Stoker, de Park Chan-wook
Si nos fascinan los cuentos de hadas es por aquello que tienen de cuentos, independientemente de su introducción de lo fantástico dentro de lo real. Las hadas son el elemento infantil, lo que permite un mayor interés del texto al fascinarnos con lo imposible —entendiendo infantil en términos no peyorativos: lo infantil es el juego, la imaginación, el sentido de la maravilla; todo aquello que sólo pierden los muertos — , pero el cuento es aquello que nos narra una cierta verdad hasta el momento desconocida. Por eso, creer que el cuento es algo eminentemente infantil, es algo heredado de la concepción cerril de que no hay nada que aprender llegado a una cierta edad: en tanto el mundo está en perpetuo devenir, nunca se ha alcanzado la necesidad de no seguir comprendiendo. Renunciar al aprendizaje es renunciar a nosotros mismos. He ahí que, en último término, toda historia esté siempre por ser contada, porque no existe cuento que no encuentre un camino diferente en cada hombre que lo visita.
Definir Stoker como un cuento de hadas gótico no es sólo perfectamente lógico, sino que sería la única manera de poder sintetizar que oculta tras de sí. ¿Por qué gótico? No por estética, que también —ya que, aunque insista en negarlo su guionista, es de hecho una historia de vampiros sin vampiros — , sino por aquello que oculta en su fondo: la animalidad, lo conocido deviniendo en salvaje, la naturaleza del hombre apoderándose de todo aquello que se creía sereno y racional. La muerte de Richard Stoker es la tragedia que anuncia esa intrusión de la fragilidad en el mundo, la llegada de su hermano Charlie Stoker la posibilidad de enfrentarse contra el abismo que nos devuelve la mirada. Salvo porque no hay mayor abismo que aquel que nace del hombre.