Nada es esencial al hombre, salvo aquello que nace de sí mismo. Aunque los científicos podrían argüir que estamos atados a las leyes de la física, que nadie puede violar la relatividad o desafiar los principios de la gravedad, la existencia misma de la ciencia nos demuestra hasta que punto esa afirmación debería ser matizada; el ser humano es el único animal capaz no sólo de modificar su entorno —entre los cuales hay otros muchos, desde el pájaro carpintero hasta muchas clases diferentes de simios — , sino de dar origen al mundo en el cual después habitará. Cuando hablamos de «mundo», sin embargo, no estamos hablando de «planeta». El mundo es la base cultural, desde un avión hasta el concepto de amor romántico pasando por las obras completas de William Shakespeare, a través de las cuales nos relacionamos de un modo óptimo con los demás seres humanos. O lo que es lo mismo, el mundo son las reglas sociales y el conocimiento (puro o aplicado) al respecto de nuestro entorno físico.
La naturaleza no nos es esencial porque convertimos el entorno, lo natural, en mundo, en cultura. Si podemos hacer que grandes masas de metal surquen los cielos o viajen al espacio, ya que sabemos cómo es posible desafiar la gravedad haciendo improbable que ocurra un accidente, ¿por qué nos mostramos incapaces de elegir a quienes amar? Porque no conocemos las leyes que rigen los dictados del corazón. No somos seres naturales, que no pueden modificar los materiales de su entorno, sino seres culturales, que no pueden modificar los materiales de su mundo.