En ocasiones el mejor modo de conectar con uno mismo es a través del dolor. Siendo que estamos definidos por nuestros traumas, por el hecho de nacer sin haber sido consultados —lo cual supone un hecho traumático, ya que somos arrojados en el mundo más allá de nuestro deseo, consciencia o voluntad — , es lógico pensar que el dolor nos puede permitir trascender los límites de nuestra experiencia; liberados de las cargas más esenciales, teniendo que evitar el dolor a cualquier precio, es natural que seamos capaces de asumir distancia para observarnos desde fuera. Observarnos sin mediaciones de ninguna clase. En ese distanciarse del Yo nos acercamos hacia aquello que somos a través de trauma, del dolor, del martirio, porque no somos nada salvo un manojo de conexiones posibles: al vernos desde fuera, como si nosotros no fuéramos nosotros, somos capaces de ahondar todo lo profundo que queramos sin que ninguna instancia inconsciente nos lo impida. El único problema es que podemos errar el camino, creer que hemos visto algo que no estaba ahí, porque en nombre de evitar el dolor nos permitimos todo. Incluso la irracionalidad más absoluta.
Esta no es una premisa desconocida. En Francia ha existido históricamente una reflexión sobre lo religioso como elemento extremo, del dolor como forma de iluminación, que no tiene una réplica tan contundente en ningún otro lugar del mundo. Esta tradición, que va desde el martirio de Juana de Arco hasta las reflexiones de Georges Bataille o Jules Michelet, ha logrado transmitir una visión del acontecimiento del límite como liberación de toda realidad inteligible que, en último término, tiene una relación próxima al concepto del éxtasis: no es posible verbalizarlo, ya que se da en el hecho mismo de su acontecimiento. Su significado radica en lo que es, en el hecho de estar ocurriendo. Es imposible conocer el elemento extático de la experiencia a través de la razón, ya que éste se da sólo en tanto transformación inmediata donde el Yo no es capaz de reconocerse como tal.