El pueblo de los gatos, de Haruki Murakami
Él es un joven anónimo, sin nombre, completamente desdibujado y sin características propias más allá de su carácter nomádico: viaja de un lado a otros quedándose unos días en donde encuentra un cierto nuevo hogar y se va automáticamente del lugar que no suscita su interés; conforma constantes rutas de progresión hacia nuevos territorios donde desarrollarse. Si no tiene nombre, si no tiene características con los cuales darle una cierta semblanza, es intencionado, él es un arquetipo de una cierta forma de ver el mundo; es la idea en sí misma cristalizada en un personaje impersonal, mudable por cualquier lector dado. La llegada a El pueblo de los gatos es del lector por partida doble, pues llega literalmente (al relato) y metafóricamente (al lugar físico a través de la empatía con respecto de su protagonista).
Una de las características más notorias de Haruki Murakami es, precisamente, esa capacidad para invadir un mundo metafórico que se presenta literal pero que no deja ser eminentemente metafórico, un mundo de ideas que cristalizan en consecuencias tangencialmente reales. Por eso al acércanos a este relato debemos tener en mente siempre algo que está muy presente en la obra del japonés: toda noción de lo fantástico es un desarrollo hermenéutico de problemáticas humanas indisolubles. Si éste personaje anónimo, el lector en potencia, se acerca a El pueblo de los gatos es por una actitud nomádica, de búsqueda constante de nuevos territorios que colonizar, debe conocer el hecho de la necesidad consustancial de su actitud de abandonar el pueblo; no puede hacer de un sólo lugar su hogar, pues junto con él lleva toda la carga que necesita. Si no asume esta realidad, se verá abocado a un destino más cruel que la propia muerte: la desaparición.