Existe cierta belleza inherente en las cosas que los ojos no pueden ver. Si bien es algo lógico, pues existen cosas bellas al tacto o al olor o a cualesquiera de los sentidos, se nos muestra como contraintuitivo en tanto vivimos en un mundo donde, históricamente, se ha privilegiado la vista sobre los otros sentidos —algo evidente cuando decimos «se nos muestra», por ejemplo — ; bello es aquello que resulta armónico a la vista, excluyendo esa posibilidad en cualquier cosa que difiera del estricto canon visual que demarca el arte. De ahí el clásico debate de si la cocina, eminentemente gustativa, o la perfumería, exclusivamente olfativa, merecen la categoría de arte: no puede existir en ellas nada más allá de su utilidad, en tanto sólo remiten hacia otros sentidos ajenos al cual nos ha transmitido siempre las formas artísticas. Por extensión, arte sólo es aquello que podemos ver con los ojos.
Môjû, el canto de cisne en términos canónicos de Yasuzô Masumura —no porque sea su obra maestra, lo cual es discutible, sino porque el resto de su filmografía ha caído en el olvido a pesar de estar entre los grandes directores de su generación — , explora esa condición de la belleza más allá de las formas clásicas, el éxtasis que sólo se puede encontrar en el dolor y la muerte, pero también la posibilidad de un arte que trascienda la percepción normativa, que pueda sentirse con todo el cuerpo. Esa concepción del arte como sacrificio supremo, de la conciencia, de los sentidos, se construye a través de esa misma destrucción, con metáforas, con imágenes.
Su protagonista, un artista ciego obsesionado con crear esculturas que sentir con las manos, su madre, indulgente con todos sus actos por la culpabilidad que siente a causa de la ceguera congénita de su hijo, y una modelo de fotografía artística, que ejerce tanto el papel de víctima como de verdugo en la consecución de su condición bipolar de tentación/objeto de deseo, conforman un triángulo que evoluciona, lentamente, hacia la obsesión erótica más enfermiza. «Los ciegos tenemos ojos en la yema de los dedos» —dice el protagonista al principio de la película, justificando su obsesión por explorar hasta el último centímetro de cualquier figura que se presente ante su curiosidad. Su apreciación artística es puramente sensual, sólo que llevado hasta el extremo: acaba por follar con el arte. Tiene sexo con las formas, haciendo uso de las manos, de todo el cuerpo, porque follar no implica necesariamente genitalidad, como demuestra la constante evasión de cualquier representación gráfica directa en la película que no implique el voyeurismo de dos cuerpos abriéndose en un contacto que, en un error de base, llamaríamos «preliminar»; hace de la extensión de las formas artísticas un campo erótico, algo íntimo, privado, que sólo puede ser conocido como el cuerpo de un amante: en la intimidad absoluta.
También encontramos aquí un giro psicoanalítico propio no sólo del arte de la segunda mitad del siglo XX, sino también en particular de las concepciones de erotismo que se desarrollaron en Japón y que, después, heredaría sin rubor (ni criticismo) el pinku eiga. El hijo necesitado de la madre, incapaz de emanciparse sino es a través de una figura sustitutiva con la cual sí puede tener sexo, la madre castradora, que no desea que su hijo se vaya con otra mujer, lo femenino como sustitución, pues su valor erótico es sólo dependiente de su apreciación como otredad. En otras palabras, el masajista ciego como unidad absoluta a través de lo cual lo femenino se mide como complemento, como objeto, no como igual con el cual existe una relación de reciprocidad de cualquier clase.
El problema es que eso es una interpretación perezosa, cuando no directamente capciosa, de lo que la película nos está narrando. Tendríamos que obviar muchos aspectos de la relación entre los personajes para abordarlo de ese modo. En la reciprocidad, sea sexual o emocional, está el juego. El hijo, el masajista ciego, está emancipado moralmente, necesitando de su madre porque está físicamente impedido al existir en un mundo hecho a medida de los videntes, siendo la madre la dependiente de su hijo, en tanto se culpa por la ceguera de éste; sólo la tercera involucrada, la modelo, la amante, la víctima, justifica alguna clase de tesis edípica, no porque la sustente, sino porque ella la explicita: afirma que la madre quiere follarse a su hijo para provocar un cisma entre ambos y así poder tener una posibilidad de huir de su encierro. Freud aparece nominalmente, como una trampa conceptual, colocada por los propios personajes para precipitar los acontecimientos.
