La pista de hielo, de Roberto Bolaño
No sería descabellado preguntarnos por qué insistimos en hacer del deporte profesional, algo obviamente pernicioso y que necesita de una dedicación que va más allá de cualquier clase de equilibrio entre cuerpo y mente, una aspiración vital a través de la cual esgrimir un cierto orgullo personal y profesional que, sin embargo, no tendemos a aceptar como emanado a partir de otras formas culturales determinadas. Apreciamos más al hombre que ha pasado veinte años dedicando ocho horas al día a la técnica de como golpear a un balón que al que ha hecho lo mismo con las palabras; en cualquier caso, exista cierta similitud entre ambos: son orfebres de la belleza, del quebrar los límites más allá de lo posible —aun cuando lo hacen en dos direcciones opuestas, pues donde el deportista hace de sí mismo un mito el artista construye mitos — . Al deportista se lo aprecia por representar el triunfo sobre el otro o sobre la naturaleza, no sobre el mundo.
La obsesión que desata de forma tímida Roberto Bolaño por el patinaje artístico parece producirse como un apropiamiento de una belleza ignota, que desconoce absolutamente más allá de la intuición: intuye que los movimientos de su personaje son bellos, incluso puede especificar el nombre de cada uno de ellos. Ahora bien, ¿cómo puede decir que un movimiento es bello? El deporte es la antítesis del conocimiento, pues es pura praxis. Conocimiento en aplicación. He ahí que escoja la pista de hielo, el patinaje artístico, como la referencia a través de la cual planea aquella tragedia que debe sostener la historia, aquello que sabemos que está ahí pero no sabemos ni como ni cuando llegará; la belleza de un crimen se sitúa en el campo de la pura intuición en tanto la belleza del acto en sí nos es privada por el hecho de que va más allá de la adecuación técnica; sólo es posible entender en el dar muerte a otro una belleza profundamente desagradable. El asesinato quizás no sea una de las bellas artes, pero podría ser un deporte de élite.