro lo que I speak the truth, yet with every word ut­te­red, thou­sands die nos acla­ra –de for­ma con­tun­den­te– es que, ade­más de re­co­no­cer e in­clu­so ce­le­brar que el abis­mo, el de­ce­so y la os­cu­ri­dad son la pie­dra de to­que de to­das y ca­da una de nues­tras ex­pre­sio­nes cul­tu­ra­les (por más que la cul­tu­ra he­ge­mó­ni­ca los nie­gue con ma­nía­ca vehe­men­cia), de­be­mos lo­ca­li­zar esas esen­cias en no­so­tros mis­mos (shall be no mo­re), com­pren­der su prís­ti­na na­tu­ra­le­za se­mi­nal (pu­rity cof­fin, he­re is no co­rrup­tion) des­truir y cons­truir a par­tir de esa con­cien­cia (to ri­val death in beauty), ha­cer (a som­bre ges­tu­re in the faint light of dusk) y des­apa­re­cer tras ello, per­mi­tien­do que lo he­cho des­apa­rez­ca a su vez (I speak the truth, yet with every word ut­te­red, thou­sands die). El mis­mo de Jong ha de­cla­ra­do que es pro­ba­ble que es­ta sea la úl­ti­ma en­tre­ga de su pro­yec­to. Gnaw Their Tongues mue­re aquí y, así, se da ra­zón de ser a sí mismo. 

Kentucky Route Zero: TV Edition (Cardboard Computer)

Una ex­pe­rien­cia in­fi­ni­ta. Una per­for­man­ce he­cha vi­deo­jue­go pa­ra tra­tar en pro­fun­di­dad te­mas co­mo el des­gas­te mo­ral y psi­co­ló­gi­co pro­vo­ca­do por el he­cho de que el mun­do se ha­ya ins­ta­la­do en un sis­te­ma de crisis-tras-crisis, la acu­mu­la­ción de deu­das eco­nó­mi­cas, deu­das con el pa­sa­do, con el re­cuer­do, con el te­rri­to­rio, con la fa­mi­lia y con los ami­gos, el ham­bre nun­ca sa­tis­fe­cho al que abo­ca el ar­te y que las úni­cas ma­ra­vi­llas ca­pa­ces de exis­tir ya ten­gan que ha­cer­lo ba­jo tie­rra y en los már­ge­nes de lo con­sen­sual. Todo re­pre­sen­ta­do me­dian­te es­ce­na­rios fi­jos y de­jan­do al ju­ga­dor la po­si­bi­li­dad de al­te­rar el guion de una na­rra­ti­va ce­rra­da (es de­cir, no de­fi­nir qué va a con­tar­se sino có­mo) al es­co­ger el ca­mino a se­guir se­gún có­mo se sien­ta o qué le ha­ya su­ge­ri­do el tex­to, sin que ha­ya res­pues­tas o reac­cio­nes co­rrec­tas ni in­co­rrec­tas. En pri­me­ra ins­tan­cia, cues­ta creer que un point-and-click pue­da re­sul­tar, en 2020, una obra re­vo­lu­cio­na­ria, in­flu­yen­te, im­por­tan­te y ne­ce­sa­ria, pe­ro eso es, na­da más ni na­da me­nos, KRZ; al­go ca­paz, a es­tas al­tu­ras, de for­mu­lar al me­nos me­dia do­ce­na de al­ter­na­ti­vas a có­mo se su­po­ne que de­be ser un vi­deo­jue­go, qué en­ten­de­mos por es­to y cuán­tas for­mas dis­tin­tas po­dría adoptar. 

Henrique Lage

Star Trek: Lower Decks

Honestidad an­te to­do: da­das las cir­cuns­tan­cias ex­cep­cio­na­les que nos ha to­ca­do vi­vir es­te año, mi prio­ri­dad cul­tu­ral ha si­do bus­car lu­ga­res de con­fort. El pri­mer con­fi­na­mien­to pa­re­cía la ex­cu­sa per­fec­ta pa­ra sal­dar una cuen­ta pen­dien­te con Star Trek: La Nueva Generación”. 2020 ha con­ta­do con tres se­ries de la fran­qui­cia (fru­to del in­te­rés de CBS Access por pro­mo­cio­nar su pla­ta­for­ma de strea­ming) con re­sul­ta­dos des­igua­les: Star Trek: Discovery em­pe­zó su ter­ce­ra tem­po­ra­da con la pro­me­sa (¡aho­ra sí, de ver­dad de la bue­na!) de que ha­bían he­cho bo­rrón y cuen­ta nue­va pa­ra de­mos­trar que los gran­des pro­ble­mas de la se­rie no te­nían que ver con don­de se ubi­can cro­no­ló­gi­ca­men­te. Picard re­cu­pe­ra­ba al fa­mo­so Capitán que ha­bía­mos vis­to por úl­ti­ma vez en Star Trek: Nemesis pa­ra mos­trar una ver­sión ri­dí­cu­la, ultra-violenta y cí­ni­ca de aquel fu­tu­ro utó­pi­co. Es tris­te de­cir­lo, pe­ro Star Trek: Lower Decks es la úl­ti­ma es­pe­ran­za de es­ta lon­ge­va sa­ga he­ri­da de muer­te. En efec­to, la se­rie ani­ma­da no de­ja de ser un ejer­ci­cio de nos­tal­gia que re­cu­pe­ra to­dos y ca­da uno de los gui­ños a La Nueva Generación que to­do el mun­do es­pe­ra, pe­ro lo ha­ce con al­go que las otras dos se­ries ac­tua­les re­cha­zan por com­ple­to: per­so­na­jes ín­te­gros, com­pe­ten­tes en lo su­yo, tra­ba­jan­do en equi­po y bus­can­do las so­lu­cio­nes me­nos da­ñi­nas. Ha te­ni­do que ser den­tro de una pa­ro­dia que se pre­sen­ta­ba co­mo una al­ter­na­ti­va en tono ba­jo, lo que di­ce mu­cho del ac­tual es­ta­do de la cul­tu­ra po­pu­lar y sus de­cons­truc­cio­nes. Es un pe­que­ño con­sue­lo que al­go pu­ra­men­te fun­cio­nal pe­ro ho­nes­to pue­da abrir­se ca­mino en es­te pa­no­ra­ma. Pocas es­pe­ran­zas pue­do con­ser­var pa­ra la otra gran sa­ga ga­lác­ti­ca a pun­to de se­guir el mis­mo ca­mino de so­bre­ex­plo­ta­ción en plataformas.

Kentucky Route Zero: Tv Edition

Si bien se­guí con in­te­rés es­te pro­yec­to des­de 2011, op­té por man­te­ner­me al mar­gen de los ca­pí­tu­los que han ido sa­lien­do en es­tos úl­ti­mos años por aque­llo de te­ner la ex­pe­rien­cia com­ple­ta una vez con­clu­ye. El mo­men­to lle­gó a co­mien­zos del año y me ale­gro de ha­ber si­do pa­cien­te. Kentucky Route Zero es una aven­tu­ra grá­fi­ca (en reali­dad, una no­ve­la vi­sual si nos po­ne­mos quis­qui­llo­sos) que tra­ta de es­ta­ble­cer un víncu­lo en­tre la fic­ción in­ter­ac­ti­va, el tea­tro y cier­ta li­te­ra­tu­ra post­mo­der­na. En reali­dad, es una his­to­ria de có­mo afec­ta a una co­mu­ni­dad y a sus gen­tes la cri­sis eco­nó­mi­ca de 2008 y que si­ga sien­do igual de re­le­van­te do­ce años des­pués es… bueno, un po­co preo­cu­pan­te. Los epi­so­dios y sus in­ter­lu­dios (al­gu­nos en for­ma­tos tan cu­rio­sos co­mo una exhi­bi­ción en un mu­seo, diá­lo­gos de una te­le­vi­sión lo­cal o una má­qui­na con­tes­ta­do­ra) se van en­ma­ra­ñan­do sin que pa­rez­ca po­si­ble que al­go con­cre­to va­ya a sa­lir de es­ta lar­ga y ver­bo­sa aven­tu­ra. Lo cier­to es que el úl­ti­mo de los epi­so­dios es in­ten­cio­na­da­men­te an­ti­cli­má­ti­co. Posiblemente, una de­cep­ción pa­ra quien ha te­ni­do tan lar­ga es­pe­ra, pe­ro con­sis­ten­te con la obra en su con­jun­to. Así, Kentucky Route Zero no só­lo me ha he­cho pen­sar en to­dos sus re­cur­sos es­ti­lís­ti­cos y re­fe­ren­cias li­te­ra­rias: tam­bién, de al­gún mo­do, me ha lle­va­do a pre­gun­tar­me si no he­mos asu­mi­do con de­ma­sia­da fa­ci­li­dad que to­do con­te­ni­do se­ria­do tie­ne que ser, obli­ga­to­ria­men­te, un in­cre­men­to de las ex­pec­ta­ti­vas. Pero si la gen­te de Dogwood Drive pue­den tra­tar de re­cons­truir una co­mu­ni­dad so­bre las rui­nas de un mun­do he­ri­do, no in­ten­tar ha­cer lo mis­mo con el es­ta­do ac­tual de la fic­ción se­ría una derrota.

Keep Your Hands Off Eiuzoken!

Acabemos con una no­ta po­si­ti­va. El ac­to de crear, de ani­mar, de do­tar de vi­da a un di­bu­jo, de cap­tar la vi­da en lo ilus­tra­do y mol­dear­lo. Masaaki Yuasa ya ha­bía ex­plo­ra­do con an­te­rio­ri­dad es­tos te­mas en su tra­ba­jo, pe­ro Keep Your Hands Off Eiuzoken! lo do­ta de un inusual bri­llo de ino­cen­cia y op­ti­mis­mo. Tres ami­gas de ac­ti­tu­des y trans­fon­dos di­fe­ren­tes, uni­das en su in­ten­ción de dar sa­li­da a su ima­gi­na­ción y com­par­tir una vi­sión úni­ca con el mun­do. Dejemos que pe­rez­ca es­te mun­do vie­jo, que ya ven­drá al­guien más jo­ven a cons­truir al­go her­mo­so con las cenizas.

Iván Lerner

El Hombre Invisible

Desde ha­ce un tiem­po, pa­re­ce que es­toy des­ti­na­do a ena­mo­rar­me de una pe­lí­cu­la de te­rror al año, y 2020 no iba a ser pa­ra me­nos. El Hombre Invisible re­ima­gi­na la no­ve­la de H.G. Wells pa­ra ha­blar­nos de al­go mu­cho más real que un hom­bre al que no po­de­mos ver: la vio­len­cia de gé­ne­ro. El Hombre Invisible bus­ca en­se­ñar­nos el im­pac­to que los ma­los tra­tos, el gas­ligh­ting y los pre­jui­cios de es­ta so­cie­dad tie­nen so­bre las mu­je­res mal­tra­ta­das, y lo ha­ce de una ma­ne­ra tan ten­sa co­mo impactante. 

Riverdale (T4)

Al enu­me­rar mis co­sas fa­vo­ri­tas de 2020, se me pa­só por la ca­be­za la no­ción có­mi­ca de in­cluir Riverdale. «Jaja, se­ría gra­cio­so ha­blar de una de las peo­res se­ries que he vis­to en años, ¿no?», pen­sé. Y, bueno, sí, es gra­cio­so, pe­ro no lo ha­go so­lo por eso. No os con­fun­dais, es ri­dí­cu­la, ab­sur­da y pro­ble­má­ti­ca, pe­ro creo que tam­bién de­be­ría ha­ber hue­co pa­ra es­te ti­po de obras en nues­tra vi­da. Al fin y al ca­bo, tam­bién es par­te de nues­tra cul­tu­ra, y es sano es­tar en paz con que no to­do lo que vea­mos ten­ga que ser «bueno» y «tras­cen­den­tal». Ah, y es­ta tem­po­ra­da ha si­do in­creí­ble­men­te risible.

Paradise Killer

Generalmente, los vi­deo­jue­gos de­tec­ti­ves­cos in­ten­tan bus­car un equi­li­brio en­tre ha­cer que el ju­ga­dor se sien­ta in­te­li­gen­te y crear una ex­pe­rien­cia bas­tan­te guia­da. Pese a que es­to sea así por una bue­na ra­zón, Paradise Killer pre­fie­re dar al ju­ga­dor li­ber­tad to­tal a la ho­ra de in­ves­ti­gar y re­sol­ver un mis­te­rio­so ase­si­na­to. Mundo abier­to, én­fa­sis en mo­vi­mien­to y pla­ta­formeo, y un fi­nal sin res­tric­cio­nes ha­cen de es­te in­die una de las pro­pues­tas más in­tere­san­tes de es­te año.

Guillem López

Anti-Icon, de Ghostmane (LP)

No me ha sor­pren­di­do, pe­ro me ha gus­ta­do por sus orí­ge­nes bas­tar­dos: me­tal, trap, hip hop, techno in­dus­trial, pop, to­do me­ti­do en me­nos de cua­ren­ta y cin­co mi­nu­tos. Un cla­ro ejem­plo de los orí­ge­nes del tiem­po en que vi­vi­mos y sufrimos.

Remake, de Bruno Galindo. Aristas Martínez (Novela)

Otro ar­te­fac­to na­rra­ti­vo muy en la lí­nea de mi an­te­rior elec­ción y que gi­ra en torno a nues­tro pre­sen­te de sam­ple y loop y la si­ner­gia en­tre reali­dad y fic­ción, co­pia y original.

El faro, de Robert Eggers. (Película)

Una pe­sa­di­lla de prin­ci­pio a fin que te de­ja pe­ga­do al asien­to mu­cho más tiem­po del que du­ra el me­tra­je. Locura lo­ve­craf­tia­na que fun­cio­na a ni­ve­les ale­gó­ri­cos y sub­cons­cien­tes con imá­ge­nes potentísimas.

