Mujer de pie, de Yasutaka Tsutsui
Quien más quien menos se ha preguntado más de una vez por qué los anuncios institucionales del fomento de la lectura son, en el mejor de los casos, un completo desastre en cualquier término objetivo de su capacidad para animar a alguien hacia algo que no sea el suicidio. En los colegios la cosa no mejora cuando vemos como se obliga reiteradamente a los más jóvenes a leer libros que, lejos de despertar cualquier curiosidad o interés, seguramente les alejen completamente y de por vida de cualquier ánimo lector; parece que las instituciones gubernamentales ‑con la noble excepción, seguramente por ser la única con contacto directo real con los libros, de las bibliotecas- pretendan dinamitar el hecho de que la gente lea. Una población iletrada es una población que no se cuestiona nada e incluso el panfleto más ridículo y reaccionario ‑y sí, estoy pensando en ti, Hessel- puede encender la chispa de algo más grande que quizás no hubiera estallado sin la literatura, sin la maravilla de la palabra hecha no sólo idea sino también una cierta forma de arte.
Las sociedades totalitarias, e incluso las que no lo son, adoran el arte de quemar las ideas en fuga que se plasman en los inaprensibles ríos de tinta de los libros, como nos recordaría tan bien Ray Bradbury en Fahrenheit 451; igual que nunca se mata a un disidente sino sus ideas nunca se quema un libro sino su contenido. La información es poder porque permite manipular la realidad, cambiarla, hacerla ver limpia y transmitir ideas que resultan incómodas a otros. Pero hay quien quema libros como quien planta árboles o, como en el caso de éste Mujer de pie, como cosifica a las personas hasta convertirlos en vegetales.