Incluso si las cosas permanecen sin necesidad de que nadie las perciba, resulta difícil creer que la realidad existe cuando no hay nadie para atestiguarlo. De ahí la obsesión filosófica con los modos de la existencia. En tanto no tenemos acceso directo a lo real, pues nuestros conocimiento está mediado por los límites impuestos por nuestros sentidos y nuestro entendimiento, siempre hay cierto grado de condicionamiento —ideológico, ético o estético— en la forma en que asimilamos el acontecimiento del mundo. Existe cierto grado de ficción en aquello que llamamos realidad. Pues si bien podemos convenir que existe algo así como la verdad, está siempre depende de los ojos de aquel que mira.
En ese conflicto realidad/ficción el caso de la bruja resulta paradigmático. Si bien sabemos que existieron, que hubo mujeres reconocidas (por otros o por sí mismas) como tal, el significado histórico o social de la bruja nos es, en el mejor de los casos, esquivo. Si ejercía de sierva del mal o de curandera bienintencionada, si era una enferma mental o alguien alejada de la sociedad por intermediación de ideologías tóxicas hacia las mujeres, es algo que, más allá de nuestra interpretación, se escapa a nuestro conocimiento. No podemos conocer con seguridad la verdadera identidad social de las brujas más allá del orden simbólico que se les ha conferido con el tiempo. De ahí que, ante la ausencia de fuentes fiables o información más o menos fundada, todo lo que podemos saber de ellas no sólo está mediado por nuestro conocimiento al respecto de las mismas, sino también de qué tesis nos parecen más plausible según nuestras ideas estéticas, políticas o historiográficas.
Ante esa imposibilidad The Witch retrata a la bruja desde la propia tensión interna de lo real. Narrando la historia de una familia puritana que debe exiliarse del pueblo donde viven por desavenencias de credo, su nueva vida en medio de la naturaleza tendrá poco de idílica —pues la naturaleza como tierra prometida es un invento moderno propio del romanticismo, heredado después en las producciones Disney— y mucho de descubrir que la naturaleza es, lejos de la gracia divina, el templo de Satán. Ahora bien, ¿cuánto hay de sugestión y cuánto de acontecimientos sobrenaturales? De lo único que podemos estar seguros es que las brujas intervienen en la vida de la familia, pero todo lo demás puede ser explicado de dos maneras diferentes: o bien la ortodoxia cristiana tiene razón y debemos tener la existencia de Lucifer o bien no existe lo sobrenatural, pero sí una sociedad puritana que crea condicionamientos mentales que crea, a pesar de su inexistencia, el acontecimiento mismo de la maldad satánica. Según que interpretación aceptemos, el protagonista de la historia será uno u otra: el padre o la hija.
Si aceptamos que existe lo sobrenatural, la película es un ejemplo de terror avant la lettre. Con la familia protagonista avocada al bosque por el orgullo del cabeza de familia, incapaz de aceptar que él no tiene un conocimiento mayor de la palabra de Dios que sus representantes en la tierra, todo aquello que ha edificado se vendrá abajo con el tiempo. Incluso la suerte de su hija que, allá donde Satán acecha, se verá convertida en su sirvienta. Nada inusual dentro del género.
De enfatizar esa línea de pensamiento, además de todos los problemas ideológicos que suscitaría —desde su misoginia hasta su actitud reaccionaria en todo ámbito posible (político, social o religioso), siendo un ejemplo de cine alienado — , la película sería absolutamente irrelevante. Por fortuna, su existencia también permite una segunda lectura, simbólica, más profunda.
Si aceptamos que Satán no existe, que no es más que una ficción interesada, entonces todo cuanto ocurre en la película es consecuencia de la ortodoxia cristiana. Con eso no sólo descargamos de culpa al padre, quien no condena a su familia al infierno —lo hace, entonces, la congregación, más interesada en reafirmar su poder teocrático que en mantener a la comunidad unida — , sino que todos se convierten en víctimas, si es que no verdugos, de sus circunstancias. Ya no es la clásica película de terror. El pensamiento según el cual todos somos pecadores, monstruos de nacimiento, es el que conduce hacia el destino fatal de cada miembro de la familia: cada uno de ellos es castigado siguiendo el propio orden de su deseo. Ya sea la entrada en la pubertad, con su sexualidad incipiente, o la necesidad de ser el hombre de la casa, a través de las concepciones tóxicas de la masculinidad, su deseo es aquello que les condena. Como tal, esa necesidad, esa desesperación, es la que les conduce hacia su propio declive: al verse tentados por el pecado o la virtud, deciden seguirlos sin pensar en las consecuencias.