Rubén Martín Giráldez

Oblivionesca

Lo que quie­ro con­tar aquí es la paz des­cu­bier­ta en la len­ta ins­ta­la­ción de mods des­de el anal­fa­be­tis­mo. Ahora mis­mo ten­go 149 mods ins­ta­la­dos (crea­dos en­tre 2006 y 2020) y mi per­so­na­je, una el­fa os­cu­ra per­te­ne­cien­te a la re­cién crea­da ra­ma de Brujos Desaboríos, to­da­vía es ni­vel 1 des­pués de vein­ti­pi­co ho­ras de pro­ba­tu­ras. Seguramente lo sen­sa­to se­ría par­tir de Oblivion y un pack de par­ches, un al­go que me re­vam­pe el jue­go sin pro­ble­mas. Pero la len­ta des­car­ga, de­po­si­ción, co­lo­ca­mien­to de ar­chi­vos en la car­pe­ta de plu­gins del OBSE, el te­mor al error en Wrye Bash des­pués de pul­sar Install, el su­bi­dón del men­sa­je «omod has been crea­ted suc­ces­fully»… Todo es­to en un PC ren­quean­te, un PC pa­ra tra­ba­jar con un Word y po­co más. Instalo el mod New Third Person v1.5 – 45754‑1 – 5 (2019) y uso la ha­bi­li­dad «Fingir muer­te»; cuan­do me le­van­to del sue­lo, el cue­llo se me es­ti­ra tan­to que el jue­go co­mien­za a car­gar otra zo­na del ma­pa y se cuel­ga avi­sán­do­me de que no pue­do ha­cer fast tra­vel a tan­ta dis­tan­cia. Un es­pa­cio de re­fle­xión don­de los fa­llos son bien­ve­ni­dos, ca­si de­sean­do el error. Lo de me­nos es el juego.

Angie de la Lama

El dis­co du­ro que nos man­tu­vo, de Angie de la Lama, un do­cu­men­tal so­bre el re­cuer­do y so­bre el mie­do a per­der to­da la do­cu­men­ta­ción au­dio­vi­sual au­to­bio­grá­fi­ca. Escorcoll de su me­mo­ria di­gi­tal. Hulka del mon­ta­je, De la Lama. El te­ma me to­ca, guar­do una ca­ja de za­pa­tos lle­na de ca­se­tes de au­dio gra­ba­das en­tre 1993 y 1997, pe­ro an­tes de eso, ape­nas unas trein­ta fo­to­gra­fías ana­ló­gi­cas mal en­fo­ca­das. Mis hi­jos acu­mu­lan ya sie­te años de ma­te­rial ama­teur gra­ba­do so­bre su vi­da prác­ti­ca­men­te dia­ria, pen­sa­do mu­chas ve­ces, ade­más, pa­ra com­po­ner o re­cons­truir re­cuer­do (co­sa que es in­trín­se­ca­men­te per­ver­sa). Lo que me ha­ce pre­gun­tar­me El dis­co du­ro… es si pa­ra ellos eso ten­drá al­gún va­lor o si ni si­quie­ra sen­ti­rán la ne­ce­si­dad de ver el ar­chi­vo que les es­ta­mos ad­mi­nis­tran­do a sus es­pal­das. Tampoco ten­drían tiem­po, ne­ce­si­ta­rían otras dos vi­das pa­ra re­pa­sar sus vi­das. O si no co­no­ce­rán el olvido.

La pe­lí­cu­la se pue­de ver aquí, en el ca­nal de la di­rec­to­ra.

Mejores amigas, el EP de Mejores amigas, el grupo 

Cuatro can­cio­nes, en el se­llo va­len­ciano Futuras li­cen­cia­das. Los co­no­cí por su ver­sión de Bonny Tyler Eclipse to­tal del amor, y otra vez voy a ha­blar más de mí que del gru­po, pe­ro pa­ra al­guien que lle­va vein­te años an­cla­do mu­si­cal­men­te en lo que es­cu­chó has­ta 1997 – 98, es­te dis­co —jun­to con los de Yana Zafiro, Amor Líquido, La Claridad, Faraón y los Sarcófagos o Cabiria— sa­be a mu­cho. Las de to­dos és­tos su­pe­ran la ca­te­go­ría de can­ción, de­jo de sa­ber con­cep­tuar­las co­mo mú­si­ca por­que pa­san de­ma­sia­do di­rec­ta­men­te a mi sis­te­ma. Y que vuel­van Elsa de Alfonso y Los Prestigio, por favor.

Daniel Martínez

Half-Life VR but the AI is Self-Aware

Este ha si­do el año del re­na­ci­mien­to del ro­le­play im­pul­sa­do por GTA: Online y jue­gos si­mi­la­res que ofre­cen un en­torno li­bre en el que el ju­ga­dor jun­to a ami­gos o des­co­no­ci­dos pue­den dar rien­da suel­ta a su ima­gi­na­ción e in­ter­pre­tar un pa­pel con la li­ber­tad que se les ofre­ce. Por eso el pro­yec­to de Wayne Radio es tan es­pec­ta­cu­lar y fres­co. La pre­mi­sa es bá­si­ca y pro­fun­di­zar só­lo arrui­na la ex­pe­rien­cia: una par­ti­da de Half-Life VR en la que se ha aña­di­do un mod de re­co­no­ci­mien­to de voz y ma­chi­ne lear­ning. El re­sul­ta­do es una se­rie ab­so­lu­ta­men­te hi­la­ran­te; un des­cen­so a la lo­cu­ra de Wayne/Gordon Freeman en el que la im­pro­vi­sa­ción y el in­ge­nio ha­cen que los acon­te­ci­mien­tos de Black Mesa ya co­no­ci­dos por el es­pec­ta­dor sean es­ce­na­rio de uno de los even­tos más ori­gi­na­les y re­fres­can­tes de 2020 que han ocu­rri­do en Twitch. Y eso es de­cir mucho.

Taifa Yallah

Dellafuente es una de las fi­gu­ras del mains­tream es­pa­ñol que más in­te­rés me des­pier­ta. No por­que su mú­si­ca me apa­sio­ne, sino por có­mo apa­re­ce y des­apa­re­ce de la es­ce­na sin mo­ti­vo apa­ren­te. Y mien­tras tan­to, pue­des ver có­mo ex­pe­ri­men­ta con su so­ni­do (por ejem­plo en el con­cier­to con Moneo y Antonio Narváez) sin de­jar la mú­si­ca más co­mer­cial de la­do. Pero aún así, me sor­pren­dió de una per­so­na acos­tum­bra­da a sa­car te­mas con C. Tangana que fir­ma­ra un dis­co tan ecléc­ti­co y se­gu­ro de sí mis­mo co­mo Taifa Yallah. Una mez­cla de gé­ne­ros jun­to a una ca­li­dad lí­ri­ca de la que nun­ca lo hu­bie­ra ima­gi­na­do ca­paz. Todo es­to su­ma­do a su ob­se­sión con con­ser­var su pro­pia iden­ti­dad y la ex­plo­ra­ción de te­mas nue­vos me hi­zo es­tar se­gu­ro, pa­ra qué en­ga­ña­ros, el 19 de enero de 2020 de que en di­ciem­bre iba a es­cri­bir so­bre Taifa Yallah en es­ta lista.

Blasphemous: The Stir of Dawn

Blasphemous fue uno de los jue­gos que más me mar­có en 2019. No só­lo ape­la­ba a lo que ne­ce­si­ta­ba ju­ga­ble­men­te sino que sa­cia­ba mi ne­ce­si­dad de ver nues­tra cul­tu­ra re­fle­ja­da en los vi­deo­jue­gos. Pero ha­bía al­go com­ple­ta­men­te ne­ce­sa­rio pa­ra mí y sin ello me pa­re­cía un jue­go co­jo res­pec­to a la re­pre­sen­ta­ción: no es­cu­chá­ba­mos a na­die ha­blar cas­te­llano. Por suer­te The Game Kitchen ac­tua­li­zó el jue­go es­te 2020 de for­ma gra­tui­ta pa­ra qui­tar­me esa es­pi­na. Y me sor­pen­dió mu­chí­si­mo que lo hi­cie­ran. El mer­ca­do es­pa­ñol es fran­ca­men­te dé­bil, es­te nue­vo do­bla­je a po­ca gen­te iba a atraer que no tu­vie­ra ya el jue­go. Esta es la ra­zón de que me pa­rez­ca tan im­por­tan­te. Se no­ta que es un aña­di­do na­ci­do del pro­pio es­tu­dio por su ne­ce­si­dad de ser fie­les a lo que quie­ren re­fle­jar. Esta (pro­ba­ble) ma­la in­ver­sión es lo que di­fe­ren­cia una obra que ca­pi­ta­li­za una cul­tu­ra y la que le rin­de homenaje.

Layla Martínez

Pequeños fuegos por todas partes (serie, dirigida y adaptada del libro homónimo por Liz Tigelaar)

No te­nía mu­chas ex­pec­ta­ti­vas con es­ta se­rie. Empecé a ver­la por­que ado­ro a Reese Whiterspoon de una for­ma irra­cio­nal y veo to­do lo que ha­ce en una es­pe­cie de cru­za­da per­so­nal por rei­vin­di­car lo bue­na ac­triz que es y lo in­creí­ble­men­te in­fra­va­lo­ra­da que es­tá. Esto me ha he­cho ver un nú­me­ro ver­gon­zo­sa­men­te al­to de co­me­dias ho­rren­das pe­ro tam­bién una ma­ra­vi­lla co­mo Pequeños fue­gos por to­das par­tes. Si te de­jas lle­var por las imá­ge­nes de pro­mo­ción y la si­nop­sis, es di­fí­cil que em­pie­ces a ver la se­rie. Yo no lo hu­bie­se he­cho si no fue­se por mi pe­que­ña ob­se­sión. A sim­ple vis­ta, pa­re­ce muy si­mi­lar a Big Little Lies: pro­ble­mas de mu­je­res blan­cas ri­cas con un po­co de fe­mi­nis­mo li­be­ral y un otro po­co de cuo­ta ra­cial pa­ra que no pa­rez­ca una fan­ta­sía aria. Pero creed­me, Pequeños fue­gos no tie­ne na­da que ver con eso. Es cier­to que hay una fa­mi­lia ri­ca, pe­ro aquí no vais a en­con­trar na­da de la tí­pi­ca nor­ma­li­za­ción de la ri­que­za, na­da de ese em­pe­ño holly­woo­dien­se por ha­cer­nos creer que vi­vir en una man­sión con pis­ci­na y jar­dín es al­go ha­bi­tual y que los ri­cos son per­so­nas co­rrien­tes con pro­ble­mas co­mo los tu­yos. Aquí los ri­cos se com­por­tan co­mo co­rres­pon­de a sus in­tere­ses de cla­se: ex­plo­tan­do y ro­ban­do a los que tie­nen de­ba­jo. Eso no quie­re de­cir que la se­rie los pre­sen­te co­mo ma­las per­so­nas, el guion es más in­te­li­gen­te que eso. Simplemente ha­cen lo que la so­cie­dad les per­mi­te y ani­ma a ha­cer, lo que es ló­gi­co ha­cer en una so­cie­dad de cla­ses cuan­do es­tás en el la­do pri­vi­le­gia­do. Pequeños fue­gos es una se­rie pro­fun­da­men­te mar­xis­ta. No hay ser­mo­nes ideo­ló­gi­cos ni lec­cio­nes mo­ra­li­zan­tes, pe­ro el men­sa­je im­preg­na to­da la tra­ma: los ri­cos no es­tán de tu la­do, con ellos so­lo ca­be el conflicto. 

Las voladoras, de Mónica Ojeda

Hace ya unos me­ses que leí los ocho re­la­tos que com­po­nen Las vo­la­do­ras, pe­ro los si­go te­nien­do to­dos en la ca­be­za. En ellos hay te­rre­mo­tos apo­ca­líp­ti­cos, cha­ma­nes que in­vo­can a los es­pí­ri­tus pa­ra re­su­ci­tar a los muer­tos, mu­je­res que re­co­gen una ca­be­za que su ve­cino ha lan­za­do des­de el otro la­do de la ta­pia, jó­ve­nes in­ca­pa­ces de se­pa­rar­se de la den­ta­du­ra de su pa­dre. Todo lo te­rri­ble es­tá en es­te li­bro, tam­bién to­do lo her­mo­so. A ve­ces nos pa­re­ce es­tar asis­tien­do a la in­vo­ca­ción de un dios os­cu­ro, otras a un sue­ño lu­mi­no­so. Hay do­lor y san­gre, de­li­rios y mal­di­cio­nes, con­vul­sio­nes y fie­bres, cuer­pos mu­ti­la­dos y le­yen­das más an­ti­guas que los se­res hu­ma­nos. Más que un li­bro de re­la­tos, es un tra­ta­do de la reali­dad que se fil­tra po­co a po­co en la nuestra.

