Historias de amor perdido y recobrado. Sobre «El asesino de la carretera» de James Ellroy
La mente de un asesino es por definición incognoscible no tanto por asesino, como por poseer una mente. No existe mente transparente. Aunque pueda parecer lo contrario, ni siquiera para aquel que hace uso constante de ésta como medio a través del cual pensar el mundo; nuestra propia mente no es algo a lo cual tengamos un acceso privilegiado, por más que la conozcamos mejor que las demás mentes. Por eso tiene poco o ningún interés la auto-biografía como un método de adentrarse en las pulsiones profundas de aquellos considerados como extraordinarios: éstos no son necesariamente conscientes de aquellos elementos que han definido aquello que son. Ni siquiera en el caso de los asesinos en serie, o de los escritores. No hay nada en las auto-biografías que no encontremos en las obras, si es que no en los actos, de aquellos que dejan alguna clase de huella en el mundo, ya que todo lo que son se ha forjado en niveles de la mente más profundos que la consciencia.
La peculiaridad de James Ellroy es como lleva su subconsciente a flor de piel. Como escritor, no da la sensación de tener ningún interés en engalanar con imaginación matricida todo aquello que su biografía le ha dado como posibilidad narrativa: si bien los personajes de sus novelas tengan obvios paralelismos con su persona —juventud de bouyerismo, estancias en la cárcel, madres asesinadas por un entorno que es caldo de cultivo para el sinsentido — , no es tanto biográfico como que su ficción emana desde y hacía él. No hace falta conocer su biografía porque ésta es una parte de su propia ficción. Si pretendemos auscultar la mente de Ellroy, como si a través de aquello que pudiera ser biográfico pudiéramos extraer alguna conclusión sobre éste como escritor o persona, nos encontraríamos con una verdad desagradable: como todo gran artista, no habla de él: habla de nosotros.