Aunque es cierto que podríamos argüir que hay un evidente componente social en ello, ya que la culpa nace de formas de ser impuestas por la sociedad en la mente de las personas, también podríamos afirmar que eso demuestra la existencia de Satán. Y que la película justifica el protestantismo —pues, como afirma el padre, nadie sabe quien es hijo de Abraham: el ser humano está predestinado y, como tal, nadie puede hacer nada para evitar ir al cielo o al infierno — . Dado que nacieron pecadores, se les condena en su pecado. Salvo porque, como hemos dicho, esta lectura pone en el centro de la historia a la hija mayor de la familia, Thomasin, que dota de sentido al conjunto.
Ella ni desea ni flaquea en su fe. Sólo permanece. Pero dadas las brutales carencias que va sufriendo a lo largo de la película a causa ya sea bien de la sociedad (ser exiliada al campo), la casualidad (la cosecha enferma, la explosión de pólvora) o la intervención de las brujas (todo lo demás), acaba abrazando la brujería como la única salida digna a una situación desesperada. Si debe elegir entre un dios que se ha olvidado de ella o un ángel caído que le promete el mundo, es lógico que elija al segundo. Entonces ocurre. Después de ungida, de pactar con Black Phillip —cabra negra que sus hermanos pequeños usaban como justificación para sus diabluras, fueran fingidas o reales — , acude al aquelarre donde otras brujas, finalmente, acaban flotando entre bailes extáticos. Ese es el único momento claramente sobrenatural de la historia.
Salvo porque existe una explicación mundana: todo fue orquestado por las brujas. Todo aquello que puede considerarse sobrenatural se puede interpretar como sabotaje o terrorismo por parte de las brujas, justificando los últimos dos minutos, siguiendo la tradición clásica de la historiografía de las brujas, como una alucinación inducida por las drogas. Eso no significa que las brujas sean las malas. No exactamente. Las brujas son la consecuencia de una sociedad heteropatriarcal que las ha excluido, humillado y perseguido desde niñas por el hecho de nacer mujeres, obligándolas a ajustarse a un patrón de feminidad tóxico o ser consideradas entes corruptos, brujas. Y como ellas no han conocido otra cosa, como su único modo de defenderse sería o ser hombres —que les llevaría a perpetuar los mismos patrones ante el temor a dios— o ser brujas, eligen ser aquello que, aunque las fuerce a hacer daño a los demás, les permite ser libres.
Eso explica la elección de Tomasin, la razón de las brujas para traerla de su lado. Ella ha sido arrojada al mundo bajo el prefecto de que es pecadora, de que todo cuanto emana de ella es malvado, que dios jamás se mostrará satisfecho por su forma de actuar, ¿cómo cabría esperar entonces que no acabara cayendo en las garras del mal cuando la sociedad le diera de lado? Y cuando su familia saliera de la ecuación, entre el mal y la nada, ¿quién podría haberla culpado de haber elegido el mal?
Si The Witch es una epopeya cristiana de terror clásico o un ejemplar de terror que se adentra en problemas sociopolíticos sobre cómo la educación pervierte y condiciona las formas de vida, que además son hoy más relevantes que nunca —si un joven se ve excluido por raza, religión o estrato social, ¿cuántos de ellos no se verán seducidos por una ideología peligrosa (sea el yihadismo, el nazismo o cualquier otra forma de política del terror) si esta le promete todo aquello que no les da la sociedad? — , es una cuestión irrelevante. En el plano formal, la tensión entre los dos polos es lo que permite respirar a la película: para permitirnos pensar la figura de la bruja, debe mostrarnos cómo la ideología construye sus propios discursos al respecto de lo real.
Descubrir la realidad histórica de las brujas es algo que va más allá de la capacidad de cualquier película. De cualquier ser humano, incluso. Con todo, eso no significa que su figura no pueda ser usada como ejemplo no sólo de cómo construimos nuestros discursos y cómo estos afectan nuestra visión de lo real, sino también de cómo nos afectan en nuestra vida diaria las construcciones que la sociedad, o la predestinación de la fortuna, ha elegido para nosotros. O para ser exactos, hasta que punto nos está matando.