Ultra Mono, de Idles

Es di­fí­cil des­cri­bir el im­pac­to que tie­ne la mú­si­ca cuan­do un ál­bum, una can­ción o una ban­da lle­ga en el mo­men­to en que más lo ne­ce­si­tas. Es una mez­cla ex­tra­ña en­tre sen­tir­se acom­pa­ña­do y vul­ne­ra­ble a la vez. Lo pri­me­ro por­que al­guien ha sa­bi­do cap­tar en un pu­ña­do de es­tro­fas y acor­des lo que se es­tá aga­rran­do a las tri­pas y lo se­gun­do por­que es ra­ro que ese al­guien sea un des­co­no­ci­do con el que se­gu­ra­men­te nun­ca vas a ha­blar. Eso me pa­só cuan­do es­cu­ché Joy as an Act of Resistance en el oto­ño de 2018. Nos su­ce­dió a mu­chos, el ál­bum en­cum­bró a Idles y con­fir­mó que su pri­mer dis­co, Brutalism, no ha­bía si­do un es­pe­jis­mo. El se­gun­do era in­clu­so me­jor. Más con­tun­den­te, más ra­bio­so, más lleno de ese re­sen­ti­mien­to de cla­se del que ha­bla­ba Mark Fisher, pe­ro tam­bién más ale­gre, más tierno. La ale­gría co­mo ac­to de re­sis­ten­cia, la ter­nu­ra co­mo ar­ma, la vul­ne­ra­bi­li­dad co­mo for­ta­le­za. Joy as an Act of Resistance sig­ni­fi­có to­do eso, así que las ex­pec­ta­ti­vas es­ta­ban muy al­tas pa­ra el si­guien­te ál­bum. Lanzado en pleno 2020, Ultra Mono no de­frau­dó. Musicalmente avan­za­ba por un ca­mino muy si­mi­lar al de los dis­cos an­te­rio­res, lo que eli­mi­na­ba el fac­tor de sor­pre­sa y des­cu­bri­mien­to que te­nían los otros ál­bu­mes, pe­ro lle­ga­ba tam­bién jus­to cuan­do lo ne­ce­si­tá­ba­mos. Al mi­cró­fono, Talbot vol­vía a gri­tar «Unify! Unify! Unify!» y el año se ha­cía un po­co me­nos duro. 

Nacho MG

Nunca, casi nunca, a veces, siempre.

Los abu­sos se­xua­les son un te­ma bas­tan­te so­co­rri­do en la fic­ción con­tem­po­rá­nea in­die, pe­ro no siem­pre se ha tra­ta­do con la sen­sa­tez que una la­cra so­cial de tal mag­ni­tud re­que­ri­ría pa­ra lle­var a ca­bo un ejer­ci­cio de re­fle­xión ho­nes­to. Cintas co­mo The Tale (Jennifer Cox, 2018) mues­tran con to­tal des­ver­güen­za una es­truc­tu­ra pe­re­zo­sa, con una ten­den­cia al me­lo­dra­ma ex­tre­mo, cen­tra­do la aten­ción en la anéc­do­ta y en cul­pa­bles con nom­bre y ape­lli­dos, pe­ro ig­no­ran­do por com­ple­to lo sis­té­mi­co del problema.

Nunca, Casi Nunca, A Veces, Siempre, de Eliza Hittman se si­túa en las an­tí­po­das de es­te ti­po de sen­sa­cio­na­lis­mos y pre­ci­sa­men­te gra­cias a eso su con­te­ni­do es in­fi­ni­ta­men­te más po­de­ro­so. Hittman, con un es­ti­lo mar­ca­da­men­te na­tu­ra­lis­ta, apar­ca cual­quier vir­tuo­sis­mo na­rra­ti­vo, de­jan­do to­do en ma­nos de la asom­bro­sa y pas­mo­sa­men­te rea­lis­ta in­ter­pre­ta­ción de Sidney Flanigan (la me­jor in­ter­pre­ta­ción del año). El úni­co ele­men­to don­de la na­rra­ción de Eliza Hittman se per­mi­te cier­tas li­cen­cias, es en su re­pre­sen­ta­ción de la fi­gu­ra del hom­bre a lo lar­go de la pe­lí­cu­la: siem­pre co­mo una pre­sen­cia im­pa­ra­ble, ame­na­zan­te y ge­ne­ra­do­ra de an­sie­dad. Un re­cur­so na­rra­ti­vo que no es ma­ni­queo en tan­to que nos si­túa en la piel de las pro­ta­go­nis­tas y nos ayu­da a com­par­tir con ellas el sen­ti­mien­to de as­fi­xian­te des­am­pa­ro en el que se en­cuen­tran du­ran­te esas 72 horas. 

Historias del Bucle (“La Esfera del Eco” y “Hogar”)

Esta se­rie de re­la­tos in­ter­co­nec­ta­dos en cla­ve de sci-fi mi­ni­ma­lis­ta ba­sa­dos en la im­pre­sio­nan­te obra del ilus­tra­dor Simon Stålenhag tu­vo un re­ci­bi­mien­to des­igual cuan­do se es­tre­nó a pri­me­ros de año. Es com­pren­si­ble: su tono sen­ti­men­tal y es­ti­lo hiper-contemplativo son la pri­me­ra ba­rre­ra de en­tra­da pa­ra un es­pec­ta­dor que qui­zás es­pe­ra­ba una pro­duc­ción con más ner­vio. Nathaniel Halpern es­cri­be los ocho epi­so­dios de la se­rie con una ins­pi­ra­ción su­per­fi­cial en el es­ti­lo de Damon Lindelof (so­bre to­do por el uso del mac­guf­fin in­ex­pli­ca­ble co­mo ca­ta­li­za­dor de his­to­rias mu­cho más mun­da­nas), pe­ro el re­sul­ta­do es­tá lleno de al­ti­ba­jos, em­pe­zan­do por un pi­lo­to ano­dino y sin mu­cho in­te­rés que des­in­cen­ti­va con­ti­nuar con el vi­sio­na­do de la serie.

No obs­tan­te me sien­to en la obli­ga­ción de res­ca­tar los ca­pí­tu­los cua­tro y ocho. En el pri­me­ro, el gran Andrew Stanton ha­ce un ejer­ci­cio de mi­ni­ma­lis­mo trans­for­man­do el guión de Halpern en una her­mo­sa his­to­ria ca­si sin diá­lo­gos so­bre la muer­te y el le­ga­do ge­né­ti­co que re­mi­te a aque­lla ma­gis­tral pri­me­ra me­dia ho­ra de Wall*E. Por su par­te, en el epi­so­dio oc­ta­vo Jodie Foster di­ri­ge afron­tan­do con una na­rra­ti­va al­go más con­ven­cio­nal el guión más ins­pi­ra­do de Halpern, que abor­da la enési­ma re­fle­xión so­bre la ca­pri­cho­sa per­cep­ción que te­ne­mos del pa­so del tiem­po a lo lar­go de nues­tras vi­das y el des­com­pen­sa­do pe­so que tie­ne la in­fan­cia en ellas.

Final Fantasy VII Remake

No sa­bría de­cir cuán­tas ve­ces he es­cu­cha­do aque­llo de «La gen­te no cam­bia». Cómo ocu­rre to­dos los tó­pi­cos, es­to a ve­ces es ver­dad, otras es men­ti­ra y otras de­pen­de de la pers­pec­ti­va con la que se ana­li­ce su sig­ni­fi­ca­do. Ya en me­nos oca­sio­nes he es­cu­cha­do aque­llo de que en es­te mis­mo ins­tan­te no que­da ni una so­la cé­lu­la en nues­tro cuer­po que ten­ga más de diez años, es de­cir, que téc­ni­ca­men­te so­mos un clon in­ter­pre­tan­do un le­ga­do que se nos ha da­do en for­ma de me­mo­rias (re­tor­ci­das y re­in­ter­pre­ta­das a con­ve­nien­cia) y una pro­gra­ma­ción ge­né­ti­ca en cons­tan­te de­gra­da­ción. Es una creen­cia que me gus­ta, por­que es li­be­ra­do­ra y per­mi­te no sen­tir­se en­ca­de­na­do a nues­tro pa­sa­do, em­pu­ján­do­nos a in­ten­tar ser me­jo­res per­so­nas ca­da día sin pre­ten­der abra­zar una co­he­ren­cia au­to­com­pla­cien­te con lo que se su­po­ne que es­pe­ra­mos de no­so­tros mismos.

Más allá de su alu­ci­nan­te sis­te­ma de com­ba­te, del de­li­cio­so tra­ta­mien­to de per­so­na­jes o sus pe­que­ñas as­pe­re­zas en su di­se­ño de quests, Final Fantasy VII Remake per­ma­ne­ce en mi me­mo­ria más que nin­gún otro vi­deo­jue­go que ha­ya ju­ga­do es­te año. Ha si­do co­mo pa­sar una se­ma­na en­te­ra con un ami­go de la in­fan­cia al que ha­ce 20 años que no veía: des­de la in­co­mo­di­dad ini­cial de des­cu­brir que en el fon­do es­ta­ba an­te un des­co­no­ci­do, pa­san­do por las in­evi­ta­bles con­ver­sa­cio­nes nos­tál­gi­cas de es­ca­so re­co­rri­do, has­ta fi­nal­men­te com­pren­der que nues­tros re­cuer­dos com­par­ti­dos pue­den ser, so­lo y an­te to­do, una emo­cio­nan­te opor­tu­ni­dad pa­ra cons­truir al­go nuevo. 

David Molina

Bizarrap x Nathy Peluso

22 añi­tos, 22 añi­tos tie­ne Gonzalo Julián Conde, pro­duc­tor mu­si­cal na­tu­ral de Argentina, y con esa edad Gonzalo es­tá po­co a po­co de­vo­ran­do el pa­no­ra­ma mu­si­cal ur­bano. Componiendo sus ba­ses e in­vi­tan­do ar­tis­tas des­de no ha­ce más de tres años, en es­te año que ya se nos va ha lo­gra­do ser de los 10 ar­tis­tas ar­gen­ti­nos más es­cu­cha­dos mun­dial­men­te, se­gún Spotify, gra­cias a ha­ber co­la­bo­ra­do con ar­tis­tas de ta­lla in­ter­na­cio­nal has­ta lle­gar a Nathy Peluso, la ci­ma ac­tual de la gran mon­ta­ña que es­tá cons­tru­yen­do a ca­da nue­va se­sión. En eso re­si­de su ma­gia, sa­ber qué nom­bres te­ner que le ha­gan ha­cer­se no­tar y crear una ba­se en con­cor­dan­cia pa­ra el freesty­le de sus in­vi­ta­dos. Con Nathy la lí­ri­ca y la ba­se son una, mien­tras la can­tan­te pa­re­ce es­cu­pir fue­go en ca­da ver­so, los beats que Bizarrap lan­za pa­ra crear el la­tir del te­ma son un bom­bar­deo cons­tan­te que ha­cen de es­ta co­la­bo­ra­ción uno de los te­mas de 2020. Quizás le que­dan unos años pa­ra al­can­zar lo que Little Spain es­tá ha­cien­do (y ha­rá) con me­nos tiem­po de vi­da, pe­ro aho­ra mis­mo na­die pue­de cor­tar­le las alas y tie­ne to­do por delante.

El NO-HIT en Dark Souls de ChusoMMontero

A ver, ¿re­cor­dáis Rocky IV? Rocky con­tra las cuer­das, la ven­gan­za, el frio de Siberia, un cons­tan­te ir y ve­nir, pues un ca­lu­ro­so 2 de Agosto, Chuso con­se­guía ven­cer a su pro­pio Iván Drago con­si­guien­do ter­mi­nar Dark Soul sin re­ci­bir ni un so­lo gol­pe. Menudo mo­men­to, cha­va­la­da, qué sen­sa­ción de vic­to­ria y unión de co­mu­ni­dad, co­mo los de Fuenteovejuna, to­dos a una. Chuso tie­ne esa ma­gia, su ca­nal y sus strea­mings son a la par nues­tros, de su au­dien­cia, y sus vic­to­rias y de­rro­tas son tam­bién las nues­tras. Por eso, es­ta proeza tie­ne más sen­ti­do si en­tien­des có­mo jue­ga Chuso, sin de­jar a la co­mu­ni­dad de la­do, sin apar­tar la mi­ra­da del chat. Lo fá­cil hu­bie­ra si­do sa­car es­te No-Hit con­cen­tra­do so­lo en el jue­go: «El ju­gar en strea­ming es una com­pli­ca­ción, por­que lo nor­mal es es­tar fo­cus en el jue­go. Yo aun­que tar­de unas se­ma­nas más, me gus­ta es­tar ha­blan­do con la gen­te y ha­cien­do el show».

Yo de ma­yor quie­ro ser co­mo Chuso.

Com troncs baixant pel riu

Quizás con el re­cien­te vi­sio­na­do de Soul, la úl­ti­ma pe­lí­cu­la de Disney Pixar, y re­cor­dar su «ho­mó­ni­ma» La La Land, el men­sa­je que trans­mi­te Pau Vallvé se ha in­ten­si­fi­ca­do. Una le­tra que más que una su­ce­sión de ri­mas es una lis­ta de la com­pra ci­tan­do la vi­da, que nos trans­por­ta a un oní­ri­co re­cor­da­to­rio de to­dos esos mo­men­tos que pa­san y te ha­cen ir avan­zan­do. Tan co­ti­dia­nos y co­mu­nes co­mo ir­se de cam­pa­men­tos con la es­cue­la, un con­cier­to o be­sar­te con al­guien; de las pri­me­ras ve­ces has­ta las úl­ti­mas. Acertado re­tra­to en uno de los me­jo­res ál­bu­mes mu­si­ca­les de es­te año en el que Pau Vallvé de­ja su «rock in­die ca­ta­lán» pa­ra des­cri­bir la vi­da tal y có­mo es, con una lí­ri­ca que va­ría se­gún la can­ción, trans­mi­tien­do más allá de la le­tra y en­to­nan­do el sen­ti­mien­to con la voz. Sin flo­ri­tu­ras, sin men­sa­jes de auto-ayuda. Cruda y bella. 

«I és així

Feliç i trist

Som com troncs bai­xant pel riu

Però és bonic

I si tens amics

Fins i tot pot ser divertit».

Orca

Oh”para el rol.

Hay ri­tua­les en nues­tra so­cie­dad que no de­be­rían per­der­se. Sentarse pa­ra es­cu­char una his­to­ria es uno de ellos.

