Etiqueta: nazis

  • de la imbecilidad como una de las bellas artes

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    Viajar en el tiem­po es pro­ble­má­ti­co por de­fi­ni­ción, no so­lo por la pa­ra­do­ja que su­po­ne sino de­bi­do a que to­do cam­bio es­tá ya pre­des­ti­na­do de an­te­mano. De es­te mo­do po­co mar­gen de ma­nio­bra nos da el via­jar al pa­sa­do más allá que con­se­guir que se cum­pla lo que de­be ser el pre­sen­te. A me­nos que seas tan im­bé­cil co­mo Pafman.

    Cuando el pro­fe­sor Fuyú se trae a si mis­mo des­de el fu­tu­ro una ma­qui­na del tiem­po pa­ra que no ten­ga que es­pe­rar se lle­va a Pafman, Pafcat y la so­bri­na del pri­me­ro, Tina, a di­fe­ren­tes pun­tos del pa­sa­do. A su vuel­ta re­sul­ta que el Enmascarado Negro via­jó al pa­sa­do y en­tre­gó la for­mu­la de la bom­ba nu­clear a los na­zis, vi­vien­do aho­ra en el Tercer Reich. Aquí se ini­cia un clá­si­co tour por to­da Europa en la que se en­fren­tan con­tra los ejér­ci­tos na­zis in­ten­tan­do evi­tar la des­gra­cia ató­mi­ca. Con los es­te­reo­ti­pos por ban­de­ra se en­fren­ta­rán a una tor­tu­ra­do­ra na­zi y su es­bi­rro hom­bre lo­bo mien­tras agre­den sin pie­dad, por vez pri­me­ra, al Fuyú del pa­sa­do que tra­ba­ja­ba pa­ra los na­zis. Así to­do va avan­zan­do a trom­pi­co­nes, con hu­mor grue­so y de­jan­do la ló­gi­ca de un la­do, osea­se, sien­do co­mo de­be ser un có­mic de Pafman. Y aun­que no res­pe­te si­quie­ra las le­yes de los via­jes en el tiem­po, mez­clan­do los cam­bios del pa­sa­do que afec­tan al fu­tu­ro con los que no, el re­sul­ta­do no po­dría ser más auténtico.

    Una vez más la im­be­ci­li­dad es fuen­te de pro­ble­mas y de so­lu­cio­nes de las más ab­sur­das e in­cohe­ren­tes tra­mas del pa­no­ra­ma in­ter­na­cio­nal. Solo un su­per­he­roe más im­bé­cil que un pe­rro bo­rra­cho se­rá ca­paz de sal­var­nos del ter­cer reich. Al hu­mor des­de la im­be­ci­li­dad sin pretensiones.

  • los nazis son malos, los noruegos son raros

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    Es fá­cil de­jar­nos en­ga­ñar por el en­vol­to­rio del ci­ne de gé­ne­ro y una apa­ren­te pro­vo­ca­ción pa­ra des­pre­ciar una pe­lí­cu­la. Dejarnos en­ga­ñar por nues­tros pre­jui­cios y juz­gar el to­do por el en­vol­to­rio es una muy ma­la co­sa. Aun más si nos en­fren­ta­mos a la obra de Tommy Wirkola, Dead Snow. 

    Un gru­po de jó­ve­nes van a una ca­ba­ña en me­dio de nin­gu­na par­te de un mon­te no­rue­go y, co­mo es na­tu­ral, se des­ata una bru­tal ma­sa­cre al des­per­tar los na­zis que aso­la­ron la zo­na, aho­ra con­ver­ti­dos en zom­bies. La bru­tal or­gía de san­gre que uno es­pe­ra co­mien­za con los es­te­reo­ti­pos que uno es­pe­ra, sin sor­pre­sas ni nin­gún gi­ro es­pe­cial que le ha­ga al­go más allá de lo tí­pi­co. Y es que ya nos avi­sa­ba Absence, los no­rue­gos son gen­te muy ex­tra­ña. Los de­men­tes su­per­vi­vien­tes de la ma­sa­cre ini­cial, en­tre sus in­ten­tos de hui­da, se de­di­can a ex­ter­mi­nar vil­men­te uno por uno a los muer­tos vi­vien­tes. A pe­sar de que los zom­bies son ca­pa­ces de co­rrer y tie­nen una con­si­de­ra­ble fuer­za van ca­yen­do co­mo mos­cas en­tre mar­ti­llos, mo­to­sie­rras y me­tra­lle­tas en mo­tos de nie­ve. Así, du­ran­te la par­te más in­ten­sa de la pe­lí­cu­la, no hay unos no­rue­gos en­ce­rra­dos con unos zom­bies de los que no pue­den es­ca­par, hay unos zom­bies en­ce­rra­dos con unos no­rue­gos sin es­ca­pa­to­ria po­si­ble. Al me­nos has­ta que el ofi­cial na­zi se po­ne fir­me, sa­ca al ejer­ci­to y por fin, co­mo el mo­ti­vo de su muer­te ya de­ja­ba in­tuir, se re­ti­ran pa­ra des­can­sar al re­cu­pe­rar su co­di­cia­do tesoro.

    El que aquí los muer­tos sean na­zis o no es­tá le­jos de ser una cues­tión de pro­vo­ca­ción, es una de­ci­sión ar­gu­men­tal per­fec­ta­men­te cohe­ren­te con la his­to­ria que pre­ten­den con­tar. Pero lo que los na­zis nun­ca tu­vie­ron en cuen­ta es lo que ya sa­bían los sue­cos, que los no­rue­gos son muy ra­ros. Y es que los no­rue­gos es­tán locos.