Y aquí (dentro) no hay apenas espacio; y tú te calmas casi,
pensando que es imposible que algo demasiado grande
pueda sostenerse en esta estrechez… Pero fuera,
fuera todo es desmedido.
Gaston Bachelard
Ciudad abierta, de Teju Cole
Una de las preguntas determinantes para el siglo XXI será aquella que vamos arrastrando nunca sin respuesta desde el fecundo XIX de mano de Baudelaire, ¿cómo debe ser pensada la ciudad? Esta pregunta no es en caso alguno casual pues, precisamente, expresa una forma profunda de la cuestión particular en la que se circunscribe: no sólo estamos preguntando al respecto de la forma ideal de la ciudad en un sentido arquitectónico-urbanístico —aunque, de hecho, esta forma será a través del cual moldearemos el contenido de la misma — , sino que también estamos cuestionando cual debe ser el reflejo particular del pensamiento que se haga a su respecto: el urbanismo no es inocente, las ciudades expresan una forma particular de pensamiento. Partiendo de esto deberíamos entonces entender que una importante labor en el plano filosófico sería comprender de forma profunda cuales son las formas particulares de las ciudades que producen unos u otros efectos en aquellos que las habitan de igual modo que, en su reverso, deberíamos comprobar como los individuos crean los efectos de aquellos lugares que habitan. Toda ciudad es abierta en tanto su flujo es siempre bidireccional, afecta tanto como es afectada en todo cuanto ella contiene.
Esto es evidente en la novela de Teju Cole en tanto todo lo que escribe es siempre, en último término, la conformación de una ciudad que nos resulta próxima (Nueva York) a través de la existencia observada de Julius, un joven psiquiatra nigeriano. ¿Es entonces un retrato del lado oscuro de la ciudad de las luces como ya muchos se han encargado de subrayar con colores fosforescentes como las luces intermitentes de los detectores en sobreabundancia después del 11‑S? No lo es, porque de hecho no es más que la recopilación de los fragmentos de una ciudad —una ciudad que además no sólo es Nueva York, pues también es Lagos y su propio identidad resquebrajándose para nosotros; minucias, absurdos, detalles carentes de valor: eso es la ciudad abierta que refleja, el destello de esa ciudad que es el mundo— que se muestra esquiva, incapaz de tener la cierta forma homogénea que nos habían convenido en promesa como manera lógica de las ciudades, pasando de la maravilla a lo pesadillesco siempre en el tránsito de una cotidianidad que sólo lo es para el que la mira cada día y nadie más — sería absurdo pretender que fuera La Mirada, siquiera una mirada privilegiada, de la ciudad de Nueva York en tanto toda ciudad es como toda gran novela: una suma mayor que todas sus partes en lo objetivo, una selección de aquello que cada lector ha querido y sabido leer en lo subjetivo.