Lo que ocu­rre en ese ti­po de ac­tos, lle­va­do a los jue­gos de rol, me es aún inefa­ble. Si aca­so, pue­do per­ci­bir­lo en los ojos de quie­nes es­cu­chan con­mi­go, en las ri­sas de des­pués, en los gri­tos de emo­ción, de ten­sión, de ale­gría…, pe­ro sé que mu­cho más y es di­fí­cil de po­ner en pa­la­bras por­que ha­blar, con­tar una his­to­ria, es al­go más que cons­truir ca­de­na ha­bla­da cohe­ren­te, mu­cho más que cons­truir un mun­do, es… He vi­vi­do gran­des mo­men­tos con mis me­jo­res ami­gos de co­sas que nun­ca han ocu­rri­do: cum­plir la úl­ti­ma vo­lun­tad de Oren el Zurdo, ven­cer al se­ñor Chuchería gra­cias a un leal ma­pa­che, pre­sen­ciar el ho­rror en la ca­sa Corbitt… y aún así, aun­que pu­die­se enu­me­rar to­dos es­tos mo­men­tos, si­go sin po­der acer­car­me a esa ex­pe­rien­cia inefa­ble, a esa sen­sa­ción que se pro­du­ce al vis­lum­brar — no só­lo el mun­do de la his­to­ria —, el mun­do in­te­rior de quien na­rra, có­mo sin que­rer ha re­fle­ja­do sus mie­dos y tris­te­zas; có­mo que­rien­do ha re­fle­ja­do lo que más le gus­ta, lo que más año­ra y de­sea pa­ra po­der en­se­ñar­lo po­co a po­co, pie­za a pie­za, en ca­da se­sión, en ca­da mó­du­lo y cam­pa­ña has­ta que por fin ves cons­trui­da a la per­so­na que cuen­ta la his­to­ria. ¡Ah, eso! Quizás sea es­to a lo que quie­ro re­fe­rir­me, a esa ex­pe­rien­cia a la que só­lo pue­do acer­car­me a tra­vés de los jue­gos de rol.

Álvaro Ortiz

Novela. Nuestra parte de Noche, de Mariana Enríquez.

Hola no sé es­cri­bir así que ya he bo­rra­do va­rias ve­ces el pa­rra­fín en el que os con­ta­ba por qué me ha­bía gus­ta­do tan­to Nuestra par­te de no­che pe­ro va­ya, que nun­ca ha­bía leí­do una no­ve­la de te­rror te­rror que me atra­pa­se tan­to y du­ran­te tan­tas pá­gi­nas. Los per­so­na­jes, los en­tor­nos, lo fí­si­co que es to­do to­do el ra­to, lo bien que es­cri­be Enríquez, los cam­bios de tiem­po, lo dis­tin­tas que son ca­da una de las par­tes del li­bro, la ne­ce­si­dad de se­guir sa­bien­do más y más so­bre esa sec­ta y so­bre por qué ca­da per­so­na­je ac­túa co­mo lo ha­ce. En se­rio, a po­co que os in­tere­se el te­rror de­be­ríais leer­la. Y aun­que no os in­tere­se, también.

Cómic. Todo es inflamable, de Gabrielle Bell

Si has leí­do al­guno de los có­mics au­to­bio­grá­fi­cos de Bell más o me­nos ya la co­no­ces o ya co­no­ces lo que ella quie­re que co­noz­cas yo qué sé, y ya ha ha­bla­do al­gu­na vez de su ma­dre. Y es­te úl­ti­mo có­mic gi­ra to­do al­re­de­dor de la re­la­ción con su ma­dre a raíz de que es­ta la lla­me un día y le di­ga que su ca­sa ha ar­di­do. La au­to­ra em­pie­za a via­jar pa­ra vi­si­tar­la e ir ayu­dán­do­la a so­lu­cio­nar las co­sas y nos lo va con­tan­do en es­te dia­rio en el que se cru­zan ade­más al­gu­nos otros per­so­na­jes muy in­tere­san­tes. Además la au­to­ra ha al­can­za­do un gra­do de per­fec­ción a la ho­ra de con­tar las co­sas, que da igual de qué te es­tá ha­blan­do por­que to­do re­sul­ta fascinante.

Disco. oɹɹɐzıqɹoɯɐǝpolnƃuɐıɹʇ, de Triángulo de amor bizarro.

Aunque du­dé si in­cluir el dis­co nue­vo de Salem por aque­llo de la sor­pre­sa tan­tos años des­pués y por­que aun­que qui­zá un pe­lín más lu­mi­no­so si­guen so­nan­do co­mo si te es­tu­vie­ses aho­gan­do en una ace­quia y en­ton­ces vi­nie­se pe­ña a ra­pear­te co­sas, si con un dis­co me he ob­se­sio­na­do es­te año ha si­do con el nue­vo de Triángulo de amor bi­za­rro. Que uno de tus gru­pos fa­vo­ri­tos sa­quen su me­jor dis­co cuan­do ya lle­van mil años de ca­rre­ra es al­go que me si­gue sor­pren­dien­do mu­cho, y aquí han jun­ta­do una co­lec­ción de can­cio­nes in­creí­bles (No eres tú, Fukushima, Asmr pa­ra ti, Folía de las apa­ri­cio­nes, Cura mi co­ra­zón) que fun­cio­nan per­fec­ta­men­te tan­to por se­pa­ra­do co­mo en con­jun­to. Buah es que lo he oí­do co­mo mil ve­ces o más.

Jordi de Paco

Coches de Choque, de Ferran Bertomeu

Con to­do el or­gu­llo del mun­do, mi co­sa fa­vo­ri­ta de es­te año ha si­do un pe­da­ci­to de mun­do vir­tual que des­de su hu­mil­dad me ha re­cor­da­do to­do lo que pue­den lle­gar a ser los vi­deo­jue­gos y que lo me­jor siem­pre es­tá por ve­nir. Ferran Bertomeu de­sa­rro­lló ba­jo el mar­co de la ga­me jam del IndieDevDay un pe­que­ño jue­go de na­ve­ga­dor en el que te co­nec­tas, te asig­nan un au­to de cho­que y pri­bi­ri­pi­ri­bi­ri­pi­ri­bí. Sin ob­je­ti­vos, sin ga­mi­fi­ca­ción: una re­pre­sen­ta­ción 1:1 de ju­gar en la fe­ria; ace­le­rar, fre­nar y, lo me­jor, pe­gar gri­tos al rit­mo de la mú­si­ca. Además, es­te mi­ni­jue­go me sir­vió de dro­ga puen­te pa­ra des­cu­brir el res­to de ma­ra­vi­llas crea­ti­vas que tie­ne Ferran en su itch.io, men­ción es­pe­cial a sus vi­ni­los in­ter­ac­ti­vos co­mo Elephants Remember.

Podéis ju­gar a los co­ches de cho­que en itch.io — ¡Avisad a unos ami­gos pa­ra lle­nar la pista!

How to with John Wilson

Siguiendo con el te­ma de obras que te vue­lan la pe­lu­ca de lo ori­gi­na­les que son, lo si­guien­te que se me vie­ne a la men­te es la se­rie do­cu­men­tal de la HBO How to with John Wilson. Y lo lla­mo do­cu­men­tal por­que al­gu­na eti­que­ta hay que po­ner­le, pe­ro más bien lo til­da­ría de rea­lis­mo má­gi­co real, con aque­llo que di­cen de que la reali­dad siem­pre su­pera la fic­ción. La ma­ne­ra en la que Wilson exa­mi­na la so­cie­dad es tre­men­da­men­te úni­ca, y las es­pi­ra­les por las que te ha­ce des­cen­der son im­pre­de­ci­bles y muy es­ti­mu­lan­tes pa­ra la men­te. Típica re­co­men­da­ción en la que con­tar al­go se­ría es­tro­pear­lo un po­co, así que ha­ced­me ca­so y ved el pri­mer epi­so­dio, que el res­to en­tran so­los, y sa­les del vi­sio­na­do con el ce­re­bro un po­qui­to más galaxia.

Yakuza: Like a Dragon

Siempre afron­to la lis­ta de lis­tas in­ten­tan­do re­co­men­dar co­sas más bou­ti­que, po­ner el fo­co so­bre obras que pue­dan ha­ber pa­sa­do des­aper­ci­bi­das… pe­ro es que el Yakuza es mu­cho Yakuza, y me pa­re­ce una in­jus­ti­cia que no ha­ya sa­li­do en más lis­tas ni ha­ya es­ta­do no­mi­na­do a to­das las ca­te­go­rías de pre­mios de vi­deo­jue­gos del pla­ne­ta. A pe­sar de ser de mis sa­gas fa­vo­ri­tas, siem­pre me ha re­sul­ta­do di­fí­cil re­co­men­dar Yakuza por­que acu­mu­la de­ma­sia­das en­tre­gas y es di­fí­cil sa­ber por dón­de in­tro­du­cir a al­guien, pe­ro fi­nal­men­te Yakuza: Like a Dragon me lo ha pues­to en ban­de­ja. El jue­go fun­cio­na per­fec­ta­men­te co­mo obra in­de­pen­dien­te y el sis­te­ma de com­ba­te es tre­men­da­men­te ac­ce­si­ble y di­ver­ti­do. La na­rra­ti­va de es­ta úl­ti­ma en­tre­ga, ade­más, es es­pe­cial­men­te hu­ma­na, y acom­pa­ñar a un gru­po de cua­ren­to­nes que han to­ca­do fon­do es sin du­da al­go úni­co en el medio.

Gente, ju­gár­se­lo, que es­tá to guapo.

Andrés Paredes

El episodio 5 de Gang of London

La me­jor es­ce­na de ac­ción de es­te año es un ca­pí­tu­lo en­te­ro de una de las se­ries me­jor es­con­di­das. Y lo tie­ne to­do pa­ra fun­cio­nar, y con to­do quie­ro de­cir Gareth Evans, mer­ce­na­rios da­ne­ses, y es­co­ce­ses. Ya de en­tra­da to­da la se­rie es una es­pe­cie de Shakespeare con hos­tias que no os po­déis per­der, pe­ro es­te ca­pí­tu­lo es un no pa­rar de ac­ción, mo­vi­mien­tos tác­ti­cos, es­co­pe­tas es­con­di­das y hue­sos ex­plo­tan­do. El ci­ne de Gareth Evans tie­ne un com­po­nen­te un po­co de Jackass: ca­da plano due­le, pe­ro no pue­des evi­tar se­guir mi­ran­do por­que es fascinante. 

The Invisible Man

Al igual que Underwater (otra pe­que­ña jo­ya es­con­di­da de es­te año), el hom­bre in­vi­si­ble par­te de una pre­mi­sa ex­tra­or­di­na­ria­men­te sim­ple y nos en­tre­ga una ma­ra­vi­lla. No só­lo se tra­ta de un twist muy in­tere­san­te so­bre una his­to­ria clá­si­ca de te­rror: tam­bién El Hombre in­vi­si­ble guar­da en su co­ra­zón un men­sa­je muy po­ten­te so­bre creer a las víc­ti­mas de maltrato. 

La intro de Raised By Wolves

Puede que una de las me­jo­res se­ries del año ten­ga la in­tro más be­lla de la dé­ca­da, que ade­más cap­ta a la per­fec­ción las ideas que se ex­pon­drán en la mis­ma. Raised By Wolves uti­li­za su in­tro pa­ra ha­blar al mis­mo tiem­po de la de­vas­ta­ción hu­ma­na, de la tec­no­lo­gía lle­va­da a su ex­tre­mo, de la in­men­si­dad del es­pa­cio y de la es­pe­ran­za que aún se en­cuen­tra en el co­ra­zón de la hu­ma­ni­dad, que se en­tre­ga a una bús­que­da deses­pe­ra­da más allá de las estrellas. 

Every step, every beat

Every thought, every breath

Everything is longing

Borja Pavón

Animal Crossing

Animal Crossing: New Horizons ha si­do el jue­go más im­por­tan­te pa­ra mí es­te año. Tanto en lo per­so­nal co­mo en lo pro­fe­sio­nal, el jue­go de Nintendo ha si­do co­mo un bál­sa­mo crea­ti­vo que me ha ayu­da­do a sor­tear cier­tos blo­queos pan­ta­no­sos a los que nos en­fren­ta­mos to­dos los que nos de­di­ca­mos a la crea­ción de con­te­ni­do, ese con­cep­to am­bi­guo que hoy en día es­tá re­la­cio­na­do es­tre­cha­men­te con una pro­duc­ti­vi­dad cons­tan­te y cu­ya de­fi­ni­ción, creo, va en con­tra de la au­tén­ti­ca na­tu­ra­le­za de la crea­ción de con­te­ni­do: la ins­pi­ra­ción y la crea­ti­vi­dad, mu­sas emi­nen­te­men­te es­cu­rri­di­zas que no res­pon­den a una pe­rio­di­ci­dad ni a fe­chas cons­tre­ñi­das de en­tre­ga. Ha si­do co­mo un bál­sa­mo, de­cía, por­que la exa­ge­ra­da ex­pre­si­vi­dad de los per­so­na­jes de Animal Crossing es un her­vi­de­ro de pe­que­ñas si­tua­cio­nes slaps­tick con el que he po­di­do ju­gar con mu­cha más li­ber­tad que con el enési­mo NPC pre­de­fi­ni­do de Assassin’s Creed y sa­lir­me un po­co de la ru­ti­na pa­ra que en­ca­je a la per­fec­ción una his­to­ria de sus­pen­se (hay quien la de­fi­ne de te­rror, mi gé­ne­ro fa­vo­ri­to, pe­ro no me­rez­co) que pe­sa me­nos por la na­tu­ra­le­za mo­ní­si­ma del pro­pio vi­deo­jue­go, pe­ro que qui­zá por ello ha re­so­na­do tan­to en­tre la gen­te. Puede ser una elec­ción ob­via, in­clu­so ma­ni­da, pe­ro no por ello me­nos re­le­van­te: es­tá el ni­ño del mo­ño con ha­cha, es­tá Chonfluns y es­tá el rap de Tom Nook. Y por­que mi ma­dre, a sus 63 años, es­tá a pun­to de pa­sar­se Breath of the Wild (lo es­tá es­ti­ran­do ar­ti­fi­cial­men­te to­do lo que pue­de por­que no quie­re dar por con­clui­da es­ta re­la­ción de más de un año con Link), un jue­go con el que se ha es­tre­na­do en las aven­tu­ras en tres di­men­sio­nes y que le ha fas­ci­na­do, y bien sa­be dios que el si­guien­te que ocu­pa­rá la ra­nu­ra de su Switch se­rá el nue­vo Animal Crossing.

