Etiqueta: interpretación

  • el mundo sólo se define en mi interpretación del mismo

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    ¿Qué de­fi­ne al mi­to? El mi­to es una fi­gu­ra­ción teó­ri­ca, fal­sa, que nos en­se­ña al­gu­nas pau­tas so­cia­les o mo­ra­les a tra­vés de las cua­les apren­der co­mo se de­be­ría vi­vir en so­cie­dad. Quizás por ello el mi­to siem­pre to­me la for­ma de la fic­ción, es más fá­cil lle­gar a las per­so­nas a tra­vés de la fi­gu­ra­ción fan­ta­sio­sa, hi­per­bó­li­ca, que a tra­vés de ejem­plos co­ti­dia­nos. Y es aquí don­de The Fall de Tarsem Singh se pre­sen­ta co­mo la obra maes­tra que es.

    En Los Ángeles de los años 20 un es­pe­cia­lis­ta lla­ma­do Roy Walker su­fre un ac­ci­den­te por el es hos­pi­ta­li­za­do an­te la pers­pec­ti­va de que pue­da que­dar pa­ra­lí­ti­co. A su vez se en­con­tra­rá con una cu­rio­sa ni­ña, Alexandria, la cual irá ca­da día a ver­le des­pués de que és­te en­con­tra­ra una no­ta que ha­bía es­cri­to ella mis­ma. La re­la­ción de am­bos se ira nu­trien­do a tra­vés de la in­ge­nui­dad y los en­ga­ños de uno y de otro; bai­lan una dan­za de pre­gun­tas y res­pues­tas don­de las di­fe­ren­cias idio­má­ti­cas o de pers­pec­ti­va azu­zan las po­si­bi­li­da­des de la bús­que­da de los afec­tos que le son ne­ga­dos. Mientras el auto-destructivo Roy Walker nos va re­crean­do un de­li­cio­so mun­do de fan­ta­sía don­de to­do pa­re­ce po­si­ble, don­de las re­glas de jue­go cam­bian se­gún su na­rra­dor vea pre­fe­ri­ble, la he­roí­na Alexandria bus­ca­rá evi­tar siem­pre el da­ño de cuan­tos ha­ya a su al­re­de­dor. Así to­da la pe­lí­cu­la aca­ba sien­do una su­til y pre­cio­sa ba­ta­lla de egos en­tre las an­sias de fin de uno y la bru­tal vi­ve­za in­fan­til de la otra; en­tre la de­ses­pe­ra­ción por una vi­da apa­ren­te­men­te trun­ca­da y la vi­sión de las in­fi­ni­tas po­si­bi­li­da­des del mundo.

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  • dependientes de la mirada

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    Sólo an­te el mi­ni­ma­lis­mo de re­cur­sos es cuan­do la ge­nia­li­dad aflo­ra con fuer­za, de un mo­do di­fe­ren­te, de­mos­tran­do quien real­men­te es un ge­nio y quien, sin em­bar­go, só­lo es un me­dio­cre con re­cur­sos. Y es que cuan­do do­mi­nas al­go de un mo­do tan ma­gis­tral da igual las li­mi­ta­cio­nes de es­pa­cio y tiem­po que ten­gas, se­ras ca­paz de ha­cer oro de un pe­da­zo de es­tiér­col. O te­rror con un to­ro fo­llán­do­se a una va­ca co­mo Katsuhiro Otomo en su bre­ví­si­mo Visitors.

    Un hom­bre so­lo ha­bla con una vi­si­ta, es cor­tes, le ofre­ce un te, char­lan y al fi­nal es­ta­lla la bom­ba del por qué de es­tar ahí. En ese mo­men­to to­do se des­ata y el caos se apo­de­ra de la es­ce­na, so­lo la in­ter­pre­ta­ción del lec­tor po­drá re­sol­ver las te­la­ra­ñas en­tre­cru­za­das que con­for­man la his­to­ria; to­do de­pen­de de con los ojos con los que se mi­re. Uno pue­de mi­rar con los ojos fí­si­cos o pue­de mi­rar con los ojos in­te­rio­res, los del al­ma, los de la men­te, lo cual re­per­cu­ti­rá en dos vi­sio­nes to­tal­men­te di­fe­ren­tes de la his­to­ria. Otomo nos ha­ce ver más allá de la tex­tua­li­dad co­mún del có­mic pa­ra re­tar­nos a no­so­tros a de­ci­dir cual es la his­to­ria que he­mos leí­do. Nos re­ta a ju­gar en una do­ble vía, con una do­ble in­ter­pre­ta­ción don­de po­de­mos ser ma­te­ria­lis­tas y cí­ni­cos o ele­gir una se­gun­da op­ción más es­pi­ri­tual y mís­ti­ca; am­bas se­rán acer­ta­das en tan­to se crean co­mo ta­les. Y esa es la ma­gia úni­ca de Visitors, su ca­pa­ci­dad de vol­ver com­ple­ta­men­te trans­pa­ren­te el va­lor de la in­ter­pre­ta­ción crí­ti­ca de la obra de for­ma aje­na al au­tor. No im­por­ta que pen­sa­ra Otomo al di­bu­jar­la que fue­ra, cual­quier de las in­ter­pre­ta­cio­nes po­si­bles es vá­li­da en tan­to cohe­ren­te en si misma. 

    Una vez más Katsuhiro Otomo nos de­mues­tra co­mo es uno de los re­yes del man­ga, no tan­to por sus di­bu­jos o sus gran­des obras co­mo por su de­ta­llis­mo, cui­da­do y do­mi­nio del me­dio. Así nos en­se­ña ya qui­zás no tan­to co­mo de­be­ría ser un man­ga co­mo el he­cho de co­mo de­be­ría ana­li­zar­se y cri­ti­car­se to­do man­ga. La his­to­ria nun­ca es­ta es­cri­ta has­ta que es in­ter­pre­ta­da por el lector.