La publicidad es en todo ajena al arte. Aunque existen vasos comunicantes entre ambos campos, en sus propósitos se encuentra la diferencia que los separa: donde la publicidad busca mostrar una visión manipulada del mundo, el arte pretende mostrar el mundo tal cual lo ha percibido. En la publicidad siempre media el engaño, en la ficción siempre lo real. Donde la publicidad interpela al deseo, al lugar común, a lo conocido que nos azora de forma inmediata, el arte interpela a la razón, aquello que tenemos de único, pero compartimos con los otros, lo que nos mueve sin siquiera saberlo de forma consciente. Entre ambas disciplinas media un universo entero. Mientras los publicistas buscan perpetuar un mundo de apariencias donde lo importante es vender, sin importar qué idea se está transtimiendo, los artistas buscan perpetuar un mundo de ideas donde lo importante es desvelar la verdad de la existencia, sin importar lo terrible o poco rentable que esta sea.
Boyhood ha desembarcado con los vítores del público, los aplausos de la crítica y los gritos de «¡injusticia» por no haber ganado un premio que, por lo demás, nunca ha valorado la labor artística de las películas. Eso genera cierta cantidad de expectativas. ¿Cuáles son los argumentos utilizados para defender su, dicen, incuestionable calidad? Básicamente, tres: ha costado doce años ser rodada, porque pretende mostrar de forma real el paso del tiempo; no se salta las partes aburridas, porque desea enseñar el desarrollo de una vida tal como es; y, además, es un canto generacional, porque interpela al espectador haciéndole sentir que habla de él. En resumen, su valor, según dicen, radica en ser una obra naturalista perfecta.