11−11−11, de Darren Lynn Bousman
Afirmar que Dios ha muerto tiene unas consecuencias dramáticas mucho más complejas que las que el citador medio de Nietzsche, varón adolescente (mental o temporalmente) con pocas lecturas filosóficas, puede apropiarse realmente como suyas. De éste modo no sólo preconiza la necesidad, que no el hecho de facto, de la exterminación de la moral cristiana sino que, en una lectura menos literal, también se podría leer como un principio de la muerte de los conceptos regidores absolutos; no sólo muere Dios sino que con él también muere cualquier noción equivalente con la cual regirse en el mundo: si Dios ha muerto, estamos absolutamente solos en el mundo.
Alrededor de esta total ausencia de valores absolutos, irreconciliables con el hombre en tanto contradicción en sí mismo, es donde se mueve constantemente la última obra de Darren Lynn Bousman a través de la figura de Joseph Crone, el escritor de éxito protagonista de la película. Por ello la mirada siempre se centra en Crone, en sus constantes idas y venidas ideológicas, en como va confrontando la desesperación de la perdida ‑de su mujer y su hijo, pero también de la razón para tener fe- en la lucha de la creación de un sistema de valores basados en que estamos solos en el mundo. Esto le va arrastrando dando tumbos desde su vida de masa barboteante sin razones para vivir hasta, con una parsimoniosa pero lúcida concatenación de incidentes, la obsesión final que trae la lucidez al tener la certeza de que hay algo más allá; que existe en el mundo algo en lo que aferrarse más allá de un Yo mellado de fábrica.