Etiqueta: noruegos raros

  • los nazis son malos, los noruegos son raros

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    Es fá­cil de­jar­nos en­ga­ñar por el en­vol­to­rio del ci­ne de gé­ne­ro y una apa­ren­te pro­vo­ca­ción pa­ra des­pre­ciar una pe­lí­cu­la. Dejarnos en­ga­ñar por nues­tros pre­jui­cios y juz­gar el to­do por el en­vol­to­rio es una muy ma­la co­sa. Aun más si nos en­fren­ta­mos a la obra de Tommy Wirkola, Dead Snow. 

    Un gru­po de jó­ve­nes van a una ca­ba­ña en me­dio de nin­gu­na par­te de un mon­te no­rue­go y, co­mo es na­tu­ral, se des­ata una bru­tal ma­sa­cre al des­per­tar los na­zis que aso­la­ron la zo­na, aho­ra con­ver­ti­dos en zom­bies. La bru­tal or­gía de san­gre que uno es­pe­ra co­mien­za con los es­te­reo­ti­pos que uno es­pe­ra, sin sor­pre­sas ni nin­gún gi­ro es­pe­cial que le ha­ga al­go más allá de lo tí­pi­co. Y es que ya nos avi­sa­ba Absence, los no­rue­gos son gen­te muy ex­tra­ña. Los de­men­tes su­per­vi­vien­tes de la ma­sa­cre ini­cial, en­tre sus in­ten­tos de hui­da, se de­di­can a ex­ter­mi­nar vil­men­te uno por uno a los muer­tos vi­vien­tes. A pe­sar de que los zom­bies son ca­pa­ces de co­rrer y tie­nen una con­si­de­ra­ble fuer­za van ca­yen­do co­mo mos­cas en­tre mar­ti­llos, mo­to­sie­rras y me­tra­lle­tas en mo­tos de nie­ve. Así, du­ran­te la par­te más in­ten­sa de la pe­lí­cu­la, no hay unos no­rue­gos en­ce­rra­dos con unos zom­bies de los que no pue­den es­ca­par, hay unos zom­bies en­ce­rra­dos con unos no­rue­gos sin es­ca­pa­to­ria po­si­ble. Al me­nos has­ta que el ofi­cial na­zi se po­ne fir­me, sa­ca al ejer­ci­to y por fin, co­mo el mo­ti­vo de su muer­te ya de­ja­ba in­tuir, se re­ti­ran pa­ra des­can­sar al re­cu­pe­rar su co­di­cia­do tesoro.

    El que aquí los muer­tos sean na­zis o no es­tá le­jos de ser una cues­tión de pro­vo­ca­ción, es una de­ci­sión ar­gu­men­tal per­fec­ta­men­te cohe­ren­te con la his­to­ria que pre­ten­den con­tar. Pero lo que los na­zis nun­ca tu­vie­ron en cuen­ta es lo que ya sa­bían los sue­cos, que los no­rue­gos son muy ra­ros. Y es que los no­rue­gos es­tán locos.