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Lo mejor del año

Perdidos en un tiempo de otro mundo. Lista (de listas) del 2016

Predecir tie­ne el en­can­to del equí­vo­co. Quien pre­di­ce creer te­ner cier­ta cer­te­za so­bre lo que ocu­rri­rá, ¿pe­ro quién pue­de sa­ber qué nos de­pa­ra­rá el ma­ña­na? Todos nues­tros pla­nes pue­den no ser­vir pa­ra na­da. Todo pue­de sa­lir del peor mo­do ima­gi­na­ble. Pero, con to­do, es im­po­si­ble vi­vir al día. Hay que ha­cer pla­nes. Hay que fa­bu­lar so­bre el fu­tu­ro. Es ne­ce­sa­rio vi­vir co­mo si, de he­cho, el fu­tu­ro fue­ra a alcanzarnos.

Porque aquí es­ta­mos. En el fu­tu­ro. Y si el año pa­sa­do de­cía­mos que fue un año ra­ro, de tran­si­ción, hoy ca­be ha­blar del año que de­ja­mos atrás co­mo uno de te­rror e in­cer­ti­dum­bre. El prin­ci­pio del rag­na­rök. Donald Trump nos sa­lu­da des­de la ata­la­ya alt right, eu­fe­mis­mo pa­ra de­no­mi­nar al reac­cio­na­rio de to­da la vi­da, mien­tras a los hu­mo­ris­tas se les con­ge­la la son­ri­sa iró­ni­ca. Porque tal vez David Foster Wallace te­nía ra­zón. Tal vez el úni­co mo­do de com­ba­tir lo que ya no es­tá por ve­nir, sino que lo te­ne­mos ya en ca­sa, sea la sin­ce­ri­dad. Pero no sin­ce­ri­dad co­mo si­nó­ni­mo de de­cir la ver­dad, sino de mos­trar­se abier­to y em­pa­tí­co. Ser ca­paz de es­cu­char al otro e in­ten­tar en­ten­der por­qué pien­sa co­mo pien­sa. Porqué ha­ce lo que ha­ce. Incluso si sus ac­tos nos re­sul­tan re­pug­nan­tes. Incluso si, co­mo en el ca­so de Donald Trump, más que un ser hu­mano lo que pa­re­ce es una ma­la pa­ro­dia de to­do lo que es­tá mal en es­te mundo.

Se nos mue­ren los hé­roes. Nos go­bier­nan mons­truos. Pero el ar­te in­sis­te en vi­vir en al­gún pun­to en­tre el op­ti­mis­mo com­ba­ti­vo y la ne­ce­si­dad de ar­ti­cu­lar len­gua­jes que nos ha­gan com­pren­der la reali­dad de otro mo­do di­fe­ren­te. Y no ha­bla­mos só­lo de Pokémon Go!. Pero to­do eso es lo que nos cuen­tan los co­la­bo­ra­do­res y ami­gos de es­te blog. Cada uno con tres ar­te­fac­tos, ca­da uno tram­pean­do más o me­nos las re­glas es­ta­ble­ci­das —¡y ben­di­tos sean por ha­cer­lo! — , han des­gra­na­do to­do lo que ha si­do el pa­sa­do que una vez fue fu­tu­ro en es­te pre­sen­te per­pe­tuo que son nues­tras vi­das. Porque al fi­nal lo úni­co que cuen­ta es la gen­te de la que nos ro­dea­mos. De si po­de­mos con­tar con los de­más cuan­do el fu­tu­ro no lle­gue del mo­do que es­pe­rá­ba­mos. Y, si esa es la cla­ve pa­ra la vi­da, en­ton­ces tal vez es­ta lis­ta du­ra­rá al me­nos otros sie­te años más.

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