Dios está siempre presente en nuestras cabezas. Ya sea debido a nuestra educación, con dejes religiosos en todas partes, o por nuestra propia necesidad de respuestas, que nunca nos podrán ser dadas desde otros ámbitos que no sea el alegórico, solemos aferrarnos a las ideas intangibles para cimentar nuestros sentimientos. Aquello que pensamos. De ese modo nos resulta más fácil comprender lo que es correcto a través de ejemplos, de alegorías e historias, que de reglas, de ideas abstractas basadas en la lógica. Porque aquello que apela al corazón siempre es más fuerte que aquello que apela a la razón.
Eso no implica que razón y sentimiento vayan por separado. Al contrario. Cuando el sentimiento parece ausente, cuando el mundo contraviene nuestra idea del mismo, intentamos justificarnos a través de la razón, propiciando de ese modo la catástrofe. Ante dios, ante su ausencia o ante su arbitrariedad, todo lo que nos queda es un mundo donde o bien no hay reglas o bien no podemos conocerlas. Y de ese modo, la razón nos condena, porque nos descubre la arbitrariedad de las cosas, y nos eleva, porque nos permite crear nuestras propias reglas.