Se es en el tiempo; por extensión, el tiempo pasado es una negación constante del proyecto que ya no somos, pero que aun seremos. La vida, como la heroína, es un vampiro que nos fagocita lentamente hasta llegar a los títulos de crédito. El arte como vampirismo nos seduce y lleva más allá del tiempo, que queda perpetuado en un bucle temporal que se repite ad infinitum sin acabar jamás de situarse más que como aparición de un tiempo auténtico. Algo así parece decirnos Iván Zulueta con su opera magna, Arrebato.
José Sirgado, un director de cine que ha acabado por odiar el cine, recibe una extraña grabación de un antiguo conocido, un cineasta amateur obsesionado con el súper 8; con parsimonia se va desgranando como se conocieron y como han llegado a sus respectivas situaciones, llegando hasta el punto cero de la ecuación: la adicción a la heroína como paralelismo a la adicción a la búsqueda del éxtasis a través de la filmación. La búsqueda del arrebato, del éxtasis, se mira en el espejo no del hombre místico, esperando una revelación, sino en la del poeta, buscando observar los límites del infinito. Se vive y se muere en la naturaleza, en lo finito, en la dosis o en lo que dure el celuloide; la finitud nos vampiriza a cada momento, todo tiempo pasado ya está muerto, todo recuerdo o grabación es una imagen de lo que ya no será.