GTA Roleplay

Podríamos de­cir que el ro­le­play de Grand Theft Auto V es lo que hi­zo que de­ja­se mi tra­ba­jo dia­rio en la web de Eurogamer España. O si más no, fue lo que me de­ci­dió a dar ese pa­so de­fi­ni­ti­va­men­te. GTA Roleplay es un fe­nó­meno fas­ci­nan­te que me cau­ti­vó e in­clu­so lle­gó a ob­se­sio­nar­me por­que vi en él la unión de cier­tos fac­to­res que siem­pre me han re­sul­ta­do muy atrac­ti­vos, co­mo son la co­me­dia, la im­pro­vi­sa­ción y la in­ter­pre­ta­ción, la ne­ce­si­dad de po­ner­te en la piel de un per­so­na­je y adap­tar tus reac­cio­nes a las su­yas en un con­tex­to en el que hay cien­tos de per­so­nas mi­rán­do­te y es­cu­dri­ñán­do­te en di­rec­to. Estuve en mi sal­sa y co­no­cí a per­so­nas ma­ra­vi­llo­sas con las que si­go te­nien­do re­la­ción hoy. También fue una for­ma de apa­ci­guar la vo­ce­ci­lla in­te­rior, el Pepito Grillo bro­ke, que me ha­bía re­pe­ti­do (que me re­pi­te) in­ce­san­te­men­te que soy un im­pos­tor y que ni sé es­cri­bir tan bien ni sé tan­to de vi­deo­jue­gos, ni los do­bla­jes con la mis­ma voz de siem­pre ha­cen tan­ta gra­cia, aun­que pue­da apa­ren­tar muy bien que sí. Me lan­cé de­fi­ni­ti­va­men­te a por la co­me­dia co­mo vál­vu­la de es­ca­pe por­que ahí no te­nía que de­mos­trar na­da más, y aun­que el per­so­na­je que creé, Rodolfo Mascarpone, es ex­cén­tri­co, al­cohó­li­co e ines­ta­ble (tam­bién hu­mano, em­pá­ti­co y bo­na­chón) y su tras­fon­do es tre­men­da­men­te trá­gi­co, al­go que con­tras­ta pro­fun­da­men­te con to­do lo de­más, en reali­dad sus as­pa­vien­tos no eran más que un gri­to, que mi gri­to, pi­dien­do ser acep­ta­do y que­ri­do. Públicamente, he po­di­do ser más yo a tra­vés de él de lo que ha­bía si­do to­dos es­tos años.

Cyberpunk 2077

Otro ar­te­fac­to cul­tu­ral que me ha pa­re­ci­do fas­ci­nan­te es­te año, aun­que no por las ra­zo­nes ade­cua­das. Cyberpunk 2077, uno de los jue­gos más es­pe­ra­dos de la úl­ti­ma dé­ca­da, se pue­de de­cir, es un ca­so que se es­tu­dia­rá en el fu­tu­ro, y cu­yo re­la­to con­tie­ne to­dos los ele­men­tos pa­ra ter­mi­nar adap­tán­do­se a la gran pan­ta­lla: ex­pec­ta­ti­vas im­po­si­bles de cum­plir du­ran­te ca­si una dé­ca­da, crunch, trans­fo­bia, men­ti­ras, ocul­ta­ción pre­me­di­ta­da de in­for­ma­ción, pu­bli­ci­dad en­ga­ño­sa y una su­per­pro­duc­ción que ha ter­mi­na­do ge­ne­ran­do un pro­duc­to pro­fun­da­men­te ro­to que no obs­tan­te ter­mi­na ven­dien­do una mi­llo­na­da a pe­sar de la enor­me po­lé­mi­ca ge­ne­ra­da y, bueno… a pe­sar de es­tar ro­to, efec­ti­va­men­te. Un cu­le­brón con epi­so­dio nue­vo ca­da día, un fra­ca­so de éxi­to ro­tun­do, un re­fle­jo y un ejem­plo per­fec­to de to­do lo que es­tá mal en la in­dus­tria de los lla­ma­dos tri­ples A y que, de mo­men­to, no pa­re­ce que va­ya a su­po­ner nin­gún pun­to de in­fle­xión sig­ni­fi­ca­ti­vo, sino to­do lo con­tra­rio. El te­ma me tie­ne tan atra­pa­do que es­toy aten­to a ca­da nue­va no­ti­cia al res­pec­to pa­ra em­pe­zar a re­bus­car opi­nio­nes y ar­tícu­los al res­pec­to que arro­jen un po­co más de luz a to­do es­to, y no pue­do de­jar de pen­sar en esos tra­ba­ja­do­res que se han de­ja­do el al­ma y que se han par­ti­do el lo­mo mi­les de ho­ras pa­ra crear un pro­duc­to que, si más no, se acer­ca­se a las ex­pec­ta­ti­vas. Lo más Cyberpunk de Cyberpunk 2077 no ha si­do el jue­go, en efecto.

Proyecto Una

La importancia de llamarse Cristina, La Veneno 

Y más en un año en el que el reac­cio­na­ris­mo terf ha co­men­za­do a ha­cer­se vi­si­ble en el es­ta­do es­pa­ñol. Veneno con­si­gue, a gol­pe de efec­tis­mo emo­cio­nal, cul­ti­var la em­pa­tía ha­cía las per­so­nas trans en el te­rreno so­cial con­si­de­ra­do co­mo neu­tro. Terreno neu­tro for­ma­do por quien pien­sa que la po­lí­ti­ca no es de su in­te­rés y que sus gus­tos y con­su­mo cul­tu­ral no re­zu­man ideo­lo­gía. Como si cier­tos ar­te­fac­tos cul­tu­ra­les se pro­du­cie­ran y con­su­mie­ran en el va­cío, en cáp­su­las es­pa­cia­les no in­fluen­cia­das por un sis­te­ma eco­nó­mi­co y cul­tu­ral con si­glos de his­to­ria de­trás. Como si to­do el mun­do tu­vie­ra la opor­tu­ni­dad de es­cri­bir y ver su con­te­ni­do pu­bli­ca­do, pro­du­ci­do y dis­tri­bui­do. Pues bien, en es­te te­rreno neu­tro, ha­bi­ta­do por se­res es­pa­cia­les a quie­nes su­pues­ta­men­te no afec­ta la he­ge­mo­nia cul­tu­ral, se ha lo­gra­do po­ner so­bre la me­sa la cues­tión trans. Tratando con ter­nu­ra epi­so­dios os­cu­ros de una vi­da tor­men­to­sa y ex­plí­ci­ta­men­te mal­tra­ta­da por una so­cie­dad patriarcal. 

La ti­bie­za de Los Javis en de­ter­mi­na­dos asun­tos es in­ne­ga­ble, lle­gán­do­se a ga­nar el tí­tu­lo de ex­tre­mo­cen­tris­tas en al­gun que otro ho­gar del país. El ca­ri­ño con el que tra­tan Hoy cru­za­mos el Mississipi y a una in­dús­tria del es­pec­tácu­lo que no ha te­ni­do es­crú­pu­los a la ho­ra de ex­pri­mir per­so­nas y his­to­rias tru­cu­len­tas pa­ra ras­car la má­xi­ma au­dién­cia es un buen ejem­plo de ello. Aunque hay que ad­mi­tir que lue­go lo com­pen­san con una fan­ta­sía de Veneno car­gán­do­se na­zis a gol­pe de hoz. De mo­men­to, es­ta­mos en paz. 

La na­rra­ti­va pa­ra­le­la de dos vi­das trans atra­ve­sa­das por dis­tin­tas épo­cas, lo­gra la re­fle­xión en re­tros­pec­ti­va de co­mo aque­llas pri­me­ras re­pre­sen­ta­cio­nes han he­cho que hoy en día mu­chas per­so­nas lo ten­gan un po­co más fá­cil. Con un re­par­to y un tra­ba­jo de ca­rac­te­ri­za­ción fas­ci­nan­tes, Veneno ha li­de­ra­do au­dien­cias y a es­tas al­tu­ras ya se es­tá emi­tien­do al otro la­do del char­co. El elen­co de ac­tri­ces trans, que sin du­da ha­rá re­plan­tear a más de una pro­duc­to­ra lo de po­ner a per­so­nas cis a ha­cer de­ter­mi­na­dos pa­pe­les, es una vic­to­ria y un gran avan­ce pa­ra la vi­si­bi­li­dad del colectivo. 

El final de Bojack Horseman 

Era di­fí­cil, muy di­fí­cil ce­rrar la me­jor se­rie de ani­ma­ción que (qui­zás) he­mos vis­to en nues­tra vi­da. Pero lo han con­se­gui­do. El re­to era cons­truir un an­ti­hé­roe que re­fle­ja­se nues­tras mi­se­rias. Con el que pu­die­se­mos em­pa­ti­zar, pe­ro nun­ca glo­ri­fi­car. Bojack nun­ca se­rá un Tyler Durden, ni un Rick Sánchez, ni un Heisenberg. Y eso es un hi­to. Un pun­to y apar­te en la ca­rac­te­ri­za­ción de per­so­na­jes mas­cu­li­nos ne­ga­ti­vos. Efectivamente, Bojack wasn’t right du­ran­te to­do es­te tiempo. 

Bojack Horseman es un re­tra­to de la caí­da de los hom­bres tris­tes. En un círcu­lo na­rra­ti­vo im­pe­ca­ble, el pro­ta­go­nis­ta pa­sa de ge­ne­rar­te em­pa­tía a re­cha­zo, pa­ra aca­bar con­vir­tién­do­se en la in­có­mo­da cer­te­za de que hay al­go mal en ti. El fi­nal de la se­rie te des­ga­rra por la mi­tad, de­ján­do­te con la mis­ma sen­sa­ción que un gri­to deses­pe­ra­do en el va­cío de la no­che. Bojack tie­ne que asu­mir las con­se­cuen­cias de sus ac­tos. Simple y lla­na­men­te. Sin ro­man­ti­za­ción del ar­tis­ta mal­di­to, sin re­la­cio­nes tó­xi­cas mi­ti­fi­ca­das con los años, sin jus­ti­fi­car­se en un pa­sa­do in­me­re­ci­do. Sin con­de­nar con mo­ra­lis­mo, pe­ro sin re­ga­lar la redención. 

A lo lar­go de las seis tem­po­ra­das, se tra­tan de ma­ne­ra for­mi­da­ble las cri­sis exis­ten­cia­les de los dis­tin­tos per­so­na­jes (los que­re­mos por igual, eh?). El he­cho de que la fic­ción se de­sa­rro­lle en Holiwoo (uni­ver­so pa­ra­le­lo a Holliwood) no es ca­sual. Ahí es don­de se han con­ce­bi­do la ma­yor par­te de las his­tó­rias que han con­for­ma­do nues­tro ima­gi­na­rio co­lec­ti­vo en las úl­ti­mas dé­ca­das. La me­ca del éxi­to y la fe­li­ci­dad, el lu­gar des del que al­can­zar la eter­ni­dad. El re­fle­jo de la ca­ra me­nos gla­mu­ro­sa de es­te uni­ver­so se con­vier­te en el es­ce­na­rio ideal pa­ra ha­blar de fra­ca­so, de sue­ños ro­tos y de ex­pec­ta­ti­vas trun­ca­das, así co­mo del éxi­to que nun­ca es su­fi­cien­te ni sa­tis­fac­to­rio. La sa­lud men­tal y la res­pon­sa­bi­li­dad que te­ne­mos en el im­pac­to que ge­ne­ra­mos en las otras per­so­nas po­nen la guin­da en una tem­po­ra­da fi­nal que due­le por rea­lis­ta. Queda dar las grá­cias al equi­po de guión por no ha­ber to­ma­do el ca­mino fácil. 

