Toda identidad se sostiene bajo un juego de fuerzas incomprensibles que es imposible retratar por sí mismas. Si pretendemos retratar algo con cuatro trazos, lo que ocurrirá es que dejaremos fuera una cantidad de variables que, por ocultas o poco comunes, consideraremos poco constitutivas cuando, en verdad, lo son en grado sumo. Nada se aparece igual a todos. Por eso cualquier pretensión de replicar los efectos o la forma ideal de una cierta identidad dada, tiene que ocurrir a partir de una minuciosa deconstrucción de sus principios; comprendiendo como funcionan de forma profunda sus mecanismos internos se deben re-construir éstos siguiendo un patrón nuevo que nos permita introducir variaciones coherentes allá donde sea imposible volver a practicar el mismo ensamblaje. Si pretendemos emular las contradicciones internas de una identidad dada, fracasaremos; si intentamos imitar los procesos vitales de una identidad dada, fracasaremos. Por eso cualquier pretensión de apropiarse de una identidad, de hacer algo que constituya un homenaje o un traerlo al presente o un constituírlo en otra dimensión fáctica ajena a la suya propia, debe siempre hacerse desde la bastardización del mismo. Si no ponemos algo de nosotros en él, nunca pasará de la deformidad.
Lupin III es un ejemplo paradigmático de la imposibilidad de reducción: partiendo de la base de Lupin, un ladrón de guante blanco con tendencia hacia la seducción, inoculan en su ADN una serie de mutaciones que lo convierte en una entidad derivada del original. Derivada, pero con raíz común. El resultado fue un Lupin III caracterizado como casanova fracasado y brillante ladrón de guante blanco, incluso cuando en ambas facetas se movía a partir de la consideración constante de su (aparente) desastre; sus romances, como sus robos, llegaban a buen puerto sólo por su capacidad para fingir su propia estupidez. Lo singular en él es como se constituye a partir de binarios contradictorios que, sólo en tanto se dan en contradicción, nos permiten comprender, en un sentido ulterior, el auténtico carácter del personaje. Es elegante pero torpe, seductor pero pervertido, brillante pero imbécil. Si su contradicción no fagocita al personaje como una imposibilidad, es porque sus defectos no son más que la superficie que puede desvelarse a través de su férrea voluntad; sus intentos pueden fracasar en primera instancia, pero su elegancia, de la cual nacen su brillantez y su seducción, se da en su intachable capacidad para mostrarse sólo después de situarse las plazas sobre el tablero según sus intereses: su aparente incompetencia es el modo a través del cual impone su genio estratégico. No hay contradicción, porque lo que parecía serlo no era nada más que la base estructural de su propia coherencia interna.