Nadie consigue ser gran maestro sin ser emanación del mismo. En las artes marciales existen maestros, pero de cada una sólo existe un gran maestro: los mejores maestros, los que personifican con mayor fecundidad el arte que esgrimen, son los únicos que disponen del honor de hacerse llamar por este título. Pocos son los elegidos. Pcos porque no basta con hacer gala de un estilo impecable, paradigma de su arte, sino que también deben mostrar esa adecuación existencial a la propia filosofía del arte; no existe ningún gran maestro que no fuera un ejemplo vivo del camino ético a seguir por sus discípulos. De haberlo habido, no sería una gran maestro, porque el mayor de los maestros sólo puede ser aquel que consigue compenetrar en su figura tanto el virtuosismo del cuerpo como el del alma. Aquel que hace del arte amanecer y ocaso de su vida.
No es una posición cómoda contar la historia de Ip Man; en tanto historia de un gran maestro de wing chun conseguir verosimilitud sin parodia se torna complejo, lo cual aumenta en complejidad al haber sido plasmada en numerosas ocasiones; es difícil abordar la vida de un gran maestro sin caer en lugares comunes. Lugares comunes que son consustanciales a su vida. Wong Kar-wai asume esta posición incómoda, incómoda en tanto toda comunicación se ha de dar más por hostias que por palabras, con el estoicismo del artista: para trabajar no existen materiales innobles; la plasticidad sutil de cada acción, acto o movimiento, le permite plasmar la totalidad de sus intenciones: esquivar un golpe cacareando la superioridad propia al hacerlo rozando el rostro del otro es pura bravuconearía marcial —aunque no sólo, también retrata la insolencia juguetona de Ip Man: epata, pero tiene una función narrativa — , pero no sólo: también sirve para suscitar la idea de un beso insinuado. Toda acción es correlato personal en su interior.