Pícaro no es sinónimo de parásito. Una (re-)lectura de «El lazarillo de Tormes»
Los clásicos lo son porque contienen dentro de sí lecturas fructíferas más allá de su propio tiempo, incluso cuando una buena parte de ellas sean completamente erróneas. El error dentro de la interpretación de una novela puede ocurrir por varios motivos, todos complejos y dados por tribulaciones que van cometiendo interferencias entre sí, pero muy especialmente por una razón: no haberla leído en absoluto. O haber leído la sinopsis; o peor aún: usar los argumentos de otro.
Cuando no sólo no se lee sino que se pretende haber leído escudándose en argumentos de segunda mano, aquellos que se tornan con facilidad en tercer o cuarto uso de distorsión, lo único que se consigue es fabricar una idea completamente falsa al respecto de un libro en particular. Idea que se perpetúa víricamente como «lectura canónica» —como si de hecho pudiera existir una lectura canónica, única y unívoca, que pudiera obliterar cualquier otra significación implícita en la obra — . Por eso cuando uno abre las vetustas tapas de un libro, incluso estando cargado de prejuicios, lo cual es siempre inevitable, se debe a la mínima cortesía con el otro: hay que pensarlo por lo que dice y hace, no por lo que inferimos de nuestro conocimiento indirecto de lo que dice y hace. Por eso la lectura es un ejercicio arduo, difícil, que exige en último término una dedicación que va más allá del mero entretenimiento; no hay sentido práctico en abrir un libro que no revuelva creencias, confronte ideologías, rebata prejuicios. No existe (buen) libro que no confronte la ceguera.