No existe forma más efectiva de manipular al otro que a través de los sentimientos. Donde los argumentos racionales jamás son incontrovertibles, porque no existe algo así como la verdad absoluta o siquiera la verdad personal incuestionable, toda crítica al respecto de los sentimientos ajenos suele antojarse espuria, pues no tiene sentido decirle a alguien que está sintiendo de un modo equivocado. A fin de cuentas, nadie tiene control sobre sus sentimientos. De ahí que toda forma de narrativa, no sólo la publicidad, acabe sustentándose de forma prominente en hacernos sentir cosas: allá donde los argumentos racionales pueden encontrarse con las trabas del cinismo o la ideología, los sentimientos suelen imponerse en nuestra mente más allá de la razón. Y por extensión, es más fácil manipularnos desde ellos.
Nintendo lo sabe. Si lleva treinta años explotando las mismas franquicias, sólo que depurando sus mecánicas —llevando más allá sus premisas, haciendo algo nuevo en cada ocasión — , es para jugar con el factor sentimental. Hemos crecido con esos personajes, ¿por qué no íbamos a querer seguir viviendo aventuras con ellos? Y cuando tengamos hijos, ¿cómo no querría compartir con ellos la experiencia? Son amigos, miembros de la familia, parte intrínseca de nuestra educación sentimental. Renunciar al mundo de Nintendo ya no es hacerse adulto, es obliterar sin justificación alguna parte de nuestra existencia: renunciar al amor hacia alguien que nos ha acompañado durante gran parte de nuestra vida, olvidar todos los momentos que hemos vivido asociados al hecho mismo de jugar los títulos de la compañía. No hablamos de explotar la nostalgia —no, al menos, en tanto la nostalgia requiere remitir a un tiempo pasado que ya no existe — , sino algo más profundo. El sentimiento de cálida confianza, de familiaridad, que sentimos ante los ecos que nos remite la palabra Nintendo.