Todo hecho arquitectónico, en tanto construcción humana, tiene algo de biológico desde el momento que imita las formas y sensaciones de lo natural. Así transitamos entre las grandes arterias que suponen las avenidas, nos alojamos en los órganos que suponen nuestros edificios y confiamos en que los sistemas subterráneos se deshagan de lo que es indeseable. Sólo en este contexto; en esta forma de mirar la ciudad, se podría entender el exquisito The Invisible Insurrection de Desolate.
Heredero del espíritu de Burial pero completamente descarnado de él, Sven Weisemann se atreve con un disco con el cual retratar la realidad de una sociedad contemporánea soterrada en un oscurantismo medievalista. Entre atmósferas agobiantes, sin llegar a la pura asfixia, se van desarrollando unos paisajes sonoros duros, sin ninguna contemplación donde poder habitar en ellos. La inclusión de unas delicadas lineas de piano rebajan la tensión pero, lejos de hacer agradable la representación, incluso carga tintas cuando nos produce una cierta sensación de ocultación; hasta en su amabilidad se esconde el terror. Recorriendo la ciudad con su sonido, retratando todo lo que hay de humano en ella, va tocando aquí y allá, activando nuestros resortes más profundos. La más desatada de las sensualidades se conjuga con los malévolos susurros que, después de todo, quizás sólo sea el silbido del viento tras nosotros. Con esto Weisemann palpa la ciudad, la explora y la seduce, buscando los puntos donde confluye la fisicalidad de lo urbano y lo humano en una profunda catarsis; en un orgasmo de horror y placer.
Entre los pliegues de la piel, detrás de cada arruga y cada marca hay una historia que se podría cartografiar de un modo equivalente al de cada bache en el asfalto, detrás de cada solar vacío y cada edificio. Todo es armónico; sutil, cada nota es una caricia que nos hace estremecernos ante la posibilidad de un inminente placer, quizás un inevitable sufrimiento. Pero no disfrutamos sólo del momento último, de la explosión final de deseos, sino que cada paso en el camino es en si mismo el placer mismo.