A veces el único modo de llegar hasta alguna parte es perderse. Al introducirnos en el bosque sin ninguna referencia exterior, despreciando las sendas ya producidas de antemano por la naturaleza o el hombre, podemos alcanzar cierta sabiduría, cierta sapiencia de cuanto nos rodea, al guiarnos exclusivamente por aquello que nos dice nuestro instinto. Sólo en el perderse, en el darse a la posibilidad de lo desconocido, es posible acabar orillando en algún lugar que todavía no haya sido explorado. Y si bien también es posible no llegar hasta ningún lugar o incluso acabar muriendo en el proceso, en la ausencia de riesgos que supone seguir los caminos conocidos también se encuentra la imposibilidad de descubrir nada nuevo.
Michael Bay es especialista en perderse entre los claros del bosque. Yendo siempre a más, haciendo de su cine algo cada vez más barroco, extremo y extraño, hay que concederle su férrea coherencia artística: sólo anda los caminos que ha abierto él mismo. Y si empezó abriéndolos con machete, ahora ya lo hace directamente con napalm. De ahí que no resulte extraño que haya influido en lo formal en algunos otros autores —ya sea por herederos directos, Zack Snyder, o por una inquietud experimental similar, Ben Stiller— a través de un modo cinematográfico propio perfectamente definido como bayhem. Toda una matanza de planos espectaculares de explosiones, slow motion y cámaras haciendo giros de 360º sobre objetos desplazándose a velocidades absurdas. Tal vez durante el amanecer o el anochecer del día quedando lentamente atrás, pero ahí ya entraríamos en la especialidad, igualmente fecunda, pero menos satánica, de Michael Mann. Porque para Bay lo más importante son las set pieces más grande que la vida, no lo que ocurre entre ellas.
13 Hours: The Secret Soldiers of Benghazi resulta excepcional por mostrarse como la sublimación última de su estilo, que no deja de ser el antiguo adagio cyberpunk: el estilo sobre la sustancia. Salvo porque eso no es exactamente así. En la película concibe la totalidad de cuanto ocurre en set pieces, compartimentos semi-estancos con sentido independiente por sí mismos, que se va encajando en una narrativa lineal que no se fundamenta en la plenitud de sentido que conforma ponerlas todas en común, sino por el vacío del mismo. Aquí no encontramos un puzzle. Ni siquiera podría decirse que haya una historia tanto como decenas de hitos narrativos que van trenzándose en un contexto común de caos, violencia y reflexiones. Es el sentido mismo de lo que está carente de sentido, de hilo conductor; es un relato hecho de fragmentos que no tienen necesidad de contar una historia mayor, pero al ser expuestos en conjunto tienen significado por sí mismos.
Siguiendo la analogía del camino, Bay ni siquiera tiene voluntad de edificar caminos: no se conforma con menos que con hacer un tour turístico. Nos señala los hitos más importantes de la región, todos esos lugares de tránsito que necesitamos visitar para dar por concluido nuestro conocimiento del lugar —pequeños pueblos de reflexiones geopolíticas, grandes ciudades de tensiones emocionales, infinitos accidentes geográficos de acción — , pero sin transitar ningún punto medio. Visita todo lo que cabe suponer que existe, pero saltándonos la insidiosa necesidad de transitar de un punto a otro: todos esos lugares son la continuación directa del anterior
Ese encontrar su camino en el desdibujar todos los caminos posibles, convertir en el viaje no en el proceso de vivir sus altibajos sino sólo de vivir sus hitos imprescindibles, no implica sacrificar todo subtexto fílmico. Mas al contrario, como ya haría en Pain & Gain, Bay parece haber ganado en consciencia película. De ahí que la película resulte estética, espectacular, pero también, por más extraño que resulte, crítica con lo que nos está mostrando. Como si en el reordenamiento que hace del territorio no sólo eligiera satisfacer las necesidades lúdicas de los turistas, sino también enfrentarlos contra la realidad del mismo. De ahí que no glorifique la labor del ejército ni de los soldados: todo cuanto se nos muestra es el ruido y la furia de un mundo que se ha ido a la mierda mucho antes de que los personajes llegaran. Y esa situación, de la cual también son víctimas en cierto modo, es debido a la inoperancia y malas decisiones de instancias más altas que el ejército, que no deja de ser una herramienta, como es la política internacional de EEUU.
En cierto modo, al reducir la narrativa a su particular estilo inconexo es donde consigue encontrar su modo de narrar. Como si al destruir toda posibilidad de la existencia de caminos encontrara su modo de articular caminos: hacer que el propio tránsito cargado de significación sea el camino de otro punto posterior al ir encadenando tensiones de diferente orden según va llevándonos a través de sus hitos. Eso hace que ya no sea estrictamente una película, no al estilo clásico, sino una especie de videoclip donde la narración nos llega a través de diferentes capas de sentido articuladas en su propia saturación. Algo que requiere, que exige, ser visto varias veces para poder entenderlo en su totalidad más allá de un zumbido sordo de sensaciones.
Aunque suene extraño, 13 Hours: The Secret Soldiers of Benghazi es cine del siglo XXI. Hiper-esteticista, narrativamente estimulante e irreplicable fuera del medio audiovisual. No es ni Call of Duty: La Película ni la enésima iteración sin gracia del estilo bayhem. O sí, tal vez sea esto segundo también. No sólo la glorificación de la acción llevada al extremo, sino replicada también en cada escena que pueda generar algo en el espectador, porque las emociones son como las explosiones: todas requieren su timing adecuado.