No hay dos sin tres y como consideraría que sería una falta grave que no apareciera por aquí Halloween, por otra parte una de mis películas favoritas de todos los tiempos, me veo en la necesidad de cerrar esta improvisada in extremis trilogía de la vivencia existencial a través de Rob Zombie con una alocada teoría más esbozada que concluida para cerrar el especial de Halloween. Porque, ¿quién soy yo para no dejarme arrastrar por el amoroso impulso de todos aquellos que han apoyado este especial desinteresadamente?
Si tuviéramos que hacer una genealogía del Halloween de Rob Zombie basándonos ya no en lo que nos cuenta la historia en sí, ya que ese nivel está necesariamente atado a la original de John Carpenter, pero también al principio de género que lo circunscribe al peso radical de la relación slasher-final girl, entonces podríamos dilucidar que lo que nos cuenta en un sentido último es únicamente la historia de la búsqueda de una figura paterna perdida. Lo que ocurre durante la película, en ambas partes de la saga, es el descontrol de Michael Myers por verse perdido de toda relación familiar: primero, se ve abandonado por su madre para, después, ver como su padre se desentiende completamente de él —porque, aun cuando no su padre, el Dr. Loomis se proyecta en la vida de Myers como una figura paterna: él es quien le enseña a ser adulto pero también, en un sentido psicoanalítico, el castrador que le arrebata la figura del deseo que supone su madre (y en ningún caso es casual la lectura psicoanalítica en este caso, pues Zombie hará un uso enfático de Jüng en la segunda entrega de la serie. La historia de Myers no es la historia de un asesino, es la historia de un niño abandonado.