Etiqueta: Brandon Cronenberg

  • Los modos de producción determinan la relación con los cuerpos. Sobre «Taxidermia» de György Pálfi

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    El mo­do de pro­duc­ción de las con­di­cio­nes ma­te­ria­les de vida
    de­ter­mi­na el ca­rác­ter ge­ne­ral de los pro­ce­sos de la vi­da social,
    po­lí­ti­ca y es­pi­ri­tual. No es la con­cien­cia de los hombres
    lo que de­ter­mi­na su pro­pio ser, sino que, por el contrario,
    el ser so­cial de los hom­bres es lo que de­ter­mi­na la con­cien­cia de éstos.

    Contribución a la crí­ti­ca de la eco­no­mía po­lí­ti­ca, de Karl Marx

    Nada más in­vi­si­ble que la car­ne que ha­ce mun­do. Durante si­glos, mi­le­nios in­clu­so, sal­vo aque­llos que de­ci­die­ron con­ver­tir­se en pen­sa­do­res al mar­gen, que no en los már­ge­nes, ya que eran au­to­má­ti­ca­men­te ex­clui­dos de cual­quier ofi­cia­li­dad pre­sen­te, ha­blar de los cuer­pos es­ta­ba prohi­bi­do: se ad­mi­ra­ban, se de­sea­ban, in­clu­so se cui­da­ban y se apren­día a cu­rar­los, no así se usa­ban pa­ra pen­sar. Era te­rreno ve­da­do. Todo cuer­po era la par­te in­no­ble de la cons­cien­cia, del co­no­ci­mien­to, del ser mis­mo, que ha­bi­ta más allá de una car­ne que no es su­ya, sino una pri­sión de la cual bus­ca­ría tras­cen­der; des­de el idea­lis­mo pla­tó­ni­co has­ta el trans­hu­ma­nis­mo, la idea de la car­ne co­mo pri­sión del mun­do ha si­do la más po­pu­lar, por cons­tan­te, du­ran­te la his­to­ria del hom­bre. Nada tan ín­ti­mo ha si­do tan des­pre­cia­do. Todo de­seo, des­car­na­do. No ten­dría sen­ti­do cen­su­rar to­do pen­sa­mien­to al res­pec­to de los cuer­pos, de la car­ne, sino exis­te al­go pe­li­gro­so en ellos, por­que nun­ca se cen­su­ra aque­llo que no es ca­paz de ha­cer tam­ba­lear los ci­mien­tos del po­der. Algo apes­ta en Occidente cuan­do los mo­nar­cas y los oli­gar­cas, los un­gi­dos y los ban­ca­rios, pue­den acep­tar en co­mún la ilus­tra­ción, el triun­fo de la cons­cien­cia so­bre la carne.

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  • En el reconocimiento se da la viralidad del encuentro con el otro

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    Antiviral, de Brandon Cronenberg

    La en­fer­me­dad es­tá en nues­tro tiem­po fe­ti­chi­za­da, ocul­ta­da y obli­te­ra­da del dis­cur­so pú­bli­co, co­mo si de he­cho en el asép­ti­co mun­do pú­bli­co que se eri­ge a nues­tro al­re­de­dor la po­si­bi­li­dad de la en­fer­me­dad siem­pre le su­ce­die­ra al otro. Al en­fer­mo ya no se le rehu­ye, aun cuan­do se le si­gue te­mien­do, y por ello se le con­de­na a la in­vi­si­bi­li­dad. En la edad me­dia la en­fer­me­dad era aque­llo que ha­bía que lle­var con ver­güen­za en pú­bli­co por­que era un cas­ti­go di­vino, en la mo­der­ni­dad lle­gó la clí­ni­ca pa­ra de­cir­nos que la en­fer­me­dad es lo que de­be que­dar vi­gi­la­do en­tre cua­tro pa­re­des: la en­fer­me­dad es aho­ra pri­va­da, vi­vi­da co­mo al­go an­te lo cual uno de­be ejer­cer ejer­ci­cios de vi­gi­lan­cia (pa­ra im­pe­dir su apa­ri­ción) y cas­ti­go (pa­ra eli­mi­nar su pre­sen­cia) pe­ro tam­bién su pre­ven­ción (pa­ra obli­te­rar to­da po­si­bi­li­dad de apa­ri­ción); la en­fer­me­dad es el fu­gi­ti­vo, el que sa­le fue­ra de la nor­ma, el ex­tra­ño. Las bac­te­rias son fer­men­tos na­tu­ra­les, el cán­cer se tor­na una lar­ga en­fer­me­dad, la en­fer­me­dad un pro­ce­so —lo cual se aú­na con la an­te­rior en un re­do­ble ca­si chis­to­so: el cán­cer es un lar­go pro­ce­so— y el cuer­po muer­to no se si­túa en un de­pó­si­to de ca­dá­ve­res, ya no di­ga­mos en un pu­dri­de­ro, sino en un ta­na­to­rio. La cien­ti­fi­za­ción del mun­do ha lle­ga­do has­ta tal pun­to que in­clu­so el len­gua­je in­ter­vie­ne en el ocul­ta­mien­to de lo incómodo.

    Visibilizar la en­fer­me­dad, ha­cer­la pa­ten­te, eri­gir­la en su lu­gar sa­cro es­ta­ble­ci­do en la ci­ma del pu­dri­de­ro que se eu­fe­mi­za, es una de las for­mas de trans­gre­sión que no han cam­bian­do des­de ha­ce ca­si un si­glo. Allí don­de David Cronenberg se en­con­tró con Michel Foucault, don­de am­bos com­ba­tie­ron ese ocul­ta­mien­to que na­ce del en­ten­di­mien­to po­si­ti­vis­ta del mun­do —o lo que es lo mis­mo, to­do aque­llo que re­co­no­ce la en­fer­me­dad co­mo al­go con lo que se com­ba­te y no con lo que se vi­ve; que re­co­no­ce un dis­tan­cia­mien­to clí­ni­co y no un acer­ca­mien­to re­la­cio­nal — , el res­to del mun­do se si­gue em­pe­ci­nan­do en no tran­si­tar. Derruir el mu­ro de la clí­ni­ca, re­co­no­cer la ne­ce­si­dad de mi­rar la en­fer­me­dad co­mo lo que es en su in­me­dia­tez fe­no­mé­ni­ca, es lo que hi­cie­ron es­tos dos fu­gi­ti­vos del pen­sa­mien­to; pe­ro in­clu­so una vez de­rri­ba­dos los mu­ros, eso no sig­ni­fi­ca que la gen­te sea ca­paz de mi­rar a tra­vés de ese vacío.

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