Bajo el capitalismo es importante vender. Permite seguir creando y hacer otras cosas importantes como tener un lugar donde dormir, comer tres veces al día o seguir existiendo. Por desgracia, la excelencia artística y el valor de mercado rara vez van de la mano. Por eso, incluso si existe la alternativa de crear arte sólo como hobby —dejando, por extensión, que todo el arte comercial sea producido por quienes puedan permitirse no ganar dinero sin comprometer sus perspectivas: algo indeseable salvo que creas que los obreros no deberían tener voz y que las producciones comerciales deban ser sólo lo que pueda gustar a la mayoría — , para hacer arte muchas veces es necesario hacer concesiones. Encontrar la manera de vender lo que, por sí mismo, no tiene un sitio en el mercado.
En ese sentido, hay tres maneras de hacer más interesante, en términos comerciales, cualquier obra artística: venderla conectada a otra obra anterior que ya es popular, añadir sexo o añadir violencia. Y eso es algo que el recientemente fallecido Tomonobu Itagaki sabía bien.

Toda su carrera se basó en esta idea. En hacer juegos excelentes, extremadamente técnicos y profundos, cuyo principal punto de venta cara al público general es la cantidad de sexo y violencia que hay detrás de los mismos. Esto lo dijo de forma explícita en más de una ocasión. Si sus juegos están llenos de chicas de ligeras de ropa y violencia extrema —o si Dead or Alive se promocionó durante casi una década como el Tekken-killer, incluso siendo amigo personal de Katsuhiro Harada, productor de la franquicia — , es porque eso vende. Algo en lo que Ninja Gaiden II no sólo no es una excepción, sino la demostración de hasta qué punto funciona.
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