Wakefield, de Nathaniel Hawthorne
Nacer en la ciudad de Salem, la misma en la que se practicaron los famosos procesos de brujas, debió de ser algo que marco de una forma rotunda el pensamiento de Nathaniel Hawthorne. No es dificil imaginarlo de niño jugando entre calles heladas, cuasi desiertas, donde la vergüenza sólo se supera por la convicción de que eso fue una enajenación colectiva de un pueblo demasiado entregado hacia su pureza; nadie creía ya a principios del XIX que eso pudiera volver a ocurrir. Hathorne, sin embargo, joven inquieto y curioso, seguramente apesadumbrado por el peso del apellido de uno de los ejecutores en esos procesos -John Hathorne; tatarabuelo del susodicho‑, ¿cuanto habría de la sangre de ese indómito ejecutor que segó decenas de almas de las inocentes acusadas de no compartir la visión virtuosa, e idealizada por imposible, de los habitantes de Salem? Esa idea, incrustada en su cabeza, seguramente cargaría su pluma para sus oscuros cuentos de un romanticismo atroz.
Y es que en Wakefield no encontramos nada que no sea un estricto terror cotidiano; el Tiempo acechando incolumne con su hermano el tiempo tras los juegos de ilusionismo de las apariencias. El señor Wakefield es un hombre común, extremadamente común, correcto en sus formas y con un trato natural, más cercano a un cariño acostumbrado que de un amor romántico real; el tipo de persona que nadie jamás esperaría nada excepcional de ella, ni recordarla. Sólo su mujer conoce ese lado oscuro de Wakefield, eso que provoca que tenga un cierto ingenio particular que le hace querer analizar los límites del mundo, pero sin involucrarse demasiado. Su transcendentalismo es como él, cómodo y común. Y esa será su perdición.