Etiqueta: cirugía

  • La tortura nace del interior. Viviseccionando «Les yeux sans visage» de Georges Franju

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    Si exis­te al­go que nos de­fi­ne ca­ra a los de­más, es el ros­tro —co­mo, de he­cho, ya nos mues­tra el len­gua­je al afir­mar que es­tar a dis­po­si­ción del otro es es­tar «ca­ra a él» — . Por eso la ob­se­sión por la be­lle­za, la si­me­tría y la ju­ven­tud es só­lo un ras­go más de aquel que quie­re man­te­ner el es­pe­jo de su al­ma lo más lim­pio po­si­ble; del mis­mo mo­do, quien ama sus ca­nas y sus arru­gas no guar­da nin­gu­na dis­tan­cia con aquel que las evi­ta: en am­bos ca­sos es­ta­mos an­te un cui­da­do de sí que em­pie­za con el ros­tro co­mo pun­to ome­ga de la ex­pe­rien­cia. Aunque se di­ga po­pu­lar­men­te que los ojos son el es­pe­jo del al­ma, és­tos só­lo lo son en tan­to par­te de un ros­tro ca­paz de sos­te­ner aque­llo que és­tos pue­dan pre­ten­der reflejar. 

    Les yeux sans vi­sa­ge es, en mu­chos sen­ti­dos, un re­tra­to so­bre la ob­se­sión por el ros­tro, pe­ro una ob­se­sión que se nos da co­mo efec­to es­pe­jo: los que se ob­se­sio­nan son los que bus­can su re­fle­jo en él. Por eso la his­to­ria de una po­bre chi­qui­lla que que­da des­fi­gu­ra­da en un ac­ci­den­te, Christiane Génessierm, es la his­to­ria de co­mo és­ta que­da en­ce­rra­da de for­ma per­pe­tua en el es­pe­jo que ocul­ta la reali­dad, que só­lo re­fle­ja las as­pi­ra­cio­nes de su pa­dre; el Doctor Génessier no bus­ca de­vol­ver­le aque­llo que era su­yo a su hi­ja, la cual no se re­co­no­ce en los ros­tros que és­te le con­ce­de, sino que bus­ca man­te­ner­la en la si­tua­ción re­fle­ja del pa­sa­do: aque­llo que fue pe­ro ya nun­ca po­drá ser; el ros­tro ajeno son las ca­de­nas de la cos­tum­bre. Por eso su bús­que­da in­can­sa­ble de de­vol­ver­le la dig­ni­dad del ros­tro no es, en nin­gún ca­so, por una bús­que­da que con­fie­re pa­ra ella, sino que se si­túa co­mo la pro­yec­ción de aque­llo que él de­sea pa­ra sí. Si con­si­gue re­crear la ca­ra de su hi­ja con un tras­plan­te de ca­ra, ha­brá con­se­gui­do lo­grar sus dos ma­yo­res ob­je­ti­vos vi­ta­les: en­con­trar un mo­do de ha­cer tras­plan­tes se­gu­ros y re­cu­pe­rar el ros­tro que fue per­di­do por su te­me­ri­dad al vo­lan­te: en úl­ti­mo tér­mino, en­con­trar una me­di­da jus­ta pa­ra su megalomanía.

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  • La música es la cirugía sónico-cerebral que se apropia del sentido del mundo

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    steel­ton­gued, de Hecq

    El au­tén­ti­co te­rror só­lo se pro­du­ce cuan­do el des­aso­sie­go que con­si­gue pro­du­cir en no­so­tros sus for­mas más pro­fun­das cris­ta­li­za en el te­mor de que la os­cu­ri­dad a la que es­ta­mos asis­tien­do en par­to se ma­te­ria­li­ce exi­gien­do pa­ra sí to­do aque­llo en no­so­tros que nos es pre­cia­do; el te­rror se pa­re­ce en la mú­si­ca en ese arre­ba­tar, en el ro­bar a su víc­ti­ma al­go que le es pre­cia­do (de for­ma tem­po­ral o per­ma­nen­te) pa­ra que des­cu­bra al­go nue­vo con res­pec­to de sí. Bajo es­ta pers­pec­ti­va la con­si­de­ra­ción de la mú­si­ca nos si­tua­ría en la po­si­ción en la que no­so­tros no ha­ce­mos nues­tra la mú­si­ca sino que la mú­si­ca es la que se ha­ce po­see­do­ra de no­so­tros mis­mos al apo­de­rar­se de nues­tra pro­pio sen­tir nues­tro ser-en-el-mundo. ¿Qué es la mú­si­ca ba­jo es­ta mi­ra­da? La vi­vi­sec­ción de las al­mas de aque­llos que se en­fren­tan con­tra el má­gi­co en­can­to que sus arru­llos ejer­cen so­bre su fas­ci­na­ción mis­ma, so­bre aque­llos sin los cua­les no exis­ti­ría ni en fon­do ni en forma.

    Dentro de es­ta de­fi­ni­ción poé­ti­ca, pe­ro no por ello ca­ren­te de un ca­riz si­nies­tro, Hecq se sen­ti­ría tan có­mo­do co­mo un mé­di­co sin es­crú­pu­los en Auswitch: só­lo en lo más pro­fun­do de la no­che el hom­bre pue­de des­cu­brir los pro­pios lí­mi­tes de su me­cá­ni­ca. Pero la poé­ti­ca só­lo es pro­pi­cia cuan­do se ejer­ce a tra­vés de la ac­ción poé­ti­ca mis­ma, y por eso Hecq ha­ce de es­tos pos­tu­la­dos su mo­dus vi­ven­di a tra­vés del cual con­fron­tar un mun­do en rui­nas. A tra­vés de una mez­cla sal­va­je, apa­ren­te­men­te im­po­si­ble, en­tre unos os­cu­ros pai­sa­jes am­bien­ta­les bien afli­gi­dos de glitch va de­sa­rro­llan­do ma­lé­vo­las ca­tar­sis en for­ma de un IDM de ca­rác­ter ex­pe­ri­men­tal; él va dan­do brin­cos en­tre con­cep­tos, ideas y for­mas no usán­do­los co­mo fi­nes en sí mis­mos sino co­mo he­rra­mien­tas pa­ra un to­do: po­co le im­por­tan los gé­ne­ros, lo im­por­tan­te en steel­ton­gued es co­mo to­do en­ca­ja a la per­fec­ción pa­ra con­for­mar me­lo­días que van más allá de to­da ló­gi­ca im­pe­ran­te. La re­sis­ten­cia es fú­til, cuan­do no di­rec­ta­men­te sui­ci­da, por­que en­fren­tar­se ca­ra a ca­ra con­tra te­mas co­mo dfrm nos de­ja en una po­si­ción de in­de­fen­sión equi­va­len­te al in­ten­tar pa­rar una llu­via de mo­to­sie­rras en lla­mas con los dien­tes: no só­lo es que sea im­po­si­ble, es que in­ten­tar pa­rar se­me­jan­te es­pec­tácu­lo de la im­po­si­bi­li­dad ya es una blas­fe­mia en sí misma.

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