Al escribir siempre llega un momento en que la necesidad de borrar es mayor que la de seguir escribiendo. En ese sentido, el escritor no deja de ser como cualquier otro individuo, un ser humano atado no tanto al devenir de los acontecimientos objetivos de lo real como al mucho más flexible relato que formula la memoria a partir de ellos; no es un registro absoluto, un ordenador o un disco duro, sino un campo volátil donde todo puede ser, al menos parcialmente, reescrito. Eso es así dado que existen aspectos de nuestra existencia que, de tenerlos demasiado presentes, o bien hacen bulto o bien nos hacen sufrir de un modo no-constructivo, haciendo conveniente que nuestra memoria sea lo más flexible posible. En ese sentido, no debería extrañarnos que la literatura, al igual que la escritura, asuma las formas propias de la memoria: algo etéreo, no del todo confiable, lo suficientemente dúctil como para asumir diferentes formas según le convenga y, en la medida de lo posible, no tan orgullosa como para ser incapaz de hacer desaparecer un párrafo innecesario sólo porque esté escrito con un gusto exquisito.
De párrafos escritos con un gusto exquisito está lleno Vicio propio —horrible traducción de inherent vice, termino jurídico conocido en español como «vicio redhibitorio» o «vicio oculto», que se usa para definir posibles defectos que pueda tener un objeto de compraventa que no son reconocibles en un examen — . En esta novela el escritor, Thomas Pynchon, vuelve sobre su ubicación predilecta, Los Ángeles circa 1970, con toda la temática asociada que podemos imaginar: hippies, drogas, surf, rock&roll y Charles Manson. Por una vez, ausencia casi absoluta del cine. Todo ello poniendo en el centro de la acción al detective fumeta, que no drogadicto, Doc Sportello, quien se ve envuelto en una conspiración a causa de la repentina aparición de una ex-novia de la cual sigue colgado.