Cronos, de Guillermo del Toro
El tiempo es una de las obsesiones más constantes para la humanidad. Quizás por eso ya, desde la antigua Grecia, la relación que hemos dispuesto con respecto del tiempo ha sido de figura dominante sobre nuestras existencias: Cronos, padre de dioses, se permitía devorar a aquellos que en algún día habrían de apoderarse de aquellos poderes que hasta el momento le eran propios. El tiempo no conoce ni de hombres ni de dioses ya que a diferencia del espacio, el cual nos resulta igualmente próximo, es imposible escapar de él; uno puede huir de las naciones y los climas, de los accidentes y las cartografías, pero nadie está en disposición de darse en la huida de aquel tiempo que le ha tocado vivir. El tiempo es soberano.
Quizás en esos términos se explica que la mayor parte de los monstruos que hemos ido creando a lo largo de la historia, aquellos que han ido perdurando y tornándose canónicos, han tenido una especie filiación al respecto del tiempo: o bien son no-muertos, o bien desafían la muerte misma —por supuesto habría monstruos que no encajarían bajo esta aspectualización, los monstruos cuya filiación va con el espacio entendido como entorno (por ejemplo, el yeti o el leviathan, que nos hablan de una relación profunda con la naturaleza místico-geográfica), pero a ellos les dejaremos para otra ocasión; el monstruo cuya filiación va con el mundo (el slasher) o su ausencia (el psicópata) sería la otra. Desde el zombie más impersonal hasta el monstruo de Frankenstein más alegórico, los monstruos se nos muestran siempre desafiando un tiempo que para nosotros es necesario encapsular en la objetividad plausible de nuestros relojes; en último término, el monstruo es aquel que viola nuestras condiciones existenciales más básicas. Quizás por eso el vampiro sea uno de los más seductores y extraños, porque aúna la violación de la temporalidad en su devenir más allá de lo muerto, y la violación de la espacialidad en su devenir criatura de la noche.