No todas las creencias pueden aceptarse. El problema de sostener lo contrario es que, aunque no sea la intención, se permite la entrada a pensamientos que rara vez consiguen generar nada salvo odio y autoengaño; el problema de aceptar el nacionalsocialismo es que atenta contra grupos étnicos, el problema de aceptar el cristianismo —al menos, según su versión eclesiástica desarrollada durante la edad media— es que sirve como opio para el pueblo. Toda creencia es respetable siempre que se demuestre razonable dentro del contexto social y existencial en el cual se pretenda esgrimir su necesidad. Alguien que atente contra ideologías que sólo busquen supeditar la vida de las personas en formas espurias de la existencia no se le puede considerar por ello intolerante, o no necesariamente: toda agenda «a la contra» es también una agenda «en favor de». Estar en contra de las ideologías que obliteran toda posibilidad de existir en los hombres por estar a favor de la vida terrena como único campo de juego importante suena razonable, incluso cuando venga del pensador menos razonable que ha existido en el cine brasileño: Zé do Caixão.
La razón de toda existencia, según Zé do Caixão, es la sangre, la vida, la perpetuación de los genes para vivir perpetuamente; el que tiene descendencia es el único que será recordado de uno u otro modo, aunque sea a través de aquello que ha engendrado —que, no necesariamente, tienen por qué ser hijos biológicos — , y por eso el motivo último de la existencia es la sangre: quien no engendra no conocerá de la vida eterna. Partiendo de tal premisa, resulta fascinante que À Meia-Noite Levarei Sua Alma sea una película de terror que renuncia, en gran medida, al concepto clásico de terror: seguimos al villano, que además no es ni víctima de las circunstancias ni un mero depredador sin significación —es un agnóstico fuerte, sino directamente ateo, que vive rodeado de cristianos ortodoxos: existe un conflicto racional en su choque — , siguiendo de cerca cada uno de sus crímenes y maldades nefandas hasta llegar hasta el, por otra parte inevitable, castigo final. Como si se tratara de un cuento de costumbrismo rural pasado por el tamiz del terror kafkiano, como un Fiódor Dostoievski pasado de vueltas por causa de un ciclo de pesadillas anfetamínicas, nos mantiene en perpetuo estado de interés por su capacidad para crear un personaje de evidentes reminiscencias nietzscheanas, pero de sabor final único. Zé es enterrador, misántropo y violento; Zé es romántico, amante de los niños y pensador: sus propias contradicciones, que no son tales, son las que dan dimensión a un personaje que, por complejo, es fascinante.