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  • oigo a la realidad llorando

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    La vi­da es una su­til epo­pe­ya grie­ga en la cual la gran­de­za sue­le ocu­rrir en un se­gun­do plano, una en la cual no im­por­ta que no­so­tros de­je­mos de an­dar el ca­mino pues el ca­mino se­gui­rá sien­do an­da­do sin no­so­tros. Pero tam­bién es­tá en nues­tra mano ele­gir una vi­da de in­sí­pi­da re­pe­ti­ción o bus­car una ra­zón por la que lu­char y se­guir siem­pre ese ca­mino de sin­sa­bo­res y ale­grías. Y na­die me­jor que Mamoru Oshii pa­ra ex­pre­sar es­to en su ge­nial adap­ta­ción The Sky Crawlers.

    Todo flu­ye. El mun­do es un en­te cam­bian­te que siem­pre es­tá trans­for­mán­do­se al tiem­po que las per­so­nas van evo­lu­cio­nan­do a tra­vés de su exis­ten­cia, de sus ex­pe­rien­cias, en al­go más allá de lo que ja­más cre­ye­ron que fue­ran a ser. El ci­ne de Oshii tam­bién es así y nos da un ex­ce­len­te uso de la ani­ma­ción en 3D pa­ra con­for­mar unos de los más pre­cio­sos vue­los a tra­vés de las nu­bes que ha­ya­mos vis­to ja­más. Pero to­do es pre­cio­sis­ta, el di­bu­ja­do co­mo si se tra­ta­ra de ma­que­tas nos en­vían ha­cia un mun­do ab­so­lu­ta­men­te úni­co. Y es que en The Sky Crawlers to­do flu­ye, el mun­do es úni­co, co­lo­ris­ta­men­te so­brio, en una reali­dad don­de el si­len­cio pri­ma so­bre las pa­la­bras, el lu­gar don­de el si­mu­la­cro de la gue­rra es más real que la gue­rra mis­ma. Y es­te es el gran lo­gro de Oshii, el dis­cur­so se mi­me­ti­za con lo for­mal y con la reali­dad mis­ma del mun­do, to­do es ar­mó­ni­co en su sen­ci­llez, en una re­pe­ti­ción ma­ra­vi­llo­sa, ca­si má­gi­ca, don­de ca­da pie­za en­ca­ja co­mo siem­pre de­be en­ca­jar. En un con­ti­nuo ri­tual de re­pe­ti­ción to­do siem­pre sa­le co­mo de­be­ría sa­lir pe­ro des­de el mo­men­to que se da el eterno atas­ca­mien­to en la an­gus­tia exis­ten­cial del hom­bre, na­da pue­de fluir co­mo debería.

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