Punisher MAX: Kingpin, de Jason Aaron y Steve Dillon
Seguramente por su tratamiento como medio escasamente reconocido dentro del mainstream el cómic tiene un margen de movimiento mucho mayor en cuanto a experimentalidad de toda clase que cualquier otra forma cultural presente. Sumado esto a sus escasos costes de producción ‑siempre, en comparación, con lo que cuesta perpetrar otras formas culturales que requieren más tiempo y/o dinero- podemos encontrarnos como la gran mayoría de las grandes plumas de nuestro tiempo, desde Jonathan Lethem hasta Stephen King, han pasado ya por el tratamiento de los cómics, o lo harán en un futuro próximo. ¿Por qué? Porque en un cómic puedes explicar cosas que jamás podrías decir en una película y, además, añade el carácter de imagen que permite escribir imágenes metafóricas que quizás carecerían de sentido, o requerirían un tratamiento mucho más minucioso o borroso, a través de un uso exclusivamente literario. El cómic sobrepasa los límites físicos, morales y de representación de todas las demás formas de arte que habitan colindantes a sus formas.
Bajo este contexto Marvel no parece la mejor de las opciones donde desarrollar una historia liberada de cualquier forma de carga debido a una alucinada mitología con décadas de antigüedad que crece cada día más hacia un enriquecimiento perpetuo de sí mismo; sólo al circunscribirse en el marco de la mitología se pueden hacer maniobras espectaculares justificadas en su propia historia interna. Es por ello que esta revisitación de los orígenes de Kingpin resulta tan estimulante: rellena (y re-escribe) uno de los vacíos desdibujados de una mitología fluctuante.