Existe algo infinitamente nuestro en Scooby-Doo. La escéptica idea de que detrás de cada monstruo se esconde un hombre, banquero, agente de inversiones o inmobiliario, no sólo conecta con el discurso de la imposibilidad de aquello que no sea científico, racional, sino con aquel otro que emparenta el dinero con el mal. Todo hombre corrompido lo es por el dinero. Eso, que sería como decir que todo hombre corrupto lo es por querer serlo, no deja de ser la postura que, con mayor tendencia, se apropian hoy la mayoría de los individuos; el culpable es otro, el culpable es el que se hacía pasar por cordero, cuando siempre fue lobo. A ésto, que llamaremos «Doctrina Scooby-Doo», al creer que existe un mal en las sombras que explicará el mundo según lo desvelemos, tiene un problema de base: su propia certeza ante la inexistencia del monstruo le hace renegar de los efectos de éste. No se preguntan «cómo» ni «por qué», sino «quién».
Según la «Doctrina Scooby-Doo» el único interés que podría existir en Batman es quién está detrás de la máscara. El problema es que, aunque existe una persona detrás de él, ésta se deshace entre las sombras de duda de «quién» es Batman; si nos planteamos «quién» es Batman, en vez de preguntarnos «por qué» alguien se convierte en Batman, podremos perder la perspectiva. No es así porque la pregunta sobre la identidad sea baladí, sino más bien porque esta se sostiene sólo en los hechos que vienen dados por cuestionar las razones y las formas de aquel que decide actuar de un modo determinado. No se hace Batman quien puede ni quieren quiere, sino quien lo necesita. Por eso es absurdo pretender responder que detrás de Batman está Bruce Wayne, cuando las razones de éste para convertirse en el hombre murciélago son mucho más profundas que el hecho de serlo. Wayne no es Batman por nacimiento, lo es por convicción. El auténtico interés que podríamos dilucidar en él sería aquel que se nos permite intuir entre las costuras de su traje — las razones que, en su identidad secreta, viste como uniforme.