Antes de la existencia de la palabra escrita, o incluso entonces mientras la alfabetización era algo escaso, era común que las historias fueran narradas en cánticos que pasaban de una generación a la siguiente. Por ello seguramente estas historias iban evolucionando, añadiendo y perdiendo matices, adaptándose a la idiosincrasia de cada tiempo y lugar sólo respetando las partes fuertes constituyentes de cada relato. Así es muy interesante rememorar el canto de Zatoichi de la mano de Hiroshi Hirata.
Zatoichi es un hombre ciego que vive en el camino ofreciendo sus servicios de masajista en cada pueblo que alcanza. Otra persona al encontrarse con unos bandidos saqueando las pertenencias de un hombre inocente pasaría de largo pero no él, sin pretensión de gloria por su parte. A pesar de todo no sirve de nada ya que el hombre muere y le confía el darle una buena cantidad de dinero a su familia, que vive en un pueblo próximo al lugar. De éste modo nuestro héroe inicia su aventura en la que, como suele ser natural en él, tendrá que destruir una banda de yakuzas que dominando con yugo de acero las vidas de los indefensos aldeanos. Pero, a diferencia de los samuráis, Zatoichi no rinde honor ante el bushido y por ello puede actuar sin constricciones en la confrontación; el engaño, el ataque a traición o incluso la mera huida son algunas de las herramientas del (in)válido. Las aventuras de Zatoichi, como cuentos ejemplares que son, nos enseñan como el honor es algo que cabe sólo para aquellos que están desocupados de la existencia común. Para el hombre de a pie cualquier medio para hacer el bien a él o los de su clase, aunque sea actuando desde la premisa de la ausencia del honor, es algo que debe ser siempre bien aprovechado.
La fascinación de Hiroshi Hirata por los más débiles; por los olvidados, siempre le lleva hacia aquella clase de historias donde el honor se quiebra en favor de un bien común. Y con ello Zatoichi nos enseña una valiosa lección al demostrarnos que el honor individual jamás debería ser antepuesto al bienestar común de los que nos rodean. La auténtica enseñanza del ciego es aprender a escuchar al otro.