No existe forma más efectiva de manipular al otro que a través de los sentimientos. Donde los argumentos racionales jamás son incontrovertibles, porque no existe algo así como la verdad absoluta o siquiera la verdad personal incuestionable, toda crítica al respecto de los sentimientos ajenos suele antojarse espuria, pues no tiene sentido decirle a alguien que está sintiendo de un modo equivocado. A fin de cuentas, nadie tiene control sobre sus sentimientos. De ahí que toda forma de narrativa, no sólo la publicidad, acabe sustentándose de forma prominente en hacernos sentir cosas: allá donde los argumentos racionales pueden encontrarse con las trabas del cinismo o la ideología, los sentimientos suelen imponerse en nuestra mente más allá de la razón. Y por extensión, es más fácil manipularnos desde ellos.
Nintendo lo sabe. Si lleva treinta años explotando las mismas franquicias, sólo que depurando sus mecánicas —llevando más allá sus premisas, haciendo algo nuevo en cada ocasión — , es para jugar con el factor sentimental. Hemos crecido con esos personajes, ¿por qué no íbamos a querer seguir viviendo aventuras con ellos? Y cuando tengamos hijos, ¿cómo no querría compartir con ellos la experiencia? Son amigos, miembros de la familia, parte intrínseca de nuestra educación sentimental. Renunciar al mundo de Nintendo ya no es hacerse adulto, es obliterar sin justificación alguna parte de nuestra existencia: renunciar al amor hacia alguien que nos ha acompañado durante gran parte de nuestra vida, olvidar todos los momentos que hemos vivido asociados al hecho mismo de jugar los títulos de la compañía. No hablamos de explotar la nostalgia —no, al menos, en tanto la nostalgia requiere remitir a un tiempo pasado que ya no existe — , sino algo más profundo. El sentimiento de cálida confianza, de familiaridad, que sentimos ante los ecos que nos remite la palabra Nintendo.
El anuncio japonés de la nueva entrega de Pokémon es la mejor demostración de ello. Siguiendo la historia de un niño japonés que se muda con su familia hasta Hawaii —que no deja de ser la inspiración principal para la región de Alola, donde transcurre la nueva entrega del mundo Pokémon — , el anuncio nos muestra sus intentos por integrarse con los otros chicos de su clase. Algo difícil cuando apenas sí eres capaz de chapurrear su idioma. De ahí que, a la salida del nuevo Pokémon, el chico se encuentre a sus compañeros de clase comprándolo, encontrando un punto en común con ellos: también les gusta Pokémon. Y de ese modo, aunque unos jueguen en inglés y el otro en japonés, pueden entenderse sin necesidad de mediar palabra.
En términos narrativos, el anuncio no hace nada excepcional. Lo cual es excepcional. Donde la mayoría de anuncios confunden narrativa con asociar sentimientos explícitos en forma de fantasías de poder con el producto que intentan vender, Nintendo decide ir un paso más allá: nos narra una historia. Una historia clásica, sencilla, sin aspiraciones particulares, pero efectiva. Y eso es lo que debemos juzgar. No cuan original o diferente sea, sino lo bien que logra su propósito de vendernos un producto.
Pongámonos en situación. El anuncio no comienza con el niño marginado o solo, sino un poco antes de comenzar el conflicto; con él jugando a Pokémon, viajando desde Japón hasta Hawaii, en una clásica presentación de conflicto. A partir de ahí, no hace sino apilar una serie de hitos en su vida: su presentación en clase, la preparación con su madre de la misma, él almorzando solo en la cafetería y haciendo los deberes en casa observando la Luna. Siempre solo, o con su madre. Con eso pretenden transmitirnos el extrañamiento, sentirse fuera de lugar, aunque todavía con algo de estabilidad al seguir conectado con su pasado, en forma de aquello que no cambia: su madre, el cielo nocturno. Aquí la luna ejerce, de hecho, un doble significado. Es, por un lado, referencia a uno de los nuevos juegos, Pokémon Luna; por otro lado, una referencia al pasado, aquello que representa Japón y el idioma japonés para él, lo que permanece ahí sin poder regresar a ello. Cualquier posible salida a su situación, pasa por encontrar el modo de comunicarse con su nueva entorno.
Tenemos un conflicto, tenemos un desarrollo del mismo, ¿cómo se da la resolución? A través de Pokémon. Al ver que sus compañeros también juegan a Pokémon, que ellos de hecho van a comprar Pokémon Sol, él se compra la otra edición del juego para ser imprescindible. Para lograr todos los pokémon él se hace necesario. De ese modo comienza una comunicación sin palabras, sólo a través del lenguaje del juego —pues dos personas jugando al mismo juego no necesitan de palabras para entenderse — , logrando hacerse amigos en el proceso. Incluso si él juega en japonés y sus compañeros en inglés, él a Pokémon Luna y ellos a Pokémon Sol; todos Pokémon, porque habitan el mismo mundo aunque sean de dos culturas distintas. Ya no necesita volver a Japón, porque puede tener lo mejor de ambos mundos en Hawaii.
Nada queda en el aire. Interpretar el anuncio resulta fácil, tan fácil, que es difícil no sentirse impelido por algo que está enhebrado de tal modo que nos remite con sencillez hacia nuestra propia experiencia: la infancia, la soledad, los juegos compartidos. Nintendo. La experiencia de un nuevo Pokémon. Es algo diferente, pero es lo mismo. Tal vez nosotros no seamos japoneses en Hawaii, tal vez nosotros empezáramos con Charmander en vez de con Rowlet, pero el principio es el mismo: conocemos esa sensación. No sólo el descubrimiento de algo nuevo, sino también todo lo que está asociado al hecho de abrirnos al mundo. Está todo calculado de tal modo que cualquier persona, en cualquier circunstancia, puede sentirse interpelada por el anuncio. No sólo quienes hayan jugado a Pokémon desde la infancia, quienes se sentirán particularmente interpelados, sino cualquier espectador que vea el anuncio. A fin de cuentas, todos tenemos infancia, amigos, madre y lenguaje.
Nintendo no ha hecho más que aplicar en su último anuncio la misma lógica sentimental que hay detrás de la narrativa de su propia empresa. Nos transmite cierta universalidad de los sentimientos a través de la narrativa para, en última instancia, vendernos sus juegos. Y eso está bien. A fin de cuentas, sin Nintendo, ¿qué es de nuestra infancia? Sólo la contradicción de que el capitalismo gane dinero explotando la propia posibilidad de hacernos felices.
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