Se suele decir que los clásicos lo son por algo. Y suele ser cierto. Incluso si personalmente alguno de ellos no nos gusta o nos parece anacrónico, es innegable que tienen una capacidad evocativa, de inspirar en la mente del lector adecuado ciertas formas de pensar o digerir la realidad, que muy pocas obras de artes logran sintetizar. De ahí el respeto hacia el canon literario, incluso cuando, ideológicamente, se le pueden poner pegas; se le puede criticar aquello que elige no introducir, llevándolo a la invisibilización, pero resulta francamente difícil criticar aquello que decide incluir. Porque, nos gusten o no, los clásicos lo son por algo.
Kenji Miyazawa no es sólo parte del canon literario japonés, sino también una auténtica institución en el país. Habiendo influido en varias generaciones de japoneses con sus cuentos, resulta difícil no encontrar referencias hacia Gioganni y Campanella, sino es que hacia su viaje, en buena parte de las obras japonesas del último medio siglo. Que además resulte prácticamente desconocido en Occidente resulta dramático en tanto su escritura posee una cualidad que, si bien ha sido propia de todos los grandes escritores para niños, actualmente ha sido olvidada en favor de cierto cariz ñoño en la forma de dirigirse hacia los más pequeños: su ambigüedad.