Etiqueta: Negro

  • La revolución no será televisada. Gil Scott-Heron en las ruinas de la vida de otro hombre negro

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    El pre­sen­te tex­to es una tra­duc­ción de The Revolution Will Not Be Televised, el poema/spoken word de Gil Scott-Heron que se in­clu­ye al fi­nal de la mis­ma. La tra­duc­ción del tex­to es de pro­duc­ción propia.

    No te po­drás que­dar en ca­sa, hermano.
    No po­drás co­nec­tar­la, en­cen­der­la y apagarla.
    No po­drás per­der­te en la he­roí­na y evadirte,
    ni eva­dir­te a por una cer­ve­za du­ran­te los anuncios,
    por­que la re­vo­lu­ción no se­rá televisada.

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  • Refundar la autenticidad de la ciudad pasa por refundar su mito

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    Tekkonkinkreet, de Michael Arias

    Aun cuan­do el ar­que­ti­po his­tó­ri­co de la lu­cha del bien con­tra el mal se nos pre­sen­ta hoy co­mo una for­ma na­rra­ti­va ob­so­le­ta, es in­ne­ga­ble que aun tie­ne un fon­do a par­tir del cual se pue­de re-activar el jue­go. La po­la­ri­dad bien-mal aun nos es muy pró­xi­ma en la sá­ti­ra, en las for­mas bas­tar­das del hu­mor, por aque­llo que tie­nen de ex­tre­mo: só­lo po­de­mos asis­tir a la lu­cha en­tre hé­roes vir­tuo­sos y vi­lla­nos in­fa­mes si lo es des­de la ri­sa iró­ni­ca; nos re­sul­ta in­con­ce­bi­ble la po­si­bi­li­dad de vol­ver al mo­no­cro­ma­tis­mo del mun­do. El pro­ble­ma es que a pe­sar de to­do se­gui­mos pen­san­do en ex­tre­mos. Aunque nos re­sul­ta ri­dí­cu­la, cuan­do no di­rec­ta­men­te in­fan­til, la idea de una lu­cha del bien con­tra el mal se­gui­mos ope­ran­do, de for­ma cons­tan­te, con re­la­tos que se cons­ti­tu­yen co­mo tal. Seguimos pen­san­do en tér­mi­nos de bue­nos y ma­los, in­clu­so cuan­do los bue­nos aho­ra son ca­pa­ces de ha­cer cual­quier co­sa por lo­grar sus ob­je­ti­vos y los ma­los tie­nen jus­ti­fi­ca­cio­nes (in­vá­li­das pa­ra no­so­tros, pa­ra sus otros) más allá de su pro­pia mal­dad. Nuestra in­ge­nui­dad no es só­lo cí­ni­ca, sino tam­bién irónica.

    Cualquier in­ter­pre­ta­ción que se ha­ga de Tekkonkinkreet nos de­mos­tra­rá, ya des­de un por­me­no­ri­za­do aná­li­sis de los nom­bres que en él se eri­gen, co­mo to­do es­tá ci­men­ta­do so­bre las só­li­das ba­ses de una con­cep­ción di­co­tó­mi­ca del mun­do, pro­pia de una tra­di­ción mí­ti­ca clá­si­ca. Tekkonkinkreet no es­tá le­jos de La odi­sea o Viaje ha­cia el Oeste en sus pre­ten­sio­nes. El ta­ci­turno Kuro (Negro) y su ino­cen­te com­pa­ñe­ro Shiro (Blanco) se eri­gen co­mo los re­yes de Takaramachi (Pueblo Aventura) sien­do co­no­ci­dos co­mo Nekos (Gatos); los pro­ta­go­nis­tas son el ying y el yang, la fuer­za ac­ti­va y reac­ti­va, que só­lo uni­dos se com­ple­men­tan pa­ra pro­te­ger una ciu­dad que es per sé el cam­po de aven­tu­ras de su mun­do in­fan­til, de su mun­do de ági­les va­ga­bun­dos se­cre­tos a la vis­ta de to­dos. Sin em­bar­go, su va­lor ra­di­ca en usar las di­co­to­mías só­lo co­mo pun­to de partida.

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  • sólo se puede malvivir en la ausencia de amigos

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    Vivir es abu­rri­do. Los ba­rrios son cló­ni­cos y mien­tras las co­sas di­ver­ti­das van des­apa­re­cien­do la mier­da, to­do aque­llo que nun­ca te ha gus­ta­do, per­ma­ne­ce ahí cons­tan­te. Esta per­cep­ción co­mún en to­do ser hu­mano, el ver lo ne­ga­ti­vo muy por en­ci­ma de lo po­si­ti­vo, tam­bién con­lle­va en úl­ti­mo tér­mino una ne­ce­si­dad fla­gran­te, la ri­sa co­mo ca­ta­li­za­dor de to­do aque­llo que va mal. Y sa­be Sevilla que na­die lo sa­be ex­pli­car me­jor que los chi­cos de Malviviendo.

    Aquí nos en­con­tra­mos las his­to­rias de el Negro, el Zurdo, el Kaki y el Postilla, cua­tro ami­gos del ba­rrio subur­bial fic­ti­cio de «Los Banderilleros» en Sevilla. Allí se su­ce­den sus di­fe­ren­tes his­to­rias don­de lo que ocu­rre en la vi­da de unos re­per­cu­ti­rá en la de los otros mien­tras in­ten­tan mal­vi­vir un día más en­tre sus far­dos de ma­rihua­na. Con unas his­to­rias sen­ci­llas, muy ba­sa­das en jue­gos de hu­mor tos­co, van de­sa­rro­llan­do es­pe­cial­men­te pa­ro­dias de pe­lí­cu­las o se­ries en ca­da uno de los ca­pí­tu­los. Así ca­da co­mien­zo de ca­pí­tu­lo ha­cen una pa­ro­dia del ope­ning de una se­rie de te­le­vi­sión di­fe­ren­te an­te la cual es­té ins­pi­ra­do en el ca­pí­tu­lo en sí. Y es pre­ci­sa­men­te ahí, en la acu­mu­la­ción ab­sur­da de pa­ro­dias, don­de se en­cuen­tra su ge­nia­li­dad. Lo que en prin­ci­pio no se­ría más que una bur­da co­pia de Snatch: Cerdos y dia­man­tes aca­ba por si­tuar­se co­mo una su­rrea­lis­ta ven­det­ta de­sa­rro­lla­da a tra­vés de las apues­tas de un com­ba­te de bo­fe­ta­das. La per­ver­sión de to­dos los có­di­gos so­cia­les nor­ma­li­za­dos ‑pa­san­do des­de la ab­so­lu­ta amo­ra­li­dad de los per­so­na­jes has­ta la de­fi­ni­ción per­ver­sa de los ac­tos de­por­ti­vos o de ven­gan­za del barrio- es lo que ha­ce de Los Banderilleros un ba­rrio hi­per­tro­fia­do de ca­la­mi­dad; un au­tén­ti­co re­fle­jo es­per­pén­ti­co de lo que es España ahora.

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