Ante la dificultad de tratar con el otro los seres humanos acabamos por exigir siempre una figura mediadora que nos ayude a conducir nuestras relaciones interpersonales con los demás. Así, al establecernos en sociedad, lo primero que necesitamos es crear un estamento estatal que ordene todas nuestras relaciones sociales con el entorno; la salud y la seguridad están mediadas por un órgano supra-húmano. Pero no acaba aquí ya que, a lo largo de la historia, se pueden rastrear una cantidad nada desdeñosa de otros sujetos que actúan como mediadores: desde los oráculos antiguos, mediadores del hombre y su destino, hasta los psicólogos contemporáneos, mediadores de la propia psicología del hombre, pasando por las casamenteras medievales, mediadoras de las relaciones sociales; toda época invoca figuras de autoridad que ordene de forma estructurada y clara las conformaciones sociales que resultan problemáticas en mi relación con el otro.
“Quien mato a Adolf Hitler” de Jason parte de una pregunta muy compleja: ¿Y SI viviéramos en un mundo donde ser un asesino a sueldo fuese tan legal y común como profesión como ser doctor o abogado? La respuesta, vista la exposición anterior, es simple: todo sería igual, sólo que más rápido; la ejecución se torna como una instrumentalización total de la necesidad de mediar entre los hombres. Nuestro protagonista irá liquidando a todos los sujetos que se le pongan por delante, pero con ello no conseguirá nada más que perpetuar el sufrimiento de los que mandaron ejecutar. Encerrados en un bucle infinito no se dan cuenta de que la muerte es sólo un estado del ser y, a pesar de la muerte, los sentimientos quedan impregnados del mundo. Es por ello que esta mediación radical es inútil, pues no hay posibilidad alguna de mediar una vez se han cambiado los estadios del ser de las entidades comunicantes. Es por ello que tenga que pasar un día, o quizás cien años, al final lo importante es intentar encontrar ese momento y ese lugar, ese instante único, donde los bioritmos sentimentales de dos personas coinciden para, así, poder comprenderse más allá de su propia alteridad profunda; pasar de ser tú y yo para ser nosotros.
Aunque la vida de las personas pueden transcurrir por muy diferentes senderos ‑o, en algunos casos, también por los mismos- lo importante es conocer la imposibilidad de la muerte de los sentimientos. Quien una vez significó, o quizás significará, algo para alguien jamás desaparecerá del mundo pues todos los sentimientos que una vez sintió por esa persona estarán siempre presentes en el mundo. Porque el amor es una semilla que se deja plantar para admirar incluso más allá de su imposible muerte.