A veces, por un motivo u otro, una obra no termina de funcionar a un cuando en la teoría debería ser un auténtico adalid de su género. Ocurra esto por la pericia desigual del autor o por una mala elección del medio en ocasiones el cambio de éste segundo aspecto puede encumbrarlo a las más altas cimas. Y de esto tenemos un ejemplo en el reciente primer episodio de Juego de Tronos.
La nueva serie de la HBO desembarca con la adaptación de los (prescindibles) libros de George R. R. Martin que tiene cautivada a toda la inteligencia subcultural adoradora de la fantasía medieval. Su visión de un medievo especialmente crudo y realista, con una cantidad de muertes desorbitada y ninguna clase de mojigatería con el uso del sexo y la violencia ha conquistado los rollizos corazones de los fans del género. La serie, además de poseer un presupuesto holgado y algunas caras bien conocidas, consigue solventar el problema principal que tiene la escritura de George R. R. Martin: su pesadez y vaguedad para la narrativa. Los farragosos diálogos que subrayan incesantemente cosas que ya sabemos quedan solventados en diálogos ágiles y miradas que cortan el ambiente con la misma facilidad que la espada del rey de los Stark quiebra el corazón de un desertor de la guardia negra. Así cualquier posible crítica que se tuviera sobre el estilo de Martin ‑sus descripciones clónicas, por ejemplo- quedan solventadas automáticamente en su paso a la imagen. Incluso escenas inútilmente densas como el hobby de Bram por la escalada quedan solventadas con estilo y precisión con los cortes precisos. El paso hacia el campo audiovisual permite el pulido extremo de todas sus aristas.
Quizás por el camino se pierde la espectacular boda dothraki que queda en la carnicería de cuatro salvajes pelagatos pero a cambio nos encontramos con lo que Canción de Hielo y Fuego siempre debió ser: un tira y afloja de intrigas palaciegas y delirios pulp frenético. Habrá que seguir de cerca si esta depuración de la obra cardinal de la fantasía contemporánea sigue con tan buen pulso de adaptación al entorno que siempre fue suyo.