Etiqueta: cosmos

  • el equilibrio está escrito en las estrellas

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    El hu­mano siem­pre ga­na por sus sen­ti­mien­tos en­tre los que se en­cuen­tra una cier­ta in­na­ta crea­ti­vi­dad que les lle­va a es­tar por de­lan­te de los ho­rro­res pre­ter­na­tu­ra­les. Una vez de­rro­ta­da la fría ló­gi­ca de la ma­qui­na el hom­bre se al­za en una vic­to­ria pí­rri­ca al ver co­mo es­ta ha sa­bi­do sal­va­guar­dar su exis­ten­cia an­te el ata­que hu­mano. Y así es co­mo en Alien vs. Predator vs. The Terminator de­be­mos eli­mi­nar el fac­tor hu­mano de la ecuación.

    Cuando Skynet es­tá cer­ca de ser de­rro­ta­da man­da al pa­sa­do unos ro­bots de as­pec­to hu­mano pa­ra que per­pe­túen en otro de los mun­dos po­si­bles ‑en otra dimensión- sus ejer­ci­tos me­jo­ra­dos has­ta un ni­vel que los hu­ma­nos ja­más pue­dan de­rro­tar. Así es co­mo in­ves­ti­gan­do con aliens crea la abe­rra­ción úl­ti­ma: cy­borgs de ba­se alie­ní­ge­na que su­pe­ran por mu­chí­si­mo las ca­pa­ci­da­des de cual­quier hu­mano. En la con­se­cu­ción de com­ba­tes los cy­borgs ma­cha­can sis­te­má­ti­ca­men­te cual­quier po­si­ble opo­si­ción hu­ma­na al ser, no só­lo más fuer­tes, sino tam­bién te­nien­do más ca­pa­ci­dad de im­pro­vi­sa­ción. Los Predators tam­po­co con­si­guen ha­cer na­da an­te un ejer­ci­to de me­tal que pue­de auto-regenerarse con la ener­gía y el me­tal de su al­re­de­dor vien­do co­mo van ca­yen­do pa­vo­ro­sa­men­te an­te un enemi­go in­ven­ci­ble. Sólo cuan­do Ripley #8 acep­ta su con­di­ción de ano­ma­lía, de mons­truo de la na­tu­ra­le­za que com­bi­na los ca­rac­te­res fí­si­cos de po­der alíen y las ca­pa­ci­da­des sen­ti­men­ta­les de los hom­bres es cuan­do los ter­mi­na­tor en­cuen­tran su per­di­ción. En un ému­lo de la cien­cia fic­ción de los 50’s la úni­ca y ma­yor per­di­ción de los in­va­so­res de más allá de la reali­dad del hom­bre es una na­tu­ra­le­za desatada.

    Ante el equi­li­brio del eco­sis­te­ma uni­ver­sal el hom­bre no es ca­paz de pa­rar las abe­rra­cio­nes que no de­be­rían exis­tir, só­lo las fuer­zas de la na­tu­ra­le­za pue­den es­ta­ble­cer el or­den de las co­sas. El bien y el mal son con­cep­tos me­ra­men­te hu­ma­nos, el mal de los aliens es un he­cho in­ci­den­tal tan­to co­mo lo son sus cir­cuns­tan­cia­les ac­cio­nes he­rói­cas co­mo fuer­za de la na­tu­ra­le­za que son. En la na­tu­ra­le­za se es­con­de el se­cre­to del equi­li­brio ecuánime.

  • en la naturaleza el horror, en la civilización la debilidad

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    En el in­fi­ni­to el des­arrai­ga­do es el rey de una reali­dad muer­ta pa­ra el hom­bre. Así es que Midori, la ni­ña de las ca­me­lias, co­no­ce co­mo la vi­da se tor­na do­lor cuan­do es­tá o de­ma­sia­do le­jos o de­ma­sia­do cer­ca de los de­más. Sí el in­fierno es los otros, la na­tu­ra­le­za mol­dea las pe­sa­di­llas in­fer­na­les que son las vi­das de quie­nes las pa­de­cen. O eso nos mues­tra Suehiro Maruo en su per­tur­ba­dor El Increible Show de fe­nó­me­nos del Sr. Arashi.

    En un cir­co de freaks sin es­crú­pu­los ni mo­ral se si­túa Midori, una ni­ña per­di­da en una ex­cur­sión de su co­le­gio a la cual re­tie­nen los freaks. Todo es una si­tua­ción de abe­rran­tes mo­men­tos de ena­je­na­da y do­lo­ro­sa ilu­mi­na­ción en la si­tua­ción de Midori que so­lo va em­peo­ran­do ca­da vez más. Las ve­ja­cio­nes fí­si­cas y se­xua­les son una cons­tan­te en un lu­gar don­de to­da mo­ral es re­le­ga­da a la me­ra anéc­do­ta. En la na­tu­ra­le­za, fue­ra de la po­lis, no fun­cio­nan los va­lo­res hu­ma­nos, so­lo el ani­mal, el más fuer­te, es el que crea las or­de­nes. Así en la tie­rra atroz sal­pi­ca­da de la san­gre de la ne­ce­si­dad una vio­la­ción es un ac­to de amor tan­to co­mo de po­se­sión. Al me­nos has­ta la lle­ga­da de Masamitsu el Genio Embotellado. Entonces el de­li­mi­ta des­de el éxi­to de su bo­te­lla los pre­fec­tos que re­gi­rán el buen fun­cio­na­mien­to del cir­co. La lle­ga­da del es­ta­do en for­ma de enano tra­ba­ja­dor y de ac­ti­tud dic­ta­to­rial cu­yos de­seos de­ben ser or­de­nes traen la pros­pe­ri­dad y el or­den al lu­gar. Al me­nos has­ta que los ins­tin­tos sal­va­jes co­mo el amor, el odio o los ce­los, se des­plie­gan en irra­cio­nal ma­jes­tuo­si­dad lle­van­do to­do al fin úni­co po­si­ble de la so­cie­dad de los mons­truos. No im­por­ta na­da más allá de la na­tu­ra­le­za, un caos que siem­pre aca­ba por ga­nar una ba­ta­lla que tie­ne ga­na­da des­de nues­tra mis­ma evo­lu­ción. Y con es­to, al fi­nal, Midori so­lo es un pun­to en la na­da más ab­so­lu­ta que es el cos­mos infinito.

    La vi­da de Midori es un in­fierno con­ti­nuo dis­fra­za­do de fal­sas es­pe­ran­zas y va­nos mo­men­tos de fe­li­ci­dad. Sin em­bar­go lo es so­lo por su in­ca­pa­ci­dad pa­ra lu­char, por de­jar­se arras­trar una y otra vez en un pen­sa­mien­to dé­bil que es­pe­ra ver co­mo to­do se le re­ga­la. Midori fra­ca­sa por­que la mo­ral dé­bil la arro­ja a las fau­ces de la na­tu­ra­le­za des­bo­ca­da. En el agri­dul­ce fi­nal so­lo nos que­da bai­lar en­tre las rui­nas de la moral.