Etiqueta: horadar

  • Camino arriba, camino abajo, uno y el mismo

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    Versus, de Ryûhei Kitamura

    Aunque pue­da re­sul­tar evi­den­te, to­do mo­vi­mien­to es ha­cia al­gu­na par­te: el es­ta­tis­mo no se orien­ta, pues se en­cuen­tra fi­jo, y por ex­ten­sión no tie­ne di­rec­ción de con­fron­ta­ción. Lo es­tá­ti­co ca­re­ce de si­tua­ción en el es­pa­cio, no ve na­da más allá de sí mis­mo —lo cual tie­ne un ejem­plo bas­tan­te evi­den­te en el adic­to, el cual es­tá es­tan­ca­do en su adic­ción, no pue­de ir más allá de ella, y por ello su­pe­di­ta su vi­da en­te­ra a su po­si­ción ac­tual: el ob­je­to de su adic­ción — . Lo que per­ma­ne­ce quie­to no se en­cuen­tra con las de­más co­sas, ni si­quie­ra cuan­do és­tas bus­can co­li­sio­nar con ello; es im­po­si­ble que exis­ta al­go es­tá­ti­co, in­va­ria­ble, que se nos apa­rez­ca co­mo par­te del mun­do. Todo flu­ye —di­jo El Oscuro.

    Versus po­dría en­ten­der­se en dos sen­ti­dos com­ple­ta­men­te di­fe­ren­tes, que sin em­bar­go en­raí­zan en una vis­ta co­mún. Por un la­do, ver­sus alu­de al sen­ti­do an­glo­sa­jón en el cual nos ha­bla de una con­fron­ta­ción; por otro la­do, ver­sus alu­de al sen­ti­do la­tino clá­si­co en el cual se nos ha­bla del mo­vi­mien­to de ida y vuel­ta que pro­du­ce el la­bra­dor al arar la tie­rra. Lo que tie­nen en co­mún es que, in­clu­so cuan­do pa­re­ce que no tie­nen na­da en co­mún, los dos re­fe­ren­cian un es­ta­do co­mún de los se­res: es­tán yen­do ha­cia al­gún lu­gar. Lo in­ter­pre­te­mos co­mo una lu­cha, en cu­yo ca­so se­ría un en­cuen­tro di­ri­gi­do en ir más allá del otro, o co­mo un mo­vi­mien­to de cul­ti­var el mun­do, de co­ger la tie­rra del yo pa­ra ha­cer­la al­go ma­yor que ella mis­ma, en cu­yo ca­so se­ría un en­cuen­tro di­ri­gi­do en ir más allá de mi mis­mo, en am­bos ca­sos exis­te la idea de ir ha­cia otro lu­gar. Es una bús­que­da de los lí­mi­tes in­ex­plo­ra­dos del mun­do. Por eso to­da in­ter­pre­ta­ción de la pe­lí­cu­la de Ryûhei Kitamura pa­sa, por ne­ce­si­dad, el he­cho de com­pren­der ha­cia don­de nos di­ri­ge su mo­vi­mien­to, ha­cia don­de nos si­túa su interpretación.

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  • ¡no sembréis, horadad!

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    La con­di­ción me­se­ta­ria de la reali­dad pro­po­ne va­rios he­chos co­re­la­cio­na­dos con el mis­mo. Las me­se­tas se pue­den a tra­ve­sar crean­do tú­ne­les a tra­vés su­yo, ro­deán­do­las, pa­san­do por en­ci­ma de ellas o, in­clu­so, acep­tán­do­las co­mo un asen­ta­mien­to y no un obs­tácu­lo a tras­pa­sar; tal es la con­di­ción del hom­bre que pue­de ha­cer cam­bios ra­di­ca­les co­mo el de ser co­mo nó­ma­da al ser co­mo se­den­ta­rio. A par­tir de aquí, o de cual­quier otro pun­to igual­men­te vá­li­do, es don­de co­men­za­rá su re­fle­xión Deleuze en Rizoma.

    ¿Qué es un ri­zo­ma? Un ri­zo­ma es un ta­llo sub­te­rrá­neo, si­mi­lar pe­ro no igual a las raí­ces, con va­rias ye­mas que cre­ce de for­ma ho­ri­zon­tal emi­tien­do bro­tes her­bá­ceos de sus nu­dos. Los ri­zo­mas cre­cen in­de­fi­ni­da­men­te, en el cur­so de los años mue­ren las par­tes más vie­jas pe­ro ca­da año pro­du­cen nue­vos bro­tes, pu­dien­do de ese mo­do cu­brir gran­des áreas de te­rreno. Ahora, apli­quen es­to a la exis­ten­cia hu­ma­na. Una cul­tu­ra de raíz crea­ría una je­rar­quía ab­so­lu­ta en la que no pue­de ha­ber hi­bri­da­ción en­tra raí­ces; to­do que­da en la más ab­so­lu­ta en­do­ga­mia del ser co­mo siem­pre ha si­do. Sin em­bar­go una cul­tu­ra ri­zo­má­ti­ca se co­mu­ni­can to­dos con to­dos, se di­fu­mi­na cua­les son sus prin­ci­pios o fi­na­les, pues to­dos son trán­si­tos ha­cia el de­ve­nir. Según nos di­ce Deleuze en su ejem­plo más ex­pli­ca­ti­vo es co­mo la Pantera Rosa que pin­ta de co­lor de ro­sa el mun­do ha­cien­do de­ve­nir ro­sa el mun­do; se con­fi­gu­ra en tan­to con­fi­gu­ra su es­pa­cio de for­ma que se su­bor­di­ne a su de­ve­nir. Por eso, no plan­téis, plan­tar es la le­gi­ti­mi­za­ción de un sis­te­ma ver­ti­cal; me­jor ho­ra­dad, bus­cad un sis­te­ma ho­ri­zon­tal que ni si­quie­ra es ho­ri­zon­tal pues, en tan­to ri­zo­ma, sus flu­jos di­ver­gen­tes de­vie­nen siem­pre en idas y vuel­tas en apa­ren­te caos. 

    Como an­te un jue­go de es­pe­jos, no in­ten­téis en­ten­der es­to li­te­ral­men­te o co­mo al­go que no sea más allá de un apun­te en la di­rec­ción ade­cua­da: es eso y só­lo en tan­to el va­lor que le que­ráis dar. Pues en tan­to yo soy mul­ti­pli­ci­dad ‑pues soy yo pe­ro ade­más soy al me­nos Deleuze y Guattari y cuan­tos les in­fluen­cia­ran a ellos- a la ho­ra de es­cri­bir es­to no pue­do en­se­ña­ros nin­gún ca­mino, só­lo apun­tar las he­rra­mien­tas que se es­con­den en el pol­vo­rien­to des­ván del de­ve­nir. Haced ma­pas, y no fo­tos y di­bu­jos, aun cuan­do es­tos se su­per­pon­gan con el mundo.