No existe algo así como un artista feliz, ya que el arte requiere necesariamente hurgar en nuestras vidas para poder extraer algo valioso de ellas. Requiere demasiada autoconsciencia. De ahí que la charla que hemos mantenido con Marlon Dean Clift al respecto de uno de sus últimos trabajos, Spleen III, no sólo esté llena de interesantes comentarios sobre la composición del trabajo o de su propia evolución como músico, sino que también está cargada de confesiones personales. Es inevitable. Eso no significa que hayamos caído en el biografismo o el sensacionalismo más abyecto, sino que hemos abordado el arte como algo que nace a partir de un individuo dado: la obra no es ajena al artista, a su tiempo, a sus circunstancias. Todo eso está codificado en su ADN. De ahí que no creamos conveniente añadir nada más, ya que las obras ya hablan bastante por sí mismas, incluso cuando no son nada más creativo que una entrevista.
Álvaro: Siendo que una de tus obsesiones más constantes ha sido la construcción de paisajes sonoros, la ideación de espacios musicales a través de los cuales figurar sentimientos de forma abstracta, ¿cómo es que en Spleen 3 comienzas con una referencia hacia el mundo real, hacia Ljubljana, ya desde su introducción?
Marlon: Mi bisabuela materna era nativa de ahí. En mi familia no existe lo que se dice una comunicación afectiva, ni siquiera el simple gusto por la narración, así que a menudo he recurrido a ese lugar —a mi versión quimérica de él— como fuente de inspiración. Cabe decir que no es un lugar del que extraiga historias precisamente felices, lo asocio mucho a la guerra, al éxodo, a la hambruna y a las catedrales, que son lugares que siempre me han inspirado mucha angustia. Como curiosidad, ese tema conecta con An Impossible Hereafter y The Birth Of Solitude, hay una especie de narración interrumpida entre esos temas. Cuando pienso en Ljubljana me visitan armonías ominosas, lugares en ruinas. Es una asociación infantil, ya digo, pero que se ha quedado instalada de forma perenne.