The Impostor, de Bart Layton
Un documental parte de facto de ser una condición interpretativa, y por tanto subjetiva, de un tema dado: es imposible ser objetivo, mostrar los datos de forma ecuánime y con una distancia absoluta, desde el mismo momento que hay elección en aquello que se plasma. Un documental es una crítica de un aspecto de la realidad, no su plasmación fáctica —aunque el documentalista medio seguramente sí pretendería su objetividad — . Es por ello que nuestro acercamiento hacia un documental no puede ser nunca aquel en el que se pretende revelar la verdad de un evento dado, como si de hecho en él se contuviera una realidad positiva, sino que debe darse en un ámbito puramente hermenéutico; el documental interpreta una realidad que, a su vez, nosotros debemos re-interpretar a partir de nuestras propias condiciones de análisis. No hay verdad mas allá que los actos en sí, todo lo que hagamos más allá de ellos será siempre interpretación. ¿Significa esto que no existe verdad alguna? No, sino más bien al contrario: existen múltiples verdades, siendo verdaderas aquellas que sean coherentes con el relato conformado a partir de las piezas que nos han sido dados; sólo es verdad aquello que puedo demostrar como verdad a partir de la demostración de su facticidad dentro de la construcción de la cual pretendo afirmar esa verdad dada. Que al relato no le falten piezas o no estén manipuladas, es responsabilidad del que interpreta.
A partir de esta premisa podríamos afirmar que la obra de Bart Layton juega en ese campo ambiguo donde la interpretación se quiebra en tanto no hay una tesis, sino un arrojar al entendimiento del espectador una serie de datos a través de los cuales generar su propia interpretación. Una que será necesariamente sesgada, pues nada hay en el documental que no sea la elección interesada de momentos, gestos, palabras, que conforman una narración que se sitúa siempre más allá del conocimiento inmediato.