Cuando la madre sale de escena, cuando se quedan solos ambos personajes y lentamente la secuestrada acaba convirtiéndose en amante del secuestrador, modelo y artista acaban deviniendo en la misma persona al cerrarse el cisma que existía entre ellos: al pasar tanto tiempo con él, en su taller, en un mundo hecho a la medida de los invidentes, ella también acaba quedándose ciega. No necesita ver, porque descubre el sensualismo existente en los demás sentidos. ya no es un personaje pasivo, alguien que posa para ser vista como objeto —además, en las fotos que se nos enseñan de ella, en representaciones donde abundan las cadenas y el bondage, el sometimiento implícito — , sino que se convierte en un personaje activo, alguien que es parte sustancial en la creación artística. Desde el principio el ciego no buscaba el sometimiento de los otros ni convertirla en objetivo, sino algo más profundo, más revolucionario: descubrirle un arte en el cual debe existir reciprocidad en el trato, en el cual artista y receptor están en igual de condiciones ante la obra. Un arte, en suma, que se rige por los dictados últimos del erotismo: la necesidad del placer, del descubrimiento, del cuerpo del otro.
Eros — thanatos; binomio clásico, aunque con nueva estructura: no existe en ningún caso aquí correlación entre ellos, sino que ambos se precipitan al mismo tiempo sobre el otro. Por extensión, estamos ante una de las representaciones más puras de ero guro. No existe sometimiento, sino revolución, destrucción creativa, al crear un arte capaz de perturbar los cuerpos hasta el extremo de hacernos presenciar, que no ver, el mundo como lo hace el artista. De ahí el thanatos, arrebatarnos la vista, que es consecuente con el eros, pues es el único modo de que podamos sentir con todos nuestros demás sentidos. He ahí el verdadero arte del erotismo: estética desbocada, abotargamiento de los sentidos, éxtasis cuasi divino.
¿Es Môjû un naufragio de erotismo en medio de un mar de frigidez? Ni mucho menos. Como adaptación de Edogawa Ranpo tiene las formas clásicas del maestro del suspense nipón, pero también encontramos otros nombres hacia quienes parece remitir sin pudor alguno: Yukio Mishima, Georges Bataille, Junichiro Tanizaki. Todos ellos en búsqueda de una poética última de la belleza, un sensualismo extremo, devorador, que sólo es posible alcanzar al mimetizarnos en el propio objeto de deseo, en la destrucción extática. Obsesión erótica que es un gasto improductivo, algo que no tiene utilidad alguna para la sociedad —y que, seguramente, le perjudica en alguna medida — , pero que sirve para crecer como seres humanos. Inútil, pero útil, dado que es un modo de crear comunidad, de traer la revolución, en un gesto político que nace de una presunción contraintuitiva: no existe búsqueda artística, presunción estética, que no busque una forma de mundo diferente al que habitamos.
Eso hace el artista protagonista de esta historia. Crea un mundo a su medida, de la invidencia, que crea a su vez más invidentes capaces de habitar ese mundo; mundo sensual, carente de límites o formas rectas, donde sólo pueden existir pechos y piernas y bocas gigantes que, si bien visualmente se nos antojan irreales, extrañas absurdas e imposibles, en el mundo de aquellos que carecen de la vista son la respuesta lógica a sus necesidades: formas curvas, naturales, familiares, que pueden reconocer en lineas que se forman fluyendo al tacto de quienes las siguen. Por extensión, un mundo más real que el nuestro, porque detrás de su componente onírico se oculta un sentido de uniformidad, de razón de ser, que podemos comprender.
No existe estética que no sea la forma de un proyecto político. No porque sea imposible disociarnos de nuestras concepciones de lo bello o lo artístico, sino porque nos es imposible disociarnos de nuestras concepciones de lo político, no tanto de una ideología como de una forma ideal de lo que debería significar ser humano. Como de costumbre, de cual debería ser el significado de la existencia. Porque ese es el grado cero que media entre el mundo frígido de los videntes y el mundo erótico de los invidentes: la necesidad de encontrar un sentido último que nos satisfaga.
+10