El fandom como creación de comunidad política: las kpopers y el #freeBritney

Ya lo ha­bia­mos vis­to an­tes y, en reali­dad, ya lo sa­bia­mos. Pero en el mun­do del con­su­mo co­mo crea­ción de iden­ti­da­des, de la eco­no­mía y la po­lí­ti­ca emo­cio­nal, es­tas co­sas to­man una nue­va di­men­sión. Llevamos años vien­do a la ul­tra­de­re­cha in­fil­trar­se en co­mu­ni­da­des (ga­mers, cons­pi­ra­noi­cos, aman­tes de «lo vi­kin­go»), pe­ro 2020 nos tra­jo un po­si­ble re­ver­so lu­mi­no­so a to­do es­to. Sin que­rer pe­car de idea­lis­tas, y re­co­no­cien­do que tam­bién hay pro­ble­mas en del seno de es­tos fan­doms (sí, es­te es un mun­do ra­cis­ta y pa­triar­cal, y es­tas co­sas van a pa­sar has­ta en las me­jo­res ca­sas), ha ha­bi­do un par de mo­men­tos que nos han emo­cio­na­do es­te año. Ver a las fans del k‑pop (y re­cal­ca­mos el gé­ne­ro por­que nos pa­re­ce ne­ce­sa­rio) tro­llear a fa­chas y po­li­cía y cons­truir nue­vas téc­ni­cas pa­ra hac­kear al­go­rit­mos y apo­yar al Black Lives Matter du­ran­te el pun­to ál­gi­do de la pro­tes­ta ha si­do una ma­ra­vi­lla. Y por otro la­do, la rei­vin­di­ca­ción de la fi­gu­ra de Britney Spears, tan de­nos­ta­da du­ran­te años, nos ha pa­re­ci­do pu­ra jus­ti­cia poé­ti­ca. A la prin­ce­sa del pop le qui­ta­ron la cus­to­dia so­bre sus bie­nes ha­ce años, tras su men­tal break­down, y su pa­dre se que­dó con gran par­te de los be­ne­fi­cios de­ri­va­dos de su obra. El #FreeBritney es un mo­vi­mien­to na­ci­do en la red pa­ra apo­yar a la can­tan­te en sus jui­cios por re­cu­pe­rar su au­to­no­mía le­gal. Y a par­tir de ahí se ha rei­vin­di­ca­do que la his­to­ria de Britney es otra his­to­ria de ex­plo­ta­ción y co­si­fi­ca­ción de las mu­je­res por par­te de la in­dus­tria, y que se­gui­mos vi­vien­do en una so­cie­dad (me­me!) en la que las vi­das de las per­so­nas neu­ro­di­ver­gen­tes se in­fan­ti­li­zan y ame­na­zan cons­tan­te­men­te. El aca­bó­se lle­gó cuan­do Britney en­la­zó en su ins­ta­gram una pu­bli­ca­ción cla­man­do por la jus­ti­cia so­cial y el re­par­to de la ri­que­za: Camarada Britney! 

Lo que nos ha mo­la­do de es­tas ac­cio­nes es có­mo, a tra­vés de re­co­no­cer­se co­mo fans de al­go, po­de­mos pa­ra cons­truir ac­cio­nes, po­si­cio­nar­nos en el es­pec­tro ideo­ló­gi­co y crear mo­dos de es­tar y com­pren­der el mun­do en co­mu­ni­dad. Y co­mo una pan­di­lla de cha­va­las ado­les­cen­tes nos dan lec­cio­nes de ci­ber­ac­ti­vis­mo en el si­glo XXI. Ahí es nada. 

Mike Remacha

Siempre que re­ci­bo el muy de­sea­do email de Álvaro pa­ra par­ti­ci­par en su lis­ta me en­tra an­sie­dad. Ninguno de los años me he sal­va­do de pa­de­cer­la, pa­ra mi des­gra­cia. Cada vez se com­pli­ca to­do un po­qui­to más y, si bien, me da la sen­sa­ción de que ca­da vez es­cri­bo y trans­mi­to me­jor lo que quie­ro, ele­gir al­go, cual­quier co­sa que ha ocu­rri­do en los úl­ti­mos do­ce me­ses, se me an­to­ja du­ra. Incluso dolorosa. 

Estoy es­cri­bien­do es­tas lí­neas a fal­ta de unas po­cas ho­ras pa­ra que se aca­be la dead­li­ne de la lis­ta y he te­ni­do una re­ve­la­ción. Creo que más im­por­tan­te que ele­gir la pe­lí­cu­la o el li­bro del año, lo ver­da­de­ra­men­te im­por­tan­te es al­go que nos acom­pa­ña, que es­pe­ra­mos o en lo que par­ti­ci­pa­mos, al­go que arro­je al­go de luz a lo que es la ru­ti­na in­evi­ta­ble de la vi­da. Por eso no tie­ne sen­ti­do que es­co­ja na­da de­ma­sia­do es­pe­ci­fi­co, por­que no se­ría jus­to ni pa­ra mí ni pa­ra los que han de­di­ca­do un es­fuer­zo ti­tá­ni­co pa­ra que to­dos po­da­mos dis­fru­tar­lo. Voy a es­cri­bir so­bre mo­men­tos, ex­pe­rien­cias y al­go más.

Lamento la cha­pa in­men­sa an­tes de em­pe­zar. Aquí va mi lista.

La edad de plata del webcomic.

Nunca he si­do un lec­tor de web­co­mics. No lo­gra­ba dis­fru­tar ni con la his­to­ria ni con el di­bu­jo. Me pa­re­cían obras pe­re­zo­sas pro­duc­to de un ar­tis­ta me­dio­cre. Creía que no era más que un me­ro pa­sa­tiem­po pa­ra gen­te abu­rri­da. Yo era subnormal.

Este año han re­sur­gi­do con fuer­za y por fin lo he en­ten­di­do to­do. Somos es­cla­vos de lo fí­si­co. Confundimos pu­bli­ca­ción con re­le­van­cia, tan­gi­bi­li­dad con ca­li­dad. Si al­guien se ha mo­les­ta­do en gas­tar­se di­ne­ro pa­ra que una obra exis­ta en el mun­do ma­te­rial es por­que se­rá bue­na ¿No?

No.

El web­co­mic no es un for­ma­to, es co­mic. La for­ma más pu­ra del co­mic. Ser in­vi­ta­do a ca­sa del ar­tis­ta, ver lo que tie­ne en su es­cri­to­rio y po­der co­men­tar­lo con él. Ver sus ob­se­sio­nes, lo que ha es­ta­do le­yen­do, la in­fluen­cia de la reali­dad en su obra. Pero, so­bre to­do, pue­des de­cir­le lo mu­cho que te es­tá gus­tan­do a tiem­po real. Como pro­to di­bu­jan­te de co­mics pue­do de­cir que lo más du­ro del pro­ce­so de crear una his­to­ria es la so­le­dad. No tie­ne por qué ser una so­le­dad fí­si­ca. La obra se sien­te so­la sin que na­die la lea, y eso pue­de de­ri­var en blo­queos o, en el peor de los ca­sos, de­jar que mue­ra sin ha­ber na­ci­do. Por eso son im­por­tan­tes los web­co­mics. Porque con­si­guen acér­ca­nos gra­tis y sin mie­do a un ar­tis­ta u obra, y le dan un em­pu­jon­ci­to a los ar­tis­tas que es­tán en sus ca­sas su­frien­do por el futuro.

Voy a re­co­men­dar va­rios web­co­mics que con­si­de­ro re­le­van­tes por di­fe­ren­tes motivos:

Crisis Zone, de Simon Hanselmann; El mur­cié­la­go sa­le a por bi­rras y Pedro y Maili, de Álvaro Ortiz; Silver tears of eter­nity, de Gage Lindsten y Tupper pa­ra tres, de Sara Jotabé.

Twitch

Se nos ha ven­di­do Twitch co­mo una pla­ta­for­ma que ha fun­cio­na­do por y pa­ra gen­te que se sien­te so­la, un «te­lé­fono de la es­pe­ran­za» pa­ra mi­le­nials, y no pue­do es­tar más en des­acuer­do. Si bien es ver­dad que la ma­yor par­te de Twitch es bá­si­ca­men­te Youtube (gen­te reac­cio­nan­do a vi­deos, ga­me­play y just chat­ting… Joder, si es que in­clu­so esa cla­se de streams aca­ban sien­do re su­bi­dos a you­tu­be) es en los már­ge­nes don­de su­ce­de la ma­gia so­lo po­si­ble aquí y que ha he­cho que se ha­ya con­ver­ti­do en mi en­tre­te­ni­mien­to fa­vo­ri­to des­de ha­ce unos me­ses. Clases, con­cier­tos, tea­tro de im­pro­vi­sa­ción, ha­za­ñas pro­pias de hé­roes mi­to­ló­gi­cos… Cada día des­cu­bro al­go que no sa­bía que que­ría ver y que existe. 

Si bien voy a ele­gir un «for­ma­to» (por lla­mar­lo de al­gu­na ma­ne­ra) pa­ra ex­ten­der­me, no es­tá de más el nom­brar al­gu­nos crea­do­res que se me­re­cen un lu­gar aquí:

Pau1oma (con sus gun­plas y sus char­las ins­pi­ra­do­ras), JaggerPrincesa (uno de los shows más ori­gi­na­les que he vis­to), Sloppypencil (buen di­bu­jan­te, gran maes­tro de ani­ma­ción y di­bu­jo, me­jor per­so­na), Desayuno Continental (las me­jo­res con­ver­sa­cio­nes e in­vi­ta­dos) y Fingerspit (to­do lo que ha­ce lo ha­ce bien).

Ahora sí, lo que más me ha ena­mo­ra­do tie­ne un nom­bre. Se lla­ma No-Hit. 

¿Cómo no ser gol­pea­do en un vi­deo­jue­go pue­de re­sul­tar in­tere­san­te de ver? No lo sé. Es ca­si una ex­pe­rien­cia re­li­gio­sa. Un sal­to de fe. Es ser tes­ti­go de có­mo una per­so­na se trans­for­ma an­te tus ojos en la en­car­na­ción de la vo­lun­tad a tra­vés de un me­dio apa­ren­te­men­te sim­ple co­mo es un jue­go. Es lo más cer­cano que se me ocu­rre a es­tar en las olim­pia­das y ver co­mo un atle­ta ba­te un re­cord del mun­do apa­ren­te­men­te imbatible.

Quiero des­ta­car en­tre los ca­da vez más nu­me­ro­sos No-Hitters a dos per­so­nas úni­cas en el mundo:

chu­som­mon­te­ro: Lo im­por­tan­te no es el via­je, es el ca­mino. Esa fra­se re­su­me a un «a me­nu­do no gol­pea­do» que bus­ca lle­var es­te ar­te al má­xi­mo ex­po­nen­te del en­tre­te­ni­mien­to en di­rec­to. Lo que em­pie­za sien­do un sim­ple ejer­ci­cio vi­deo­atle­ti­co aca­ba co­mo una per­for­man­ce, có­mi­ca o no, que lle­va a que los es­pec­ta­do­res vi­van una ex­pe­rien­cia úni­ca don­de lo me­nos re­le­van­te es si no le golpean.

the_happy_hob: Un ser hu­mano que ha sa­cri­fi­ca­do su cor­du­ra en pos de al­can­zar la má­xi­ma per­fec­ción en lo su­yo. Si hay una pe­lí­cu­la que le po­dría de­fi­nir es Whiplash. Consigue ha­cer que ca­da gol­pe te due­la fí­si­ca­men­te, y ca­da vic­to­ria te ele­ve al cielo.

Niños. Futuro.

El pos­tre de­be­ría ser siem­pre dul­ce y li­ge­ro. Así quie­ro que sea es­te tra­mo final.

A lo lar­go de los me­ses he vis­to co­mo ami­gos, gen­te cer­ca­na y yo mis­mo he­mos con­se­gui­do su­pe­rar di­fi­cul­ta­des y lo­grar co­sas inima­gi­na­bles fru­to del es­fuer­zo y del amor. Publicaciones, con­tra­tos, co­la­bo­ra­cio­nes, en­fer­me­da­des su­pe­ra­das y opor­tu­ni­da­des de las que cam­bian la vi­da han ocu­rri­do y se­gui­rán ocu­rrien­do. Esto va pa­ra to­dos los que os sin­táis iden­ti­fi­ca­dos con mis pa­la­bras. Me he ale­gra­do con ca­da una de es­tas no­ti­cias y me ha da­do es­pe­ran­zas de que el fu­tu­ro se­rá aún más hermoso. 

No quie­ro que es­to se in­ter­pre­te co­mo un dis­cur­so mo­ti­va­cio­nal va­cío y gra­tui­to. Así lo sien­to y así de­bo ex­pre­sar­lo. Se me­re­cía un lu­gar en es­ta lista.

Solo me que­da de­cir gra­cias y has­ta el año que viene.

Nacho Requena

Undertale

Que Undertale lle­va mu­cho tiem­po en el mer­ca­do no es nin­gu­na sor­pre­sa, pe­ro yo lo he ju­ga­do du­ran­te es­te 2020. «Nacho, jué­ga­lo», «Nacho, tie­nes que ha­cer­lo», «Nacho, vas a que­dar en­can­ta­do». Me han gas­ta­do el nom­bre de tan­to de­cir­me que ju­ga­ra a Undertale. Al fi­nal lo he he­cho; y sí, he caí­do en las ga­rras. Quizás no tan­to por su plan­tea­mien­to o per­so­na­jes —que tam­bién — , sino por la ban­da so­no­ra. He po­di­do gas­tar el bo­tón de «re­pro­duc­ción» en Spotify y Youtube, has­ta tal pun­to que aho­ra mis­mo ne­ce­si­to co­no­cer a Toby Fox. Que al­guien me lo pre­sen­te, por favor. 

The Boys

Es pro­ba­ble que es­ta se­rie sal­ga tri­llo­nes de ve­ces en­tre las re­co­men­da­cio­nes de es­te año. Razones hay a cas­co­po­rro pa­ra ha­cer­lo, de ahí que lo ra­ro se­ría que no apa­re­cie­ra — -to­do sea di­cho — . Sin em­bar­go, más allá de có­mo re­vien­ta los tro­pos de su­per­hé­roes, una de las co­sas que más me ha fas­ci­na­do de la fic­ción es có­mo pa­re­ce ir de al­ter­na­ti­va y rompe­dora uti­li­zan­do el mis­mo men­sa­je que aque­llo que cri­ti­ca: san­gre, se­xo, ac­ción, el go­re más pal­pa­ble y el es­ta­blish­ment de lo na­rra­ti­vo. Ahí ra­di­ca su vir­tud: es­tá con­tán­do­te un men­sa­je di­fe­ren­te con la mis­ma fór­mu­la de siem­pre. Normal que sea la se­rie del año. Y Frenchie es el me­jor per­so­na­je. No exis­te debate.

Fuel Fandango

Cuando me pre­gun­tan por qué me gus­ta tan­to Fuel Fandango, mi res­pues­ta siem­pre es la mis­ma: «Me re­cuer­da a Andalucía, a mi tie­rra». Esto es cu­rio­so, ya que de los dos in­te­gran­tes del gru­po, só­lo uno es de Andalucía (Nita, de Córdoba) y otro de Canarias (Álex). Para col­mo, su mú­si­ca es funk con elec­tró­ni­ca, to­do acom­pa­ña­do de fla­men­co. Y qui­zás ahí es­té la cla­ve. Para que al­guien co­mo yo, que no es de­vo­to del fla­men­co (pa­ra na­da, ni lo es­cu­cho), sí es­té gus­tán­do­le lo que es­cu­cha, ha­bla bien de la evo­lu­ción del mis­mo, de có­mo ha sa­bi­do adap­tar­se a los nue­vos tiem­pos. Siempre se ha ha­bla­do so­bre el pu­ri­ta­nis­mo del fla­men­co, del «eso no es fla­men­co»» A Camarón se lo di­je­ron en su mo­men­to, y aho­ra re­sul­ta que es le­gen­da­rio. Los pa­los del fla­men­co se crean con el tiem­po y es­to úl­ti­mo va mo­di­fi­can­do los mis­mos. El pú­bli­co es el que tie­ne que acep­tar si el cam­bio es digno de es­ta­ble­cer­se. Con Fuel Fandango se ha conseguido. 

Alberto Rico

La Libretilla

La Libretilla es (un gru­po de gen­te que ha­ce) una tiny­let­ter de re­se­ñas li­te­ra­rias. Ya sa­béis, gen­te que se lee un li­bro y te di­ce qué tal. Sólo que en es­te ca­so ese qué tal no es ex­clu­si­va­men­te qué tal el li­bro; es más un qué tal co­mo el que le di­ces a una ami­ga a la que ha­ce mu­cho que no ves y le di­ces qué tal y te cuen­ta de ver­dad qué tal pe­ro es co­mo si no hu­bie­ra pa­sa­do el tiem­po en reali­dad. Son un buen pu­ña­do de gen­te, con sus dis­tin­tas for­mas de es­cri­bir y leer, y de pen­sar y de opi­nar, así que es muy ra­ro que no en­cuen­tres aquí al­go que te in­tere­se. Su news­let­ter es el me­jor email que pue­des re­ci­bir en tu ban­de­ja de co­rreo, y su ins­ta­gram y su twit­ter las me­jo­res cuen­tas en las que re­fu­giar­se del rui­do de am­bas re­des sociales.

Disc Room Game Jam 

Para ce­le­brar el lan­za­mien­to de Disc Room, Devolver Digital or­ga­ni­zó una ga­me jam cu­ya te­má­ti­ca era ha­cer tu pro­pio Disc Room. Es de­cir, bá­si­ca­men­te de­ci­die­ron po­ner a un mon­tón de gen­te (se hi­cie­ron 136 jue­gos) a ha­cer clo­nes de su jue­go du­ran­te la se­ma­na de su lan­za­mien­to. Para ase­gu­rar­se de que cual­quie­ra pu­die­ra par­ti­ci­par, hi­cie­ron un ví­deo tu­to­rial de ca­si 40 mi­nu­tos en el que JW (uno de los de­sa­rro­lla­do­res) en­se­ña de­ta­lla­da­men­te có­mo cons­truir la ba­se del jue­go. La co­sa es que el jue­go es apa­ren­te­men­te sen­ci­llo, pe­ro cuan­do in­ten­tas de­sa­rro­llar tu pro­pia ver­sión (o cuan­do prue­bas las ver­sio­nes de los de­más), ade­más de pen­sar en to­das las po­si­bi­li­da­des de la idea co­mo un ni­ño pe­que­ño con un jue­go nue­vo, pue­des apre­ciar el mi­mo y la aten­ción al de­ta­lle que han pues­to Terri, Dose, Kitty y JW.

Too late to love you

Me nie­go a acep­tar que Kentucky Route Zero ha­ya sa­li­do es­te año só­lo por­que ha­ya ter­mi­na­do de pu­bli­car­se es­te año, por eso no lo véis en es­ta lis­ta, pe­ro en su lu­gar es­tá es­te ál­bum de Junebug. Junebug es la ar­tis­ta ro­bó­ti­ca a la que co­no­ci­mos en el ter­cer ac­to del jue­go (era 2014). Es un per­so­na­je de fic­ción com­ple­ta­men­te im­po­si­ble que, sin em­bar­go, ha sa­ca­do un dis­co en la reali­dad. Porque así es co­mo fun­cio­na es­to. Es un dis­co que me po­ne en un es­ta­do men­tal en el que me pa­re­ce que la gra­ve­dad em­pu­ja de­ma­sia­do fuer­te, que to­do de­be­ría mo­ver­se más des­pa­ci­to, y que el ai­re que me ro­dea y a tra­vés del que se es­tán trans­mi­tien­do las on­das de su so­ni­do es es­pe­so y dis­tor­sio­na la frecuencia.

Javi Roman

Canal de Youtube del Museo Ghibli

14 de oc­tu­bre de 2020, 10.02 de la ma­ña­na, Mitaka. Hayao Miyazaki, su hi­jo Goro y Toshio Suzuki des­cien­den las es­ca­le­ras me­tá­li­cas ver­des que lle­van a la ca­fe­te­ría del Museo Ghibli, lla­ma­da Mugiwara-boushi (som­bre­ro de pa­ja, li­te­ral­men­te). El me­nú ha cam­bia­do re­cien­te­men­te y han si­do con­vo­ca­dos pa­ra pro­bar­lo y ofre­cer su opi­nión. Es pro­ba­ble que si­tua­cio­nes ru­ti­na­rias co­mo es­ta ha­yan su­ce­di­do cons­tan­te­men­te en el día a día de los miem­bros del mí­ti­co es­tu­dio de ani­ma­ción ja­po­nés, pe­ro ha si­do es­te año cuan­do por pri­me­ra vez he­mos po­di­do aso­mar­nos por un agu­je­ri­to y ser tes­ti­gos. El Museo Ghibli siem­pre ha si­do muy ce­lo­so de su in­ti­mi­dad, pe­ro su re­cien­te ca­nal de Youtube es co­mo una pe­que­ña mi­ri­lla des­de la que es­piar pe­que­ños mo­men­tos. Nunca pen­sé que ver có­mo un tra­ba­ja­dor se afa­na a pri­me­ra ho­ra de la ma­ña­na en lim­piar la ca­be­za del ro­bot de Laputa re­sul­ta­se tan re­la­jan­te y de­pu­ra­dor pa­ra el alma.

Los Ecos del Destino en Final Fantasy VII Remake

Final Fantasy VII Remake ha­ce co­sas que so­lo pue­de ha­cer un re­ma­ke de Final Fantasy VII. ¿Es es­ta fra­se la ma­yor pe­ro­gru­lla­da que ha­béis leí­do en vues­tra vi­da? ¡Oye, pues igual no! Dejad que me ex­pli­que. El jue­go que pu­bli­có Square Enix en abril pue­de re­sul­tar una gran­dí­si­ma obra pa­ra cual­quie­ra que se acer­que a él. Pero, pa­ra bien y pa­ra mal, so­lo quien ju­gó y pro­fun­di­zó en el ori­gi­nal, quien pa­só más de una tar­de le­yen­do so­bre su de­sa­rro­llo y se le eri­za la piel cuan­do es­cu­cha cier­ta can­ción de la ban­da so­no­ra, pue­de ex­traer to­do el ju­go que con­tie­ne. Solo par­tien­do de una obra tan in­creí­ble­men­te icó­ni­ca se pue­de crear un jue­go tan au­to­cons­cien­te. No so­lo por la con­di­ción de la obra ori­gi­nal co­mo tó­tem, sino por to­do lo que ha sig­ni­fi­ca­do pa­ra sus fans a lo lar­go de es­tos más de vein­te años. Y sí, ha sa­bi­do con­ten­tar a an­ti­guos y nue­vos fans con su fan­tás­ti­co sis­te­ma de com­ba­te, [A par­tir de aquí spoi­lers me­dia­nos de la tra­ma] pe­ro su mo­vi­mien­to más sor­pren­den­te, in­te­li­gen­te y no­ve­do­so ha si­do la in­tro­duc­ción de los “ecos del des­tino”, los guar­dia­nes del jue­go ori­gi­nal. Una re­pre­sen­ta­ción “fí­si­ca” de los que lu­chan por­que na­da se vea al­te­ra­do, esos mis­mos a los que el pro­pio jue­go te obli­ga a ma­tar pa­ra, a con­ti­nua­ción, se­ña­lar­te con el de­do in­di­ce mien­tras te di­ce: «Esto es el nue­vo Final Fantasy VII y a par­tir de aho­ra to­do es posible». 

Sony juega a ser Nintendo (y esta vez sale bien)

Cualquiera pue­de es­tar de acuer­do en que Nintendo es la com­pa­ñía más apa­sio­nan­te a la ho­ra de es­tu­diar la his­to­ria del vi­deo­jue­go. Desde sus co­no­ci­dos orí­ge­nes con las car­tas ha­na­fu­da o los lo­ve ho­tels, has­ta las in­no­va­cio­nes con las que nos sor­pren­den en ca­da nue­va ge­ne­ra­ción de con­so­las. Son es­pe­cial­men­te ca­ris­má­ti­cos los mil y un gad­gets que la com­pa­ñía ha con­ver­ti­do en icó­ni­cos du­ran­te to­do es­te tiem­po: la Nintendo Zapper, R.O.B. el ro­bot de NES… Durante los úl­ti­mos años, la com­pa­ñía ha si­do muy cons­cien­te de lo lu­cra­ti­vo que es ex­pri­mir la nos­tal­gia que evo­can es­tos ob­je­tos y sus in­com­bus­ti­bles mas­co­tas. Y es que hay dos in­gre­dien­tes im­pres­cin­di­bles que han ser­vi­do pa­ra co­lo­car a Nintendo en es­ta po­si­ción en­vi­dia­ble de ca­ra a ven­der re­cuer­dos: su sa­ber ha­cer y el pa­so del tiem­po. Aprovechando que en 2020 se han cum­pli­do exac­ta­men­te 20 años des­de que se lan­zó la pri­me­ra Playstation, Sony ha de­ci­di­do que ya es ho­ra de re­cla­mar su tro­zo del pas­tel: «aho­ra no­so­tros tam­bién po­de­mos ape­lar a tu nos­tal­gia y no du­des de que lo ha­re­mos». Astro’s Playroom, apar­te de un ex­ce­len­te jue­go de pla­ta­for­mas, es un mo­vi­mien­to muy in­te­li­gen­te por par­te de Sony, pues plan­ta una se­mi­lla en el ce­re­bro de los due­ños de una Playstation 5: «no­so­tros so­mos tu in­fan­cia, no­so­tros so­mos tu vi­da: nos quie­res». Es po­si­ble que la web­cam de PSP no ten­ga el mis­mo ca­ris­ma que el Power Glove de NES, pe­ro… qui­zá so­lo sea cues­tión de tiempo.

Juan Carlos Saloz

Wendy: la magia de la inocencia

Cuando sa­lí del ci­ne, con chi­ri­bi­tas en los ojos y son­ri­sa ca­mu­fla­da, des­pués de ver Wendy en el Festival de Sitges, es­pe­ré con ino­cen­cia a una hor­da de per­so­ni­tas vo­tan­do 5 es­tre­llas por la ex­pe­rien­cia ci­ne­ma­to­grá­fi­ca que aca­ba­ban de te­ner. Lejos de la reali­dad, mis acom­pa­ñan­tes ya me de­ja­ron cla­ro que era «una pe­lí­cu­la que ya ha­bían vis­to, pe­ro peor» y otros tan­tos im­pro­pe­rios que, re­co­noz­co, me do­lie­ron co­mo si hu­bie­ra es­ta­do aguan­tan­do la per­cha de so­ni­do du­ran­te el ro­da­je. Wendy es una pe­lí­cu­la de un di­rec­tor que vie­ne de triun­far en Cannes en 2012, con una pe­lí­cu­la con un es­pí­ri­tu igual de ino­cen­te pe­ro un tras­fon­do mu­cho más os­cu­ro. Su es­ti­lo, a ca­ba­llo en­tre el cos­tum­bris­mo más so­cial y el rea­lis­mo má­gi­co más ño­ño, le hi­cie­ron va­na­glo­riar­se co­mo po­cos. Ahora, con Wendy, ha ex­plo­ta­do sus fa­ce­tas más ni­ñas (en el me­jor sen­ti­do de la pa­la­bra) con un fil­me que so­lo pre­ten­de re­co­nec­tar­nos con quié­nes so­mos y de­jar­nos lle­var por una di­ná­mi­ca di­ver­sión. Es una pe­lí­cu­la con un al­ma tan pu­ra que asus­ta; en la que ca­si na­die es ma­lo y don­de la obra de tea­tro de James M. Barrie adop­ta sen­ti­dos úni­cos. Es una son­ri­sa pu­ra en un mo­men­to gris, y ya so­lo por ello de­be­ría ser, co­mo mí­ni­mo, el me­jor re­ma­ke que se ha he­cho des­de que a Disney le dio por ha­cer lo propio.

Antídoto para el peor de los Venenos

Puede que sue­ne a cli­ché de se­ma­na­rio de El País, pe­ro jo­der, es ver­dad, le de­be­mos mu­cho a Los Javis. Más allá de que gus­ten o dis­gus­ten en su per­fil me­diá­ti­co más an­te­na­tres­ví­ri­co, su ci­ne (por­que sí, lo que han es ci­ne sin pe­ros) ha le­van­ta­do, des­de el mains­tream más pu­ro, a una ge­ne­ra­ción des­en­can­ta­da. Desde el pa­sa­do, pe­ro de la for­ma más pre­sen­te po­si­ble (la di­rec­ción de fo­to­gra­fía de Gris Jordana es pu­ro 2020), han re­tra­ta­do una his­to­ria tan tris­te que ha si­do in­evi­ta­ble que nos ria­mos con ella des­de el pri­mer has­ta el úl­ti­mo ca­pí­tu­lo. Puede que la Veneno fue­ra un re­fe­ren­te pa­ra mu­chos, pue­de que no, pue­de que al­gu­nos se rie­ran de ella, pue­de que otros la re­cha­za­ran den­tro del co­lec­ti­vo. Pero Veneno es una oda a to­do lo que fui­mos y lo que so­mos co­mo so­cie­dad. Y, so­bre to­do, es la prue­ba de que por fin ha lle­ga­do el mo­men­to, en nues­tro país, de ha­cer otro ti­po de pro­duc­tos cul­tu­ra­les sin acom­ple­jar­nos por el camino.

Animalejos felices

Igual es­toy sien­do muy happy, pe­ro asu­mo la cul­pa. Animal Crossing: New Horizons es lo me­jor que ha pa­sa­do es­te 2020 en vi­deo­jue­gos, so­lo se­gui­do (de cer­ca) por Fall Guys y Among Us. Me po­dría po­ner aho­ra a enu­me­rar los mo­ti­vos, pe­ro so­lo hay que echar un vis­ta­zo pa­ra ob­ser­var la paz que trans­mi­te, la bu­co­lía a la que te trans­por­ta y, a la vez, la frus­tra­ción que ge­ne­ra en oca­sio­nes. Si to­dos los vi­deo­jue­gos fue­ran así, qui­zás la co­mu­ni­dad ga­mer se­ría me­nos tó­xi­ca.

Jaime San Simón

Un videojuego sobre una herida que no cierra: Kentucky Route Zero, de Cardboard Computer

Esta aven­tu­ra grá­fi­ca so­bre una au­to­pis­ta se­cre­ta en el co­ra­zón de Estados Unidos lle­va ex­pe­ri­men­tan­do con la na­rra­ti­va del me­dio, con la con­cep­ción del es­pa­cio vir­tual y has­ta con su pro­pio for­ma­to des­de el lan­za­mien­to del Acto I en 2013 has­ta el cie­rre con el Acto V en enero de es­te año, pa­san­do por in­ter­lu­dios en que nos con­ver­tían en fi­gu­ran­tes de obras de tea­tro o nos per­mi­tían lla­mar a un te­lé­fono tu­rís­ti­co que nos des­cri­be lu­ga­res fic­ti­cios. El te­lón de fon­do es la cri­sis eco­nó­mi­ca que se ha ido pro­du­cien­do en pa­ra­le­lo al pro­pio de­sa­rro­llo del jue­go, una he­ri­da que no cie­rra con­ta­da en cla­ve de rea­lis­mo má­gi­co, un vi­llano sin faz que se adue­ña has­ta de nues­tros cuer­pos y que no de­ja más que una olea­da de mi­se­ria a su pa­so. El pro­lon­ga­do de­sa­rro­llo de Kentucky Route Zero com­pli­ca la ta­rea de de­ci­dir si de­be­ría ser el ar­te­fac­to cul­tu­ral del año o de la pa­sa­da dé­ca­da, pe­ro el de­vas­ta­dor úl­ti­mo ac­to (aún due­le ese «Salvamos lo que pu­di­mos») po­dría ad­ju­di­car­se ese mé­ri­to in­clu­so sin to­do lo que ve­nía detrás.

Un anime sobre la pasión por crear: Keep your hands off Eizouken!, de Masaaki Yuasa

La ener­gía que im­pri­me Masaaki Yuasa a los ani­mes que di­ri­ge se con­vier­te en el vehícu­lo ideal pa­ra trans­mi­tir la pa­sión de las tres pro­ta­go­nis­tas de Keep your hands off Eizouken!, que pe­lean con to­das sus fuer­zas por te­ner un club en su ins­ti­tu­to don­de crear ani­ma­cio­nes. Pocas imá­ge­nes han que­da­do gra­ba­das en mi re­ti­na es­te año co­mo las es­ce­nas en que Midori, Sayaka y Tsubame de­sa­rro­llan uni­ver­sos pro­pios, ima­gi­nan­do có­mo se­rían sus es­ce­na­rios y sus ha­bi­tan­tes, bus­can­do una co­he­ren­cia in­ter­na den­tro de la fic­ción, pe­lean­do por in­tro­du­cir de­ta­lles úni­cos en el li­mi­ta­do tiem­po del que dis­po­nen, inun­dan­do po­co a po­co la pan­ta­lla has­ta que la reali­dad des­apa­re­ce por completo.

Tres mangas amables y domésticos: Yakuza Amo de Casa, de OONO Kousuke); La Librera Calavera Honda-San, de Honda; y Spy x Family, de Tatsuya Endo

Este año mis tres se­ries fa­vo­ri­tas ve­ni­das de Japón han com­par­ti­do un tono tierno y ama­ble que in­clu­so en sus ver­tien­tes más fan­tás­ti­cas han sa­bi­do en­con­trar un to­que cer­cano. Es el ca­so de la his­to­ria de es­pio­na­je en ple­na es­ca­la­da de ten­sión en­tre dos po­ten­cias fic­ti­cias su­mi­das en una Guerra Fría de Spy x Family, que se con­vier­te en una co­me­dia cen­tra­da en los in­ten­tos por apa­ren­tar nor­ma­li­dad de una fa­mi­lia de con­ve­nien­cia for­ma­da por un es­pía, una ase­si­na y una ni­ña ca­paz de leer men­tes. Yakuza Amo de Casa es otra obra que rom­pe los cli­chés de su gé­ne­ro: Tatsu ha de­ja­do atrás la eta­pa en la que era co­no­ci­do co­mo «Dragón Inmortal» pe­ro no pue­de evi­tar ser igual im­pla­ca­ble con sus ta­reas de lim­pie­za y co­ci­na, de­jan­do siem­pre un po­so de dul­zu­ra que cues­ta di­ge­rir a quie­nes le juz­gan por su as­pec­to. Con va­rios años de re­tra­so ha lle­ga­do al fin a España La Librera Calavera Honda-San, una co­lec­ción de his­to­rias de una em­plea­da de una tien­da de có­mics que se en­fren­ta con hu­mor a ame­na­zas co­mo tu­ris­tas que no ha­blan ni una pa­la­bra de ja­po­nés o pe­sa­das pi­las de vo­lú­me­nes ame­ri­ca­nos mien­tras ex­pli­ca el fun­cio­na­mien­to de las li­bre­rías especializadas.

Luis Yang

El final de Ao no Flag

Bakuman va de que un chi­co ado­les­cen­te que es­tá ena­mo­ra­do de una chi­ca. El sue­ño de ella es con­ver­tir­se en una sei­yu y él ca­sual­men­te tie­ne ta­len­to pa­ra el man­ga, así que pa­ra con­fe­sar su amor le pro­me­te que al­gún día él y un chi­co que aca­ba de co­no­cer ha­ce un ra­to ha­rán un man­ga tan po­pu­lar que se con­ver­ti­rá en un ani­me y es­te se­rá do­bla­do por ella mis­ma. Azuki, que es el ob­je­to de ro­man­ce de turno, di­ce que ok. Después de es­for­zar­se muy fuer­te du­ran­te va­rios to­mos el pro­ta­go­nis­ta tie­ne un fe­rra­ri con el que re­co­ge a la chi­ca y se ca­san, fin. El via­je es lo que im­por­ta. Bueno, tal vez lo que im­por­ta es el vehícu­lo y el es­ce­na­rio; en es­te ca­so un fe­rra­ri 458 spi­der y los edi­fi­cios de Shūeisha. En 2008 Bakuman nos con­ta­ba có­mo fun­cio­na­ba el mun­do edi­to­rial del man­ga, có­mo las se­ries son con­ce­bi­das por y pa­ra la in­dus­tria, de­pen­den de su po­pu­la­ri­dad pa­ra sub­sis­tir y có­mo los edi­to­res son tan im­por­tan­tes co­mo los au­to­res del pro­pio man­ga. Por eso las re­vis­tas co­mo la Shōnen Jump, di­ri­gi­das al pú­bli­co ado­les­cen­te mas­cu­lino, es­tán lle­nas de man­gas de las que ca­si nin­gu­na es­ca­pa del oca­sio­nal fanservice. 

Muchas his­to­rias que ha­bi­ta­ban re­vis­tas Shōnen en­con­tra­ron su fi­nal es­te año. Beastars, Kimetsu no Yaiba, The Promise Neverland, Chainsaw Man, Haikyuu, Ao no Flag.

Ao no Flag de Kaito es una his­to­ria de ins­ti­tu­to ro­mán­ti­ca que de­ja en­tre­ver un rec­tán­gu­lo amo­ro­so, en el cual en dos án­gu­los del rec­tán­gu­lo hay un in­te­rés por el mis­mo gé­ne­ro. Tanto el chi­co que ama a su me­jor ami­go co­mo la chi­ca que es­tá ena­mo­ra­da de su me­jor ami­ga su­fren por su amor y por no po­der ser sin­ce­ros con sus sen­ti­mien­tos. El man­ga tra­ta de ma­ne­ra res­pe­tuo­sa la di­ver­sa orien­ta­ción amo­ro­sa de sus pro­ta­go­nis­tas y más de una vez se me ha he­cho un nu­do en la gar­gan­ta le­yén­do­lo. Seguí re­li­gio­sa­men­te el man­ga se­gún iba sa­lien­do y a me­di­da que avan­za­ba ca­da ca­pí­tu­lo era tal el via­je emo­cio­nal que a ve­ces me guar­da­ba unos cuan­tos ca­pí­tu­los pa­ra su­frir­lo to­do de gol­pe. El fi­nal de Ao no Flag. 

Es pro­ba­ble que sea el pri­mer man­ga de la Shōnen Jump en rea­li­zar un fi­nal así. Cómo me ale­gro de ver le­jos aquel fe­rra­ri 458 spider. 

Totakekealbumredraw 

Imaginaos si to­da la mú­si­ca que es­cu­cha­ra­mos fue­ra rea­li­za­do por un mis­mo ar­tis­ta pe­ro que tu­vie­se una can­ti­dad in­fi­ni­ta de re­gis­tros dis­tin­tos. Eso es Totakeke en Animal Crossing. Totakeke es un pe­rro ce­ju­do que va des­nu­do y es el mú­si­co sexy del jue­go; es au­tor de di­fe­ren­tes te­mas que re­pre­sen­tan una bue­na can­ti­dad de es­ti­los y gé­ne­ros mu­si­ca­les, ca­da uno con su por­ta­da acor­de al te­ma. Este sim­pá­ti­co pe­rre­te es­tá ba­sa­do en Kazumi Totaka que es com­po­si­tor de la se­rie así que es com­pren­si­ble que el per­so­na­je reali­ce to­da la mú­si­ca que pue­das ad­qui­rir en el jue­go. Totaka tam­bién es el ac­tor de voz de Yoshi.

Unas se­ma­nas des­pués del lan­za­mien­to de Animal Crossing New Horizons la idea de que Totakeke fue­ra el au­tor de to­da la mú­si­ca lle­gó a nues­tra reali­dad en for­ma me­me. El me­me con­sis­tía en re­crear por­ta­das de al­bu­mes sus­ti­tu­yen­do los ele­men­tos vi­sua­les de los mis­mos por Totakeke y otros cohe­tá­neos del la se­rie. Por unos días so­ñé con un mun­do en el que to­das las por­ta­das de dis­cos del pla­ne­ta te­nían una va­rian­te con Totakeke, cla­ra­men­te un mun­do mejor. 

Crisis Zone

Si al­guien me pre­gun­ta­ra por un re­su­men del vein­te­vein­te sin du­da lo re­mi­ti­ría a Instagram; con­cre­ta­men­te al per­fil de Simon Hanselmann. Desde el año pa­sa­do Simon ha pro­ba­do a su­bir al­gu­nas de las his­to­rias que ya te­nía pu­bli­ca­das ajus­tán­do­las al for­ma­to de ins­ta­gram, de he­cho, sus có­mics y su ma­ne­ra de se­cuen­ciar las vi­ñe­tas son per­fec­tas pa­ra es­ta pla­ta­for­ma ya que el au­tor di­bu­ja la ma­yo­ría de sus co­mics en vi­ñe­tas cua­dra­das uni­for­mes, ra­tio que usa Instagram por de­fec­to. A me­dia­dos de mar­zo Simon co­mien­za una se­rie que pre­ten­día du­rar un mes pa­ra en­tre­te­ner a sus se­gui­do­res así co­mo ser un pe­que­ño oa­sis en me­dio de la lo­cu­ra del 2020. 

Megg, Mogg & Owl es el nom­bre del sit­com que su­ce­de en la ca­be­za de Hanselmann y que tie­ne la ama­bi­li­dad de com­par­tir con el mun­do, to­dos los per­so­na­jes re­pre­sen­tan una par­te de él y por ello la reali­dad en la que vi­ven mu­chas ve­ces se sien­ten cruel­men­te cer­ca­nas. Víctima del pro­pio 2020 y de sus per­so­na­jes Simon aca­ba ex­ten­dien­do la se­rie has­ta tal pun­to que ter­mi­nó la se­ma­na pa­sa­da, su­bien­do ca­si dia­ria­men­te 10 vi­ñe­tas por post de una his­to­ria que su­ce­día al mis­mo tiem­po en el que vi­vía­mos no­so­tros, co­men­zan­do con una Megg preo­cu­pa­da por si le can­ce­la­ban su pre­or­der del Animal Crossing y aca­ban­do con Desi di­cien­do «¿aca­so me odiáis?» por­que ha re­ci­bi­do de re­ga­lo de na­vi­dad el Cyberpunk 2077 de la PS4. Si hay una obra que ha­bía que leer­la se­gún iba su­ce­dien­do es­ta es Crisis